Hace ahora un siglo, el 30 de septiembre de 1924, nació Truman Capote (Nueva Orleans, 1924 - Los Ángeles, 1984), uno de los exponentes de la época dorada del gótico sureño estadounidense. Tras el abandono temprano del padre, la madre se casó con un coronel español del que su hijo tomaría el apellido. Aunque nacido en Nueva Orleans, Truman creció en una localidad de la Alabama rural, con su familia materna. Su vecina, Nelle Harper Lee (1926-2016), se convertiría en una amiga para toda la vida. El autor tuvo una infancia solitaria, que lo empujó a la lectura y la escritura para resistir en un sur asolado por la miseria, la violencia y la discriminación. El contacto con la brutalidad del ser humano y los traumas infantiles sin duda influyeron en la concepción de su obra maestra, A sangre fría (1965; Anagrama, 2007, trad. Jesús Zulaika).
Este libro le valió la consideración de padre del true crime, el género que se basa en crímenes y otros sucesos acontecidos en la realidad (él tan solo lo describió como “una novela sin ficción”). En los últimos tiempos, la producción audiovisual ha apostado por esta tendencia, con propuestas sobre casos aún recientes (y mediáticos) no exentas de polémica: la serie sobre el crimen de la Guardia Urbana que la principal condenada quiso frenar, el documental sobre el pequeño Gabriel que provocó la indignación de la madre tras saberse que la asesina participó desde la cárcel o la serie Tor, que generó una ola de turismo indeseado en el pueblo son solo algunos ejemplos.
El debate ha puesto varios interrogantes sobre la mesa: ¿hasta qué punto es lícito tomar casos tan delicados de la vida real?; ¿conviene esperar un tiempo prudencial antes de abordarlos?; ¿es necesario implicar a las víctimas o a sus familiares en la producción?, ¿es ético contar con la perspectiva del criminal? En última instancia, se trata de un debate sobre los límites de la creación y la frontera difusa entre arte y producto de consumo sensacionalista. Si en algo hay consenso, es en la consideración de A sangre fría –también controvertida en su momento– como paradigma. Esta es una buena ocasión para revisarla y analizar qué puede aprender de ella la narrativa de hoy.
A sangre fría, la novela en diez claves
El caso. El 15 de noviembre de 1959, en una localidad de Kansas, el matrimonio Clutter y sus dos hijos adolescentes fueron asesinados en su casa. Eran una familia bien situada e integrada en la comunidad, sin enemigos aparentes ni nadie que pudiera amenazar con un ajuste de cuentas. A finales de año, se identificó a los culpables, Dick Hickock y Perry Smith, que fueron encarcelados de inmediato. No tenían ningún vínculo con los Clutter; había sido un crimen sin motivación alguna, y eso era lo más terrible. En 1965, se les ahorcó. El suceso conmocionó a la sociedad y llamó la atención de Capote, que era ya un escritor con cierta trayectoria, aunque la consagración le llegó con este libro.
Investigación in situ. El autor se trasladó al lugar de los hechos, donde charló con los vecinos –los que estuvieron dispuestos a hablar– y contactó con los agentes encargados del caso. Se nutrió del ambiente, tanto para informarse de quiénes fueron y cómo vivieron las víctimas (los asesinos no eran oriundos de la zona, por lo que tuvo que indagar sobre ellos por otras vías) como para conocer el impacto que había tenido el crimen en el pueblo. Dedicó cinco años a investigar, de modo que fue testigo de la evolución del caso y de cómo los allegados de los Clutter continuaron con sus vidas.
Radiografía social. Su intención no era reconstruir el crimen con lo ya sabido, sino ampliar el enfoque. Un suceso de esta naturaleza no afecta solo a los involucrados, sino que reverbera en todo el entorno, tanto los familiares más estrechos como los que tan solo conocieron de oídas lo ocurrido. Como narra en la primera parte, en el pueblo se instalaron el miedo –cualquiera podía ser el siguiente– y la desconfianza –de repente, todos desconfiaron de todos; incluso hubo quien se marchó de la localidad–. El acierto reside en que, partiendo de un caso concreto, el autor plasma algo colectivo, atemporal, sobre las múltiples reacciones humanas ante una tragedia inexplicable. A medio plazo, puede inducir transformaciones de mayor escala en forma de movimientos y leyes.
