Winston Churchill llamaba a la depresión su “perro negro”, por esa sensación de que es parecida a un animal que te persigue y del que no puedes escapar. A la escritora Almudena Sánchez (Palma de Mallorca, 1985) le diagnosticaron depresión mayor endógena y pasó años sumida en un círculo de llanto y pastillas.
Ahora, Sánchez publica Fármaco (Literatura Random House, 2021), una obra íntima y poética, en ocasiones muy ocurrente y gráfica, sobre el camino de esta ardua y estigmatizada enfermedad.
Dice la autora que se ha diagnosticado depresión con estos nombres: áurea fúnebre, bilis negra, río negro, isla desolada, fractura cerebral ante un mundo incoherente, secuelas catastróficas del amor, nubosidad de humores negros, extremo disgusto, solemnidad semifuneraria o terrible peso de un exceso de sentido. Hablamos con ella sobre la enfermedad y su libro.
Dice textualmente: “escribí Fármaco porque no podía pensar en nada que no fuera morir”. ¿Cómo nace este libro?
Me preparaban el desayuno y tardaba tres horas en desayunar. Lloraba mientras desayunaba, lloraba todo el tiempo. Los días se hacían largos, por la noche no pegaba ojo, hay días que ni una hora. Tenía la cabeza como un fuego, la cabeza me quemaba y me la quería quitar. No me gustaba mi cuerpo, no me gustaba yo. No quería vivir. Estaba desayunando y pensando cómo matarme, miraba la barandilla y decidía cómo tirarme.
Cuenta que cuando sus emociones colapsaban su mente, miraba los cuchillos de su cocina. Incluso cuenta que se intentó arrojar a un coche para que la atropellara.
Mi cabeza me daba la orden de matarme, todo el rato. Y aunque intentes silenciarla, la orden sigue ahí. La sensación es de molestia y de dolor permanente. Me dolía el estómago, las piernas.
“Estoy en contra de Walt Disney y muy a favor de las farmacias”, escribe. Sin embargo, cuando se empezó a medicar tampoco fue llegar y besar el santo. ¿Cómo empezó a tomar pastillas?
Al psiquiatra fui a rastras, me llevaron empujada porque no quería que me psiquiatrizaran. Seguía pensando en la decepción enorme que se iba a llevar mi madre, que me proponía ir a yoga. Llegué allí sintiéndome muy mal porque encima soy joven y esto está muy estigmatizado. Al principio me recetó una dosis media y me diagnosticó depresión. Me prescribió dar paseos, ponerme al sol y estar tranquila. Al principio las pastillas no hacen nada, te crees que va a ser como un ibuprofeno, casi instantáneo, y no. Al inicio con las pastillas todo son efectos secundarios y cero beneficios, tenía muchas náuseas y mucha dificultad para dormir. Tuve que esperar desesperadamente un mes y medio, hasta que empecé a notar algo. Es una enfermedad muy de la paciencia.
¿Escribir Fármaco estaba dentro de su proceso de curación?
No lo he escrito con ninguna intención terapéutica, sino como una experiencia literaria. Lo he escrito para explorar(me). Lo que me estaba pasando era misterioso, no entendía nada. Esta enfermedad no tiene casi nada que se pueda explicar fácilmente, es todo fantasmagórico. Me costó tomar la decisión de escribir sobre esto, también por mi propia intimidad.
¿Por qué escribirlo, entonces?
Estuve tres años diagnosticada con depresión. Casi al principio empecé a tomar ciertos apuntes, hasta que tiempo después voy dando forma al libro. Ahora cuando me leo no me acabo de reconocer y me encanta porque noto una voz desde un pozo muy negro, una voz que casi aúlla. También me siento aliviada porque ahora no lo veo todo tan inmensamente negro. Yo soy súper miedosa y cobarde. Soy más fuerte cuando escribo, y por eso lo hago, porque además eso representa mi fortaleza. Lo paso mal en la vida, no en el folio.
Fármaco tiene una doble vertiente: las pastillas como salvación, combinadas con otro fármaco, los libros. ¿La literatura la ayudó, en cierta forma?
Los libros fueron curativos, la salvación del dolor, de la soledad, de mi rareza, de mi incomprensión. Al principio no puedes leer nada, eres alguien inválido, todo lo ves tan negativo que te regalan una planta y piensas que se va a morir. Si cogía un libro pensaba que no me iba a gustar, que para qué leerlo. Cuando las pastillas empezaron a hacer efecto ya pude empezar a leer, y cierto es que los libros me han librado de muchas horas de negatividad.
Uno de los ensayos que más te ha acompañado fue Estar enfermo de Virginia Woolf. ¿Siempre hay una Virginia Woolf para todo?
Hay que tenerla cerca siempre. Yo la admiro, es una persona que sufrió el estigma de la enferma mental, la trataron siempre de loca y como no tuvo fármacos acabó metiéndose piedras en los bolsillos y entrando al río. Ella sufrió muchos años depresión, también esquizofrenia. Estar enfermo versa sobre cómo se maltrata y se mira por encima del hombro a las personas que sufren algún mal mental. Es una oda a la debilidad, al derecho de serlo. Virginia Woolf es una de las enfermas mentales más valientes y lúcidas de la historia.
Julia Stephen, la madre de Virginia Woolf, tiene un cuaderno de notas llamado Notas desde las habitaciones de los enfermos, que se inserta en ese mismo ensayo. ¿También la ayudó?
Julia era enfermera y en ese textito explica cómo limpiaba las migas de pan de las camas de los enfermos, cómo se desvivía para que estuvieran lo más cómodos posible. La calidad de vida dentro de la sinrazón de la enfermedad.
Dice usted que El Quijote en cada una de sus frases relata la evolución psiquiátrica, que podría leerse como la gran novela de la esquizofrenia. También cuenta que en Jerusalén hay una sala en uno de sus hospitales con atención psiquiátrica dedicada a personas que se creen Jesucristo.
Todas las enfermedades mentales están en la literatura. Por ejemplo, en La Metamorfosis de Kafka sobre el trastorno disociativo. Y sobre cómo se funde literatura, locura y vida encontramos esa planta de enfermos en Jerusalén, que mencionas. Aunque la queramos alejar y estigmatizar, la locura siempre anda cerca. Hay que dejar de tapar y hacer visibles los problemas mentales. Eso es lo que pretendo hacer yo.