Haruki Murakami tiene fama de no ser profeta en su tierra. Puede que sea un tropo labrado durante años entre la crítica literaria, que ha considerado que su éxito mundial y su renuncia al estilo tradicional nipón y al idioma, son signos de un autor que prefiere exportar su talento. Y puede también que sea una fama buscada: él mismo afirma ser un marginado en el panorama literario de su país, y se ha curtido en la imagen de literato adoptado e influenciado por una cultura ajena.
Sin embargo, su obra Los años de peregrinación se convirtió en la novela más vendida en Japón el año de su publicación. Y cuando en 2017 publicó La muerte del comendador, repitió el fenómeno editorial, superando la marca de su anterior récord a nivel de ventas. Tampoco se le desprecia en el ámbito intelectual de forma unánime: su obra se estudia en las universidades como parte esencial de la literatura de este siglo, y él se siente cercano al ámbito universitario. Su último gesto fue donar todos sus manuscritos, de un valor incalculable, a la Universidad de Tokio, pública y habitualmente situada en los rankings educativos como la más prestigiosa del país.
Por mucho que sigamos repitiendo lo contrario, a Murakami le leen en casa y en el resto del mundo. Eterno candidato al premio Nobel, ahora revalida la vigencia de su estilo con la segunda parte de su novela más ambiciosa en años: La muerte del comendador Libro 2, publicada por Tusquets en castellano, y traducida por Fernando Cordobés y Yoko Ogihara. Conclusión de la historia de un retratista que un buen día recibe un extraño encargo. Dos novelas que exploran muchas de las ambiciones, manías y temáticas que vertebran su obra. Repasamos algunas.
No es fácil ser uno mismo
La muerte del comendador
se inicia con una huida en toda regla. El protagonista, un retratista que vive un buen momento profesional, no es capaz de afrontar el divorcio con la mujer con la que llevaba seis años casado. Sabe que, probablemente, nunca ha apostado por su relación tanto como ella. Pero no es capaz de gestionar la decepción consigo mismo. Así que un día comprará un coche de segunda mano y se pasará semanas recorriendo Japón. Sin lugar al que ir ni al que volver.
Un buen día, un viejo amigo le dice que quiere alquilar la casa de campo de su padre, que era pintor. Y nuestro protagonista encuentra un lugar en el que, por un tiempo, quedarse. Porque por muchas vueltas que dé, por muchos viajes que haga, siempre lleva el mismo equipaje. Él mismo.
Solitario en una casa perdida entre bosques y montañas, el retratista empieza una búsqueda de sí mismo. De lo que es para con su pasado y presente, de lo que significó para él una adolescencia prematura debido al fallecimiento de su hermana, de lo que significa ser artista, de lo que quiere expresar con sus retratos...
Pues la exploración interior, la búsqueda de significado de un paisaje emocional de compleja interpretación, es una constante en muchos personajes de Haruki Murakami. Les conocemos en plena etapa de cambio vital, y con ellos iniciamos el ejercicio de enfrentarse al espejo, aceptar lo que son, y aspirar a ser otros. Como hicimos con el publicista de La caza del carnero salvaje, cuyo desarrollo se asemeja al de este retratista. Pero con una reflexión constante sobre la memoria y la identidad en épocas decisivas, como le ocurría a Tsukuru Tazaki, protagonista de Los años de peregrinación del chico sin color. En su prosa, lo que éramos influye en lo que somos, pero no tiene por qué decidir lo que seremos. Depende de nosotros.
Cultura, cultura, cultura
Las artes en sus muchas formas y vertientes, y cómo influyen en nuestra forma de ver la vida, son una constante en el universo murakamiano. Una que motiva, conduce o cambia radicalmente el desarrollo de la trama. La impregna en todos los sentidos. Sin ir más lejos, La muerte del comendador que da título a las dos últimas novelas del autor nipón, es también un cuadro.
El protagonista lo encuentra escondido en una buhardilla de la casa del pintor. En él se retrata una violenta escena del Don Giovanni de Mozart. La ópera, de hecho, sustituye al jazz en esta historia, pero Murakami sigue fiel a sus filias: la música en su obra ha creado todo un culto a su alrededor. Ya fuere por las presencias de John Coltrane o Duke Ellington en Kafka en la orilla, por los Debussy, Brahms y Chopin que se escuchan en Sputnik mi amor, o por los Beatles de Tokio Blues. Existen extensos recopilatorios de vídeos con las canciones que suenan en sus libros en Youtube. Hay todo tipo de playlists en Spotify. El propio autor ha dirigido programas musicales de radio y regentó un local de jazz en su juventud. Incluso se han escrito magníficos ensayos sobre el tema.
No es menos relevante cómo se filtran sus referentes literarios en una obra que se impregna de Kafka, odia a Mishima, suena a Salinger y se lee tan rápido como a Scott Fitzgerald. De hecho, él mismo ha reconocido que El gran Gatsby es una inspiración esencial de La muerte del comendador.
En esta ocasión, además, se suma una reflexión en torno al lamento del artista, incapaz de comprender qué le motiva a serlo. Inútil ante el hecho de expresar con su obra algo que ni él mismo comprende.
Otra forma de entender la vida
En japonés existe un concepto bellísimo para describir lo que, en multitud de ocasiones, se respira en la prosa de Murakami: mono no aware. “El término (ç©ã®åã) es un concepto básico de las artes japonesas, especialmente de la literatura, que suele traducirse como empatía”, describe Laura Tomàs, cocreadora de la web especializada japonismo.com, en un artículo sobre esta idea. “Hace referencia a la sensibilidad o capacidad de sorprenderse o conmoverse, de sentir cierta melancolía ante lo efímero”, explica.
Sus descripciones, a veces vagas, otras minuciosas hasta la locura, atienden siempre al detalle más nimio cargado de un significado difícilmente aprehensible. Toda una tradición cultural nipona, presente en gran medida en la filosofía del haiku clásico, que permanece viva en su literatura.
El sosiego, la tranquilidad y el intento de captar la esencia de los momentos más breves de la vida no es solo algo que persigan sus letras, es que en su última novela es algo que busca desesperadamente el propio protagonista. Obligado a alejarse de la ciudad y refugiarse en una casa perdida en el monte, el retratista se sorprenderá conmoviéndose por todo aquello que antes le pasaba desapercibido. Como si siempre subyaciese un significado oculto en aquello que vemos.
Un fantasma en tu cama
En este sentido, La muerte del comendador explora otra de las tesis últimas de la literatura de Haruki Murakami: el significado real nunca es el evidente. En su obra, conocer a los demás da vértigo y sus personajes son, muchas veces, personas asustadas ante la certeza de conocer a los demás más allá de su fachada. De abrirse a los demás. De compartir sus demonios.
Y justo ahí, cuando se habla de lo que subyace, dentro y fuera de nuestra realidad, se nos presentan dos elementos fundamentales de la mente murakamiana: el sexo y la fantasía.
El primero es evidente en La muerte del comendador. La obra, de hecho, fue censurada en Hong Kong, y terminó declarada públicamente como “indecente”, siendo solo aceptada su distribución como material para adultos. El protagonista de su última novela tiene con el sexo una relación de necesidad, aparente normalidad y obsesión adolescente. Y su desarrollo está asociado, de distintas formas, con largas y descriptivas escenas de sexo. Algo que el autor entiende como una forma de acercarse a los demás. Corriendo el riesgo de descubrir la verdad de personas que creías conocer.
En cuanto al segundo, la fantasía se filtra en la mayoría de su obra en un terreno expresivo muy parecido al del sexo. Ya fueren las ciudades subterráneas de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, los gatos parlanchines de Nakata en Kafka en la orilla o los mundos paralelos de 1Q84: todos estos elementos hablan de lo que no se ve a simple vista, pero existe y afecta a nuestra vida.
En La muerte del comendador, pronto aparece un elemento disruptivo: un 'hombre sin rostro' que acecha los sueños del protagonista para exigirle un retrato que le prometió. Otra promesa rota en un mundo de fantasmas y apariencias.
Más hombres sin mujeres
El último bestseller del eterno candidato al Nobel empieza, como decíamos, con una huida. Un divorcio mal gestionado emocionalmente llevará al protagonista a evaluar la relación con su expareja, con el recuerdo de su hermana fallecida y con dos mujeres a las que conocerá cuando decida perderse en las montañas.
En Hombres sin mujeres, ya compuso una compleja tesis sobre la necesidad del hombre heterosexual moderno de refrendar su condición casi en cualquier aspecto de su vida. De proyectar en él sus inquietudes, frustraciones y rabias. “Variaciones sobre el tema de hombres abandonados por mujeres o privados de su presencia. Mujeres que entran y salen de la vida de aquellos, sin posibilidad alguna de comunicación o armisticio, sin segundas oportunidades”, explicaba el también escritor Carlos Zanón en su crítica del libro. Subyacía la tóxica incapacidad del hombre blanco heterosexual para procesar el abandono.
La masculinidad frágil, uno de los temas más explorados de su obra, se estudia aquí a través de un personaje que no acepta su ruptura. De la misma forma que la ausencia de una mujer motivaba Crónica del pájaro que da cuerda al mundo.
Pero Murakami ha decidido desterrar la idea de la femme fatale y la mujer que hiere el sentimiento y orgullo del hombre para ser, así, culpada por todos sus males. Un motivo recurrente que planea sobre mucha literatura vestigial de prematuros lectores de Bukowski, que en La muerte del comendador, carga sus tintas en ellos. En hombres con dificultades para empatizar, gestionar sus emociones y vehicular de forma positiva sus preocupaciones. Hombres que tienen que cambiar.