Estructura poliédrica al ritmo de la investigación. Se divide en tres partes, según lo que se sabía de los culpables en cada fase del caso. La primera, titulada “Personas sin identificar”, funciona como un documental que reconstruye el asesinato paso a paso y desde diferentes ángulos paralelos, desde las horas previas hasta su consumación: el entorno de cada una de las víctimas, lo que hicieron luego sus vecinos, qué tipo de vida llevaban los asesinos y cómo huyeron. Ese fresco social deriva en una crónica que, sin abandonar nunca del todo el escenario de los hechos, se centra cada vez más en los asesinos: “La Respuesta” narra cómo se les descubrió y el posterior interrogatorio; y “El Rincón”, por último, se adentra en el confinamiento hasta la horca.
Capacidad de improvisación. El autor comenzó a trabajar en la novela en 1959, es decir, cuando el caso no estaba resuelto ni existía, claro, una condena. Como narra la novela gráfica de Nadar y Xavier Bétaucourt, Truman Capote. Regreso a Garden City, (Astiberri, 2024, trad. Rubén Lardín), en principio 'solo' pensaba retratar el ambiente de la localidad de Kansas. Sin embargo, como le ocurre a todo escritor que se embarca en una investigación, encontró más hilos que le obligaron a reformular esa idea. Eran noticias frescas: de pronto había unos condenados, y, como todo escritor fascinado por la condición humana, no desaprovechó la oportunidad de profundizar en ellos. Siguió su instinto y se dejó llevar a oscuras, aun a riesgo de convertir el proyecto en interminable. Podría haber claudicado a medio camino; pero llegó hasta el final.
Técnica de la recreación de escenas. Por mucho que uno indague, no se puede saber con exactitud qué diálogos mantuvieron, qué pensaron las víctimas en el último instante o si los culpables se arrepintieron en algún momento. Lo que sí se puede hacer, después de documentarse, es recrearlo. Eso hace el autor, alternando escenas en diferentes lugares: del local donde comen los asesinos en fuga a la casa del agente, de la propiedad de los Clutter a la celda de un compañero de cautiverio de Hickock. El diablo está en los detalles: sí, es importante que sepamos que Nancy Clutter ese domingo se iba a poner el vestido rojo que acabó siendo su mortaja; que el detective perdió diez kilos en tres semanas y su esposa tuvo pesadillas; o que Perry Smith, en la celda, crio a una ardilla que luego lo echó de menos. Se da vida a lo que de otro modo sería una crónica aséptica.
Pluralidad de voces. Emplea un narrador en tercera persona que se va desplazando por todo tipo de personajes: desde los principales (las propias víctimas o los asesinos) a la dueña del bar frecuentado por los lugareños. La duración del proceso creativo le permite conocerlos a lo largo de los años; por ejemplo, cómo influyó el crimen en la mejor amiga o el novio de Nancy, o cómo repercutió la investigación en el matrimonio del policía. En la vida pocos serán víctimas o verdugos, pero a muchos nos tocará ser, al menos, conocidos de alguien que aparece en las páginas de sucesos. Y que en esas miradas hay mucho jugo.
Humanizar sin exculpar. Gran parte de la segunda mitad se ocupa de los asesinos. El caso no termina con la detención ni con la condena; para los criminales apenas empieza su periplo por distintas prisiones, con los abogados de turno. Y para sus familias, que se implican en grados diferentes. Como se narra en la novela gráfica, Capote los conoció e incluso trabó amistad con Smith, con el que empatizó por sus orígenes. Lo visitó varias veces, le regaló libros, se escribieron. Cuando publicó el libro, se le recriminó la atención prestada a los culpables. Sin embargo, el narrador no exculpa ni justifica. Humaniza, se interesa por ellos, eso sí. Para una sociedad que prefiere apartar la vista y tachar de “monstruo” al asesino, quizá sea un ejercicio de empatía demasiado difícil de digerir; pero lo incómodo siempre ha sido la materia prima de los escritores.
