Las humanidades no son solo el conjunto de disciplinas a las que tradicionalmente hemos llamado 'de letras'. Son todo aquello con lo que elaboramos nuestra experiencia como seres humanos. Es arte, idioma, pensamiento, cultura. Pero también es activismo y compromiso.
Así lo cree Marina Garcés y así lo ha defendido tanto en su trabajo como profesora de filosofía en la Universitat Oberta de Catalunya, como en su obra. Es autora de libros como Un mundo común, Filosofía inacabada y Ciudad princesa. Su ensayo breve Nueva ilustración radical se convirtió en uno de los fenómenos editoriales más sonados de la filosofía en nuestro país en los últimos tiempos.
En 2016, el Intitut d'Humanitats de Barcelona la invitó a dirigir un proyecto transformador en torno a los temas clave del pensamiento actual. Así inició un ciclo de conferencias en los que participaron gente como David Casassas, Ingrid Guardiola, Joana Masó, Karo Moret o Brigitte Vasallo entre muchas otras. Ahora publica de la mano de la editorial Rayo Verde el libro Humanidades en acción, Humanidades en acciónproyecto en el que escribe y coordina otros diecinueve ensayos que buscan confeccionar un mapa sobre quién y cómo se están ejerciendo las humanidades en la sociedad contemporánea. Qué significan cuando la ciudadanía busca significados para conceptos que aún no sabe cómo abordar.
En el ensayo que firma usted misma, apunta al concepto 'Humanidades ZERO' para explicar que hoy consumimos estas humanidades como si fueran un refresco de Coca-Cola. Ahora que se publican tantos libros de autoayuda, ensayos de todo tipo y se debate de estas materias en espacios mainstream, ¿han perdido parte de su capacidad crítica?mainstream
Ha habido dos clausuras de este potencial crítico de las humanidades. Una, la de tipo disciplinario: de neutralización por academicismo. Y la otra por la vía de la industria cultural y su mercantilización.
Las 'Humanidades ZERO' son aquellas que, debido a la banalización del ocio cultural, endulzan un poco la vida pero ni alimentan ni transforman nada. Como un refresco. Y de esto consumimos todo el tiempo porque en realidad somos grandísimos consumidores de cultura. Pero, ¿qué cultura y sobre todo al servicio de qué valores y formas de vida? ¿Qué posibilidades de transformación se producen en esta cultura? Es necesario preguntarnos por qué convivimos con formas de consumo cultural tan acrítico en todos los ámbitos.
Hace unos días, en una entrevista con el diario El Mundo, el filósofo coreano Byung-Chul Han afirmaba que hoy “el ocio sólo sirve hoy para descansar del trabajo”. ¿Está de acuerdo? Y, en cualquier caso, ¿puede un ocio crítico revertir esta situación?con el diario El Mundo
Yo diría que nuestra relación con el ocio aún es peor que lo que apunta Chul Han porque si realmente pudiéramos descansar del trabajo, ya sería algo grande. El problema es que no podemos ni descansar. El tiempo de trabajo se funde con el tiempo de consumo y de ocio, en mundos que producen valor capitalista constantemente, como las redes sociales.
Así que creo que de lo que se trata es de apostar radicalmente por hacer que en nuestros tiempos -sean o no de trabajo-, podamos estar compartiendo las preguntas importantes. Y por las preguntas importantes no me refiero a ponerse serio y aparentar solemnidad, sino a poder percibir en cada caso qué está pasando con nosotros, con nuestras vidas, con nuestras relaciones. Eso es lo realmente relevante, el poder convertir nuestras herramientas culturales en herramientas de vida y de transformación.
Justo de eso habla el artículo de David Casassas en Humanidades en acción, pero él afirma que nos faltan las condiciones materiales para pararnos a pensar. No tenemos tiempo. Según él, para cultivar las artes y las humanidades, la renta básica podría ser una de las medidas para paliar la escasez de medios.Humanidades en acción,
Es interesante que resaltes esta cuestión porque realmente resuena en otros de los artículos del libro. Se trata de esa dificultad de prestar atención a lo que vivimos y a lo que hacemos. ¿Cómo podemos reorientar la mirada hacia aquello que verdaderamente importa cuando estamos asaltados continuamente por todo tipo de urgencias? Son distracciones y nuevos tiempos de trabajo ingobernables que hacen que, de alguna manera, la vida nos pase por encima incluso cuando nos pensamos que estamos haciendo lo que más nos gusta.
David Casassas, como buen científico social, activista y persona altamente experta en el tema de la renta básica, propone la cuestión. Pero no se trata solo de que no podamos pensar porque no tenemos tiempo: esto es el efecto de una serie de cuestiones materiales y de sumisión de todo tiempo de vida a la producción de los recursos para sobrevivir.
Para mí es muy interesante que saquemos a las humanidades de ese cielo idealista de la subjetividad y las ciencias del espíritu para situarlas en el debate de que somos cuerpos que viven violentados por todo tipo de dinámicas económicas y materiales de sostén de la vida. Tenemos que preguntarnos cómo trabajamos y cómo vivimos para entender qué tipos de cultura, saber y arte estamos desarrollando.
Remedios Zafra decía en su ensayo El entusiasmo que la pasión ya fuere la de un artista o de un investigador, se había convertido en otra forma de autoexplotación. ¿Cree que las humanidades han perdido capacidad crítica debido a esto? ¿Se han devaluado porque no tenemos tiempo de ejercerlas de forma reposada? El entusiasmo
Las condiciones de autoexplotación en el mundo de la cultura son algo importantísimo. De hecho, yo incluiría también al mundo de los activismos porque los activistas de todo tipo acabamos autoexplotados y quemados por unas dinámicas imposibles de conciliar con la vida.
Pero este tema no se reduce solamente a qué condiciones laborales tiene cada uno. Son parte de unos ritmos de vidas que casi se podría decir que construimos por proyectos. Tenemos vidas en las que sumamos una dedicación a otras muchas y a cada una le transferimos el sentido de la siguiente. Estamos en un proyecto de vida para generar el siguiente y el siguiente y el siguiente. Vivimos como en una especie de fuga sin fin que muchas veces lo que hace es que perdamos el sentido de lo que estamos haciendo.
Hablamos mucho de afectos, hacemos esta aproximación más feminista a nuestras prácticas tanto culturales como políticas y en cambio, nos autoinflingimos altos niveles de violencia. De ritmos de vida imposibles, de acción e incluso de deseo.
Hay una llamada colectiva en este libro, por ejemplo, en el artículo de Ingrid Guardiola, para aprender a negarse. Que no es simplemente decir 'no' como en un libro de autoayuda, sino de plantear una negativa productiva para sustraernos de ciertas dinámicas de autoexplotación.
Ingrid Guardiola aborda en el libro el hecho de cómo expresarnos en la sociedad actual. Ella apunta a que “la libertad de expresión se ha convertido en una especie de condena, una enfermedad del habla, incontinencia del espíritu poseído por la polémica y la autoexhibición”. ¿Cómo cree que han afectado las redes sociales a nuestra forma de expresarnos y pensar?
Hay muchos elementos a analizar respecto a esto, pero creo que lo que más afecta de forma angustiante a nuestras formas de expresión son la continuidad y la transparencia. La primera es la no interrupción de toda expresión posible. Estamos empujados a tener que manifestarnos constantemente para existir. Y esta continuidad es una tiranía que impone unos determinados modos de pensar y compartir que no siempre son provechosos.
Y junto a eso, la transparencia. Esa cuestión de que todo en nuestra vida tenga que ser visible todo el tiempo, esta cosa de que todo tenga que estar ahí presente que en realidad es una gran mentira porque está presente para los que forman tu red. En realidad no hay nada menos transparente que las redes sociales, porque solo nos vemos y nos seguimos los unos a los otros.
Esto también ha ido creando una especie de autorreferencialidad muy engañosa que en el mundo de la política ya está teniendo resultados: uno tiende a pensar que el resto piensan como él y el disenso se convierte en un escándalo o en una agresión personal. Una fuente de enemistad radical. Mientras que en el mundo de los activismos o de la creación artística facilita la creación de burbujas que se miran a sí mismas y se autocomplacen.
En Nueva ilustración radical hablabas del concepto de 'analfabetismo ilustrado' en el sentido de que hoy en día sabemos de todo pero no podemos hacer nada. ¿Cómo hemos llegado a esta situación y cómo nos es posible abrir nuevos caminos de diálogo y formas de pensar? Nueva ilustración radicalNueva ilustración radical
Para mí el analfabetismo ilustrado es esta condición tan paradójica de estar en sociedades en las que el acceso al conocimiento es una condición más o menos compartida, tenemos educación pública, información abierta y está al alcance de todos documentarse y conocer casi todos los saberes de nuestro tiempo y, sin embargo, somos muy incapaces de actuar a partir de esos saberes.
No tenemos relaciones significativas con las informaciones de nuestro día a día. Lo que tenemos es una sociedad altamente informada, relativamente educada pero muy analfabeta en relación con sus mundos. Nuestros saberes y capacidades están muy desconectados. No sabemos cómo convertir nuestros saberes en procesos de emancipación y de transformación colectiva.
¿Cree que la docencia juega un papel importante en este sentido? Sobre todo en un panorama como el nuestro en el que profesionales de la filosofía se encuentran luchando para que no se marginalice. ¿Cómo de necesarias son las humanidades en edades tempranas?
La cuestión de la educación es clave y creo que los poderes corporativos y económicos de nuestro tiempo lo han entendido así. De hecho, hay una operación global de poner la educación al servicio de un tipo de nuevas docilidades orientadas a producir sujetos adaptables, flexibles y permanentemente desorientados. Permanentemente enfrascados en la búsqueda de seguridad.
Tan importante me parece esta cuestión que creo que no debemos dejarla solo en manos del sector, es decir, en de los profesionales del mismo. Sería una grandísima irresponsabilidad social hacia ellos por parte del conjunto de la sociedad. La educación es una cuestión política, no de ideologías. Política en el sentido de que es ahí donde construimos las formas de vida en las que vamos a vivir en el futuro inmediato.
Para mí, la apuesta por la educación no solo tiene que reclamar ciertas cuotas de presencia de las humanidades o la filosofía, sino realmente entrar en la disputa de qué valores y formas de vida estamos construyendo en nuestros colegios y espacios de aprendizaje.
En este sentido, el de participar de la educación como sociedad, usted aboga por un papel proactivo de la ciudadanía en las humanidades. ¿Cree que hemos delegado demasiado nuestras decisiones en estamentos?
Sí. Creo que la captura de la decisión colectiva por parte de determinados estamentos institucionales tanto políticos como sectoriales -creer que la educación solo les corresponde a los pedagogos-, es algo que nos incumbe a todas. Es una situación que crea una cultura delegativa. Es decir: delegamos en otros para que piensen y decidan por nosotros. Y al mismo tiempo eso produce una cultura clientelar porque nos convertimos en clientes de aquellos a los que hemos delegado decisiones y posiciones.
Claro, esto es doblemente peligroso porque en lugar de ciudadanos nos convertimos en clientes de nuestras sociedades. Así que, como mucho, lo que nos queda pedir es la hoja de reclamaciones. Exigir una cuota de insatisfacción. Pero un cliente insatisfecho no es un ciudadano, es otra cosa.
Creo que tenemos que girar la mirada ahí claramente. Tenemos que volver a pensar que lo público somos nosotros. Y por lo tanto, aquello que consideramos que es parte de nuestra vida en común no son productos que nos ofrece el Estado sino nuestras propias conquistas. Nuestros bienes comunes.