Lo cuenta Despina Stratigakos, historiadora de la Universidad de Buffalo, en su reciente libro Hitler at Home, (Yale University Press), la devastadora historia de cómo convirtieron a un sociópata gafotas de pelo raro y ambiciones artísticas en el irresistible hombre de Estado que encadiló a la mitad de las bellas hermanas Mitford y a una generación de Miss Brodies, antes de desencadenar el capítulo más negro de nuestra historia moderna.
“Los años 30 marcan el principio de la cultura de las celebrities, cuando llega el cine sonoro, la radio y las revistas aspiracionales”, explica la académica. Y el gabinete de propaganda nazi aprovechó la oportunidad para transformarlo en lo que no era, un hombre interesante y refinado con una gran categoría moral y gusto por la arquitectura. “Lo consiguieron enfatizando su vida privada, mostrándole como un hombre que juega con sus perros y al que le gustan los niños, haciendo cosas domésticas en entornos diseñados para evocar una sensación de calidez. A finales de los años 30, los medios de todo el mundo lo describían como un individuo delicado y cariñoso, con buen gusto para la decoración de interiores”.
Adolf Hitler nos abre las puertas de su casa
“Después de leer aquellas historias -continúa Stratigakos- la gente empezó a pensar que conocía al 'verdadero' Hitler, el el hombre detrás de la máscara del Führer, y que puede que esta persona no fuera tan diabólica como las noticias que venían de Europa parecían sugerir”.
El 20 de agosto de 1939, el New York Times le sacaba un fotogénico reportaje en su bonito chalé de madera en los Alpes Bávaros cerca de Berchtesgaden que se compró en 1927 con fondos del partido y al que llamaban Haus Wachenfeld. Hitler, su propio arquitecto, decía el titular. Las fotos le muestran disfrutando de momentos de intimidad, leyendo el periódico en una mesa adornada con flores, 12 días antes de invadir Polonia.
La casa, “adornada con armonía, según la mejor tradición alemana” y cargada con cortinas limpias y alfombras hechas a mano para “crear una atmósfera de callada alegría”, había sido decorada por su diseñadora favorita, Gerdy Troost, que le fue fiel hasta el último minuto. Literalmente: pocas semanas antes de que Adolf Hitler bajara al búnker por última vez, Troost le propuso refrescar el Gran Hall de la cancillería con una capa de pintura para animar el ambiente, “un trabajo pequeño que sólo duraría un par de días”.
El seguimiento del Times de las andanzas del nervioso austríaco empezó una década antes. En los años de auge y establecimiento del régimen nazi, el periódico publicó notas frecuentes sobre el líder nazi, incluyendo entrevistas a su peluquero ("escribió al Führer sobre su mechón rebelde y se tomaron medidas"), comparaciones con Jesucristo (o simplemente “un enviado divino”) y otras estampas como su asistencia al funeral de la hermana de Nietszche (cuyas obras completas le regaló a su amigo el Duce por su 60 cumpleaños) o sus declaraciones contra la violencia contra los judíos.
Hitler, el anfitrión encantador
No fueron los únicos ni tampoco los primeros. El número de noviembre de 1938 de la edición británica de Casa & Jardín coincidió con la Noche de los Cristales Rotos, cuando las SA quemaron un millar de sinagogas, destruyeron más de 7.000 negocios judíos y mataron a un centenar de personas, además de arrestar a otras 30.000 y mandarlas a Buchenwald, Dachau y Sachsenhausen. La revista, sin embargo, ofrecía un paseo por la casa Wachenfeld, firmado por un tal William George Fitzgerald, seudónimo de Ignatius Phayre. Esto es lo que dijo de su cómodo pero modesto retiro:
Menos de un año más tarde, Alemania invadió Polonia. Inglaterra y Francia le declararon la guerra.