Narrador con mirada de antropólogo. Capote no firma un reportaje, sino que novela, esto es, narra. La frontera es estrecha, pero el interés no está tanto en el qué como en el cómo: un punto de vista incisivo y a la vez desapegado, distante, que no se posiciona ni a favor ni en contra, no defiende ni criminaliza. No juzga; expone. Tiene la mirada del periodista, deja que el lector saque sus conclusiones; solo que emplea los recursos del escritor literario –el diálogo, los personajes, la técnica en general–, más eficaces para conectar con el público, ya que le despierta una implicación emocional a la que no llega un ensayo. Sin moralejas ni mítines; para eso ya existen los panfletos.
Invitar a la reflexión, espolear el debate, sacudir la opinión pública. ¿Cuál es el sentido último de una obra literaria? Mantener la tensión narrativa es importante, tener estilo es importante, definir a los personajes es importante; pero, si no se tiene nada que decir, todo eso da igual. Algunos novelistas aspiran a entretener, otros buscan conmover al lector; Capote es de los que quieren todo eso y más, quiere sugerir preguntas, retratar los márgenes que escapan del discurso dominante, ponernos ante un espejo que ilumine lo mejor y (sobre todo) lo peor del ser humano. La amplitud de la narración le permite plantear varios temas, como la superación del trauma, los prejuicios sociales, el desarraigo, la posesión de armas, el fracaso de la reinserción o la pena de muerte. Asuntos vigentes, en Estados Unidos y en el mundo.
La novela de una vida
La posteridad le ha otorgado un lugar de honor entre los hitos literarios más influyentes del siglo XX, lo que no quita que suscitara polémica en el momento de su publicación (como ha ocurrido con no pocos libros que el tiempo ha convertido en clásicos, por otra parte). Se le acusó de inventar detalles –él siempre dijo que había escrito una novela; no debía rendir cuentas a ningún purista de la veracidad– y de simpatizar con los asesinos. Siempre habrá aspectos discutibles (y que sea así es una prueba más de su interés), pero, sea como sea, el producto de consumo muere, mientras que la obra de arte permanece y hasta se hace más grande. Estamos a 2024 y el libro no ha dejado de reimprimirse.
A sangre fría fue la gran obra de Truman Capote, pero también fue la última que logró terminar. Como muestran las últimas páginas de Regreso a Garden City, durante la recta final de la escritura ya estaban ahí las rémoras del alcohol y las drogas, problemas que fueron a más con los años. Ni la fama, ni el lujo, ni la vida afectiva –era abiertamente homosexual– eliminaron sus fantasmas interiores, asociados con esa infancia solitaria y los abusos que pudo sufrir en el internado. Hasta qué punto lo consumió la investigación, hasta qué punto las adicciones lo habrían destruido de todas formas, es imposible de saber.
El autor se demostró capaz de lo mejor y de lo peor –acabó sus días apartado de la jet set tras hacer públicas las intimidades de sus amigas, a las que apodaba los “cisnes”, en la que sería su novela póstuma, Plegarias atendidas (1985)–, pero con A sangre fría hizo los deberes. Su obra pone de manifiesto que no es imprescindible dejar pasar el tiempo; es más, la proximidad temporal y física, bien aprovechada, puede tener ventajas (relacionarse con los implicados, respirar su ambiente). No pidió permiso ni perdón; cuando el escritor se toma en serio su trabajo, no hace falta. Todo pasa por entender que su voluntad nunca fue contar un crimen, o no solo eso. La literatura, el arte, siempre va más allá. Quizá, más que de legitimidad, al hablar del true crime contemporáneo habría que poner el foco en su calidad, su sentido.