En El club de la lucha, la novela de Chuck Palahniuk que en 1999 sería adaptada por David Fincher, se fantasea con un grupo de hombres cansados de sus vidas insignificantes, hartos de la oficina, de sus jefes, de sus familias. En Las devoradoras (Supper Club en su versión original), primera novela de Lara Williams y que ha sido definida como “el club de la lucha feminista”, las protagonistas son un grupo de mujeres cansadas de empequeñecerse para encajar, de estar calladas por una violencia estructural asfixiante, de ser violadas por sus compañeros de universidad.
Para los primeros, en un gesto que se define abiertamente como antisistema, la solución al hastío pasa por reunirse de noche para darse puñetazos unos a otros, creando una sociedad secreta de hijos bastardos del capitalismo. El “club de la lucha” está formado por hombres que se sienten fracasados, decepcionados por las promesas de la publicidad y la televisión, que han decidido consagrarse a una violencia primitiva, canalizando su ira en una fantasía nihilista de odio hacia la modernidad. Pero mientras que la novela de Palahniuk puede ser leída como un cuestionamiento crítico de esa masculinidad herida, la película de Fincher se popularizó como un alegato netamente anticapitalista, sin que apenas nadie reparara en el carácter reaccionario y protofascista de los monólogos de Tyler Durden –interpretado por Brad Pitt– y sus destellos incel: hombres que reclaman su derecho a reventar lo que no les beneficia por derecho natural.
En el Supper Club de Lara Williams, sin embargo, la principal acción política y antisistema que llevan a cabo sus protagonistas es la mera existencia. Su club es un espacio libre de dominación masculina y patriarcal: son un grupo de amigas que se reúne por el puro regocijo de estar juntas. Comen con gusto, ensanchan sus cuerpos, beben, se drogan, se cuelan en sitios privados, relacionándose desde una mirada lúdica y desinteresada; y otra vez, vuelven a devorar comida. No reivindican ninguna esencia femenina, ni exigen reparación o venganza por toda la violencia que han sufrido y sufrirán. Por eso, lejos de instituirse como una respuesta o versión rosa de El club de la lucha de Palahniuk, Las devoradoras rechaza toda promesa de emancipación para recrearse en el carácter intrínsecamente subversivo del placer.
Lejos de instituirse como una respuesta de 'El club de la lucha' de Palahniuk, 'Las devoradoras' rechaza toda promesa de emancipación para recrearse en el carácter intrínsecamente subversivo del placer
“Dejábamos mensajes crípticos en colectivos artísticos y en centros para mujeres usando nuestro número fijo y pidiéndoles que nos dejaran un mensaje en el contestador. A las dos semanas teníamos catorce mensajes en total, de los cuales solo cinco eran de mujeres que estaban realmente interesadas. Lina fue la primera persona con la que dimos. Después vino Andrea”. Estamos dentro de la cabeza de Roberta, la protagonista y cocinera de esta historia, desde cuya perspectiva conocemos la narración de los hechos: la captación de las socias, el comienzo del club y el por qué de esas reuniones. Encuentros en los que un grupo de mujeres disfruta con todos los sentidos –desgarrando la comida con las manos, abriendo mucho los ojos, bailando de pie, comiendo en el suelo– de todos aquellos platos y cocktails que prepara Roberta, utilizando los ingredientes que ellas mismas habían encontrado en la basura los días anteriores. Las reuniones van variando su localización y también la temática de las mismas.
“Dispuse todos los alimentos en la encimera de la gran cocina cromada y medité sobre lo que podía preparar. Solo habíamos comprado un ingrediente: unos enormes chuletones. Pensamos que la carne roja debía ser un requisito en cualquiera de nuestras cenas. También acordamos que la reunión tuviera un punto espontáneo: no habría cartas ni se aceptarían peticiones: tenías que comerte lo que te servían y no dejarte nada. La idea era pasar toda la noche en el restaurante y esperar horas entre plato y plato”, cuenta Roberta sobre la primera reunión en la que aún todas están algo cohibidas e incómodas. La cocina es para ella un refugio al que acudió en episodios de soledad, igual que le sirvieron las lecturas: estamos lejos de la simbología del ángel del hogar y la gastronomía como cuidado amoroso, como expresión de una devoción familiar y femenina. Si en el libro la descripción de los alimentos y su cocina ocupan largas páginas es precisamente para admirar la preparación de platos que después engullen como un arte pausado, como un ritual que merece el mismo respeto que la escritura.
Más que una fantasía culinaria de empachos desmedidos y platos imposibles, la novela es un canto sobre la amistad femenina entendida como enclave político
Sin embargo, más que una fantasía culinaria de empachos desmedidos y platos imposibles, la novela es un canto sobre la amistad femenina entendida como enclave político. Williams explora lo que ocurre cuando las mujeres se unen desde la voracidad gozosa y la celebración de su hambre y sus cuerpos. Por supuesto, también hay conflictos entre ellas, relaciones íntimas que cuestionan las fronteras normativas entre la amistad y el amor romántico, entre lo heterosexual y lo homosexual. El club no es un paraíso ni una utopía lúdica, es un espacio seguro donde ser vulnerables juntas.
Pero no debemos olvidar tampoco que Las devoradoras tiene sentido, en primer lugar, como una novela sobre la vida de Roberta: aunque vemos el mundo a través de la idiosincrasia de su mirada, Williams nos devuelve una imagen especular suya, de los recovecos de su intimidad, reflejados en cada plato que se termina, para que conozcamos otra forma de hambre, todavía más violenta, que la consume por dentro: “La ansiedad era como entrar en una habitación y olvidar qué has ido a hacer allí. Como querer decir algo que tienes en la punta de la lengua. Era moverse en un nivel de observación agudísimo que exigía la evaluación y reevaluación constante de los hechos. Me rendí totalmente a ese sentimiento. Y volvía a rajarme el cuerpo. