Algunos libros de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) pueden llegar a las mil páginas, o casi, pero No te veré morir (Seix Barral), pese a que no elude las referencias históricas ni las digresiones, es uno de los más concisos y fulgurantes. De hecho, las primeras setenta páginas son un tour de force formal, un torrente textual sin un solo punto. “Lo sintético, lo caudaloso y lo visionario de la poesía me hacían falta mientras estaba escribiendo”, dice el autor jienense. Un experimento que sin embargo no atraganta porque la prosa mece y se sostiene en un vaivén torrencial del ayer y del hoy, cuando “el presente y el pasado parece que chocan entre sí y sueltan chispas”: el reencuentro 50 años después de un hombre y una mujer que se amaron pero no se tuvieron, excepto en la imaginación y el deseo. Y es que “todas las novelas son novelas de amor y de fantasmas –reconoce el autor–, pero los fantasmas no solo son nuestros muertos, que también, sino las personas a las que no hemos visto hace mucho o a las que estuvimos muy unidos, pero nos hemos distanciado”.
Tras Volver a dónde (2021), un diario de confinamiento que era también una vuelta hacia raíces personales y colectivas, el autor regresa a la ficción pura en No te veré morir a través de dos personajes masculinos que se encuentran y se conocen en Estados Unidos, dos emigrados de generaciones, suertes y extractos sociales bien distintos, cuyas conversaciones de sobremesa en distintos restaurantes de aquí o de allá, le sirven de pie para contar, de nuevo, una España íntima, hecha de anhelos y fracasos tanto personales como colectivos.
El título, como la cita con la que se abre el libro –“No volveré a tocarte. / No te veré morir”–, pertenece al famoso poema de Idea Vilariño con el que se despedía de su gran amor, el escritor Juan Carlos Onetti. ¿Qué significa para usted este poema?
Para mí es el el poema de amor más triste que existe. Además, yo la conocí a ella y le he dado su mirada al personaje femenino de mi novela.
¿La mirada de Idea Vilariño?
Sí…
¿Y cómo la conoció?
Cuando murió el escritor, me invitaron a a Montevideo a un homenaje que se le hacía, y allí estaban tanto Idea Vilariño como Dolly, que era la mujer de Onetti.
Esa noche estuvimos cenando con ella, estamos hablando del 94, y me quedé asombrado porque nunca había visto una persona tan mayor que tuviera una mirada tan joven. Una mirada feroz que parecía no tocada por el tiempo, en todos los sentidos. Parecía la mirada de alguien capaz de sentir todas las pasiones. Y eso a mí, y fíjate que han pasado casi 30 años, se me quedó ahí y se lo he dado al personaje de Adriana Zuber.
Hacía mucho que no situaba el amor en el centro de una historia… Finalmente, ¿todas las novelas son novelas de amor?
Todas las mías, sí. Y lo son porque todas las novelas y los poemas reflejan la condición humana y una parte esencial de esa condición está atravesada por la experiencia amorosa.
¿Los amores no vividos, los anhelados, son los más literaturizables?
No lo creo. Lo que pasa es que la pasión no cumplida o la pasión recordada o soñada no necesita confrontarse con la realidad y nunca se queda desvaída. Pero la pasión no tiene por qué ser algo muy breve. De hecho, una relación que se extiende a lo largo de mucho tiempo puede ser apasionada. La atracción o la belleza no solo pertenecen a la juventud, no tienen por qué.
El protagonista de la novela, Gabriel Aristu, que tiene esa elegancia, ese saber estar, ese éxito social internacional, que de niño estuvo en las rodillas de Stravinski… ¿Existe o se parece a alguien que conozca? ¿No es una excesiva idealización?
De hecho, se parece a personas que he conocido. Yo no me quejo de mi vida, pero hay gente que ha tenido esa suerte y que la ha sabido aprovechar. Hay otros que han tenido ese privilegio y no lo han aprovechado. Pero hay gente así…
¿Los ha conocido en Nueva York?
Los he conocido en Nueva York y también aquí. Gente muy civilizada, gente como de otro mundo distinto del nuestro…
¿No cree que este mundo sea civilizado?
