Un libro para dar la vuelta a la muerte: “Hay que incorporar al difunto a la vida”

Ha granizado, y fuera parece anochecer antes de tiempo. La filósofa Ana Carrasco-Conde entra en la redacción de elDiario.es con el paraguas en la mano. Nuevas nubes grises se asoman, como un presentimiento, a las azoteas de los edificios de la Gran Vía. Se ha quedado buena tarde para hablar de la muerte.

No es una cuestión popular, ni tiene buena prensa. De hecho, aquí más de uno estará pensando en dejar de leer; pero lo que Carrasco-Conde quiere con su último libro, como quería Spinoza, es que pensar en la muerte no nos amargue la vida.

A sus 45 años, hay quien conoce a esta profesora de la Complutense como ‘la filósofa del mal’ (por dos ensayos anteriores, La limpidez del mal, publicado en 2013 por Plaza&Valdés; y Decir el mal, editado en 2021 por Galaxia Gutenberg). Para los periodistas es tentador, por cómodo, poner etiquetas, pero su obra es lo suficientemente extensa y variada –cinco ensayos y una decena de trabajos colectivos– como para escapar del trazo grueso. Con su último texto, La muerte en común (también en Galaxia Gutenberg), Carrasco-Conde viene de ganar el II Premio Eugenio Trías de ensayo. 

No estamos ante un libro convencional. El índice es un poema y poética es también su estructura –“una estructura de ritmos y de ritos” dice la autora, que aspira a “recuperar el vínculo perdido entre filosofía, poesía y música”. Es esta una aspiración que remite a una de las grandes influencias del pensamiento de Carrasco-Conde: el romanticismo alemán y, especialmente, la obra de Schelling.

No es tampoco este ensayo una obra de consolación, al estilo estoico, ni un manual de preparación para la muerte propia –como más de una vez se ha definido a la filosofía–. Es, más bien, una reivindicación de la dimensión comunitaria de la muerte. Una dimensión olvidada o en trance de serlo, porque hoy asociamos la muerte a la soledad: “Cuando alguien querido o significativo se te muere, te sientes aislado del mundo”. 

No podemos saber qué hay más allá y no puedo hablar de ello; pero sí puedo hablar de lo que nos pasa con la muerte del otro

Se ha impuesto la idea de que, en el fondo, la muerte es personal e intransferible, como una tarjeta de crédito; algo contra lo que se subleva Carrasco-Conde: “Tenemos claro, en el nivel de la vida, que estamos necesariamente vinculados de forma afectiva a los demás, por vínculos muy fuertes: de hijos, padres, abuelos, amigos… y, si esto es así, ¿por qué de repente estos vínculos han de neutralizarse en el nivel de la muerte?”. El vínculo no tiene por qué romperse.

Hace unos días, un hombre palestino perdió a sus tres hijas bajo las bombas israelíes en Gaza. “¿Quién me llamará ahora ‘papá’?”, se preguntaba entre lágrimas. Trasladamos la misma pregunta a la filósofa, que guarda silencio unos segundos. Escruta la taza de café que tiene entre sus manos y, finalmente, levanta la mirada: “Seguirá siendo padre toda la vida”. Cita entonces a la poeta Naja Marie Aidt, que perdió un hijo en 2015; un hijo al que, a pesar de su muerte, la madre todavía habla: “Te voy a querer siempre, como al resto de mis hijos; y voy a luchar por ti, como lucho por todos mis hijos”. 

Restañar heridas

Este ensayo apela a los que nos quedamos aquí, y nos recuerda que, en el pasado, la muerte no fue algo solitario. La autora repasa los rituales de duelo de la Antigüedad, en Grecia, en Roma y a lo largo de la historia. No son una curiosidad antropológica: tenían una función: “La comunidad intenta restañar heridas, seguir adelante, recoser lo que se rompe”. Aquí, siguiendo a Schelling, juega un papel singular la música, que “conectaría con el alma del doliente (...) y la ayudaría a salir de ciertos estados o a profundizar más en ellos”, escribe la autora en una de las páginas de La muerte en común.

