Uno de los padres de la ciencia ficción literaria, H. G. Wells (El hombre invisible), se caracterizó por volcar sus ideas socialistas en sus novelas. Y no es algo que gustase a todo el mundo. Se recuerda a menudo una frase que le dedicó el brillante G. K. Chesterton (El hombre que fue jueves): Wells era un narrador que había vendido su talento natural “por un plato de mensaje”. Valga este recordatorio como ejemplo de que las peticiones de un arte apolítico, o menos político, o político de otra manera (porque la ideología a menudo es aquello que tienen los otros), no son cosa de ahora.
Voces diversas de la filosofía y la sociología han reflexionado sobre las maneras como se imagina el futuro desde el posmodernismo. Autores como Frderic Jameson, Slavoj Žižek y Mark Fisher han tratado sobre la impotencia imaginativa de una cultura que fantasea constantemente sobre el fin de casi todas las cosas, pero desde los marcos rígidos de lo que Fisher denominó “realismo capitalista”. El desaparecido ensayista británico apuntó una paradoja: se había ridiculizado la noción del final de la historia que defendió el politólogo Francis Fukuyama, según la cual que la democracia parlamentaria (neo)liberal se autoerigía como único mundo posible, pero esa misma idea se estaba asumiendo en el terreno del inconsciente cultural.
En este campo de juego, la posibilidad de imaginar otros futuros tiene connotaciones políticas evidentes. Y el canadiense Cory Doctorow está haciendo méritos para convertirse en una especie de H. G. Wells de nuestro presente de digitalización de las vidas, videovigilancia y corporaciones tecnológicas. En definitiva: del ciberpunk nuestro de cada día. Porque, desgraciadamente, la cotidianidad que vivimos tiene inquietantes puntos de contacto con las oscuras fantasías sobre desigualdades en el acceso a los derechos sociales, al capital y a la tecnología que se imaginaban desde los años 80 de Thatcher, Reagan, los recortes en gasto social y la privatización de casi todo.
La épica de vivir de otra manera
En los últimos meses se han publicado en España dos obras de Doctorow, ambas cortesía de Capitán Swing: el suculento conjunto de novelas cortas Radicalizado y el apasionante tour de force narrativo Walkaway, una voluminosa novela donde se resume la posición ambivalente del autor respecto al progreso tecnológico. La novela trata de tres personas que quieren escapar de una sociedad que ha dado una respuesta autoritaria y elitista al colapso ecológico. Por ello, deciden echarse a andar: vivir en las zonas abandonadas por las corporaciones que son repobladas por una especie de hippies 2.0. La talentosa Limpopo sirve de modelo de conducta al trío.
Walkaway también tiene otro elemento curioso. Su contundente crítica del presente y sus futuros posibles, explícitamente politizada a través de diálogos con elementos de debate ideológico, convive con la narración de batallas dramáticas y tramas amorosas. Como en la clásica novela de ciencia ficción anarcofeminista Mujer al borde del tiempo, la defensa de otras maneras de vivir y relacionarse acaba generando un conflicto militar (porque, recordemos, no hay alternativa ni puede haberla). Doctorow reconduce, matiza y complejiza el modelo de la narrativa de género orientada al entretenimiento y apta para todo tipo de lectores, pero no se aleja completamente de él.
Walkaway nos muestra una humanidad al filo del abismo. Un futuro cercano donde el uso (con otros fines, desde otros puntos de vista) de una parte de la tecnología que nos ha llevado al desastre ecológico puede permitir ese otro mundo posible que no se centra en el ánimo de lucro y el deseo de crecimiento económico. Las impresoras 3D, la recuperación de materiales y la automatización de tareas permiten levantar comunidades sin necesidad de gran capital inversionista que te subyugue. Y todos los seres humanos pueden conquistar una especie de inmortalidad cibernética, aunque eso no aplaque la angustia por la muerte de los cuerpos.
Un ‘reboot’ xenofeminista para la especie humana
María Reimóndez transita paisajes más habituales en su meritoria novela Codicia, traducción castellana publicada por Dos Bigotes del original gallego Cobiza. Su autora dibuja una distopía en dos tiempos con elementos feministas, ecologistas y anticoloniales sobre poderes económicos que se introducen en la intimidad de los cuerpos y la reproducción de la vida. El escenario es un planeta colapsado por la contaminación de los plásticos y por una tendencia a la esterilidad que convierte en codiciadas a las mujeres capaces de gestar.
Sus dos líneas narrativas tratan de desobediencias femeninas que pueden ejercerse a través de la astucia y del intelecto, pero también a través de la violencia física (de esto último se encarga un reducido grupo de heroínas xenofeministas de acción). La escritora dibuja marcos de asfixia totalitaria que las diferentes protagonistas consiguen sacudir para que germinen transformaciones revolucionarias. Y todo ello abre la puerta a la concepción de un mundo nuevo que la misma autora ha abordado en la secuela Multitudes (publicada en gallego por la editorial Xerais).
La obra honra a una cierta tradición de ciencia ficción feminista que puede ejemplificarse en la Margaret Atwood de El cuento de la criada. Hay mucho discurso, pero también ciertas dosis de espectáculo que rehúye las tonalidades más cercanas a lo épico de Walkaway. Según el relato de Reimóndez, la biotecnología es, a la vez, instrumento de opresiones terribles y de posibilidades de cambio a través de una especie de reinicio de la civilización.
Respirar en otro lugar
Entre la crítica de la tecnología y la posibilidad de unos usos emancipadores y liberadores de esta, el Doctorow de Walkaway acababa escapando de la dualidad entre el tecnopesimismo y el tecnooptimismo. Quizá se podría considerar que su obra es un muestrario de tecnopreocupaciones que se consideran potencialmente solucionables. La narradora Becky Chambers nos traslada a un mundo muy diferente a través de su díptico de novelas breves Monje y robot, editado en castellano por Crononauta: sus habitantes han optado por reducir o eliminar la virtualización y la pantallización de las vidas.
Los protagonistas de la historia son un hombre en un viaje de replanteamiento vital y un robot que ha sido enviado para contactar con la especie humana después de décadas de alejamiento mutuo pactado. El resultado es una muestra raramente apacible de ciencia ficción. Por ese espíritu calmoso, por un cierto gusto por la armonía (incluidas las ceremonias de té reminiscentes del budismo zen), puede remitir a la obra de madurez de Ursula K. Le Guin (Los desposeídos). Por emplear el artificio de hablar sobre la experiencia humana desde el punto de vista de inteligencias artificiales, puede remitir al Stanislaw Lem de Ciberiada o Fábulas de robots.
Chambers ofrece una narrativa que nos muestra caminos alternativos, a la vez que nos recuerda que los gestos personales no nos salvarán como especie (“las buenas intenciones de unos pocos individuos no habían bastado”, escribe). Todo transmite un cierto aire de existencialismo juvenil, a causa de ese robot maravillado con todo y de ese joven pero no tan joven que puede servir de reflejo de nuestras adolescencias extendidas. La lectura proporciona una especie de huida, con aspecto de fantasía hipster ruralista, que puede resultar sanadora. Porque a veces, como escribió el poeta Charles Baudelaire, apetece ir a cualquier lugar que no pertenezca a este mundo. Para tomar aire y continuar.