En ciertas cosas, sí, pero en otras es completamente bárbaro. Pero el padre de Gabriel Aristu ha conocido lo mejor de la civilización española del siglo XX, que es el mundo de la Institución Libre de Enseñanza, el mundo de la modernización cultural, científica y social de los años 20 y de los primeros años 30. Él ha conocido a Lorca y a don Manuel de Falla. Que son la síntesis de ese sueño civilizado europeo que fue destruido por el fascismo y por el comunismo y por la guerra. Es en ese sentido que nuestra civilización, digamos, la Europa que nosotros habitamos, está construida sobre las ruinas literales de Europa. Y cuando hablo de civilización me refiero a eso. Me refiero a esa zona y esos momentos en los que se logra hasta cierto punto un desarrollo armonioso de las personas.
Ni sus personajes ni usted como observador del mundo han caído nunca en el cinismo. De hecho, diría que parece alérgico al cinismo. ¿Cómo se inmuniza uno de ese cinismo extremo al que tantos réditos le sacan algunos?
Una cosa que siempre me gustó de la vida americana es que el cinismo no tiene prestigio. Y efectivamente, a mí no me gusta el cinismo. La ironía puede estar bien cuando no va sola, pero es que hay cosas que no son risibles. La dignidad de las personas no es risible. Y no sé, quizás me ha ayudado a no ser cínico el haberme criado con personas muy decentes, que se tomaban la vida muy en serio porque no tenían más remedio… El haber tenido buenos profesores y, sobre todo, haberme dedicado a admirar a grandes artistas o grandes científicos, a gente que realmente hace cosas muy valiosas que benefician al mundo y que son difíciles de hacer… Y en esas personas no hay cinismo. Ahí hay siempre una entrega absoluta a aquello que aman y a aquello que quieren hacer. Porque si no, no podrían hacerlo.
En los últimos años ha recibido múltiples reconocimientos. ¿Para qué sirven los premios?
A mí el reconocimiento no me sirve para estar seguro del trabajo que tengo entre manos, ni para estar seguro del valor de lo que he hecho. Porque yo sé, soy muy consciente, de que hay gente muy buena que no es reconocida y sé que hay libros muy célebres y autores muy reconocidos que al cabo de un tiempo se desmoronan.
¿Y usted siente esa inseguridad?
Absolutamente. A cada momento, a cada frase, a cada libro, te dices: “¿Esto se sostiene?, ¿esto vale?, ¿es todo lo bueno que podría ser?, ¿lo he corregido lo suficiente?”.
En una entrevista anterior con elDiario.es decía que Elvira Lindo tenía que darle el visto bueno a lo que escribe. ¿En qué más le ayuda?
A mí Elvira no solo me ha ayudado sino que me ha educado en muchas cosas. Me ha educado en el feminismo. En la igualdad. Me ha educado en el ver que cuando empezábamos a salir juntos, a lo mejor yo no me daba cuenta, pero había hombres que se relacionaban conmigo que a ella ni la miraban… Y en otras muchas cosas, me ha educado en el sentido de la armonía, en la compasión hacia todas las criaturas animales y humanas. Todo eso y mucho más.
Le ha hecho más consciente de su privilegio masculino…
Sí y también de mis responsabilidades.
Como escritor y como ciudadano, ¿cómo se relaciona con el poder?
Con recelo y a veces con curiosidad. Me gusta observar a la gente que está en posiciones de poder, pero no me fascinan, como le pasaba por ejemplo a García Márquez. De hecho, una cosa que yo he observado desde hace mucho tiempo es que la gente con poder cuando te saluda siempre está como distraído a ver si hay otro más importante que tú al que tendría que estar saludando. Yo a todos los ricos y poderosos que he conocido, que tampoco han sido tantos, siempre los he visto muy distraído. La única vez que yo he visto a alguien muy poderoso, concentrado, fue a [el magnate George] Soros en un almuerzo del Consulado de Chile. Me tocó estar sentado a su lado y me sorprendió que prestaba una atención extraordinaria. Incluso me preguntaba cosas.
¿Se imagina como ministro de Cultura?
¡No! ¿Cuándo escribiría? El único cargo que he ocupado en mi vida fue el de director del Instituto Cervantes en Nueva York. No. Yo he sido funcionario y me gustaba mucho la administración pública y hacer un servicio público. Pero mi trabajo es escribir, eso lo tengo clarísimo.