En todo ese proceso de luto y duelo –de las plañideras al Réquiem de Mozart– el reto es conseguir dar la vuelta a la pérdida y entenderla como ganancia. La muerte de los otros nos une y nos reúne: nos pone en la pista de la ganancia que supone vivir en comunidad. Durante la transcripción de esta charla, los monitores de la redacción muestran las ceremonias de recuerdo y homenaje, 20 años después, a las víctimas del 11M. El vínculo con los muertos no se rompe. 

Para sanar, coser y restañar; para no olvidar… Esa es la utilidad de la comunidad frente a la mercantilización de la muerte, frente a la industria del catálogo de ataúdes, del sofá de polipiel y de la carta de aperitivos en el tanatorio: “No queremos pensar en la muerte, la apartamos cuando llega, la hemos convertido en algo desocializado, porque el duelo, o bien se hace individualmente o bien se ha convertido en un negocio”. El mismo individualismo que desune a los vivos en los afanes diarios –y nos debilita– se nos ha inoculado también ante la muerte.

El más allá

Los que aquí quedamos tenemos, pues, trabajo; y por eso hay que plantearse si merece la pena perder el tiempo con lo que haya después: “No podemos saber qué hay más allá y no puedo hablar de ello; pero sí puedo hablar de lo que nos pasa con la muerte del otro. Tampoco me puedo enfocar en el miedo a morir. Todos tenemos miedo a morir y ya está. Pero hay cosas que sí podemos controlar. Sí que están en nuestra mano. Yo creo que la filosofía tiene que ver con ser conscientes de lo que está en nuestra mano y lo que está en nuestra mano es empezar a pensar en la ganancia. Como hacía Spinoza: pensar en pasiones alegres, en elementos relacionales que apunten a una idea de comunidad en la que apetezca estar”.

Lo que pide esta pensadora es recuperar “ciertas maneras antiguas de afrontar la muerte”. Es decir “incorporar la muerte a la vida, incorporar al difunto a la vida”. Y para eso nos hacen falta los demás, los nuestros: “Hoy se entiende que el duelo es una cosa que haces tú solo y no es verdad. El duelo tiene que ver con algo que se hace en comunidad, no solamente para el fallecido, para despedirle, o para los dolientes. Son ritos que se hacen para que la propia comunidad se reconstituya, porque es una pérdida también en la comunidad. Y eso lo sabían muy bien los griegos con sus rituales performativos. Porque lo importante del ritual no es que alguien limpie al difunto, lo vista y lo entierre. Lo importante es todo ese proceso que sirve para hacernos a la idea, para recolocarnos, porque la muerte nos descoloca”.

El duelo tiene que ver con algo que se hace en comunidad, no solamente para el fallecido, para despedirle, o para los dolientes

Que nadie busque en La muerte en común oscuridad y miedo. Sus páginas están llenas de mundanidad, en el mejor sentido: de citas de poemas, de series y películas. En la conversación, Carrasco-Conde pasa con naturalidad de recordar el impacto generacional de la muerte de Kurt Cobain a glosar la diáfana claridad de la Fenomenología del Espíritu, de Hegel (pero solo si se le dan a Hegel las oportunidades necesarias). Su manejo de las fuentes es abrumador, y por eso el extraño artefacto que es este libro funciona como una pequeña enciclopedia de la pérdida. O de la ganancia, según se mire. 

La tarde va cayendo. El día muere, pero por los ventanales entra más claridad que hace una hora. Si es verdad aquello de que mientras haya primavera, habrá poesía; también lo es que mientras haya muerte, habrá filosofía. Ana Carrasco-Conde recoge su paraguas, echa un último vistazo a la redacción y vuelve a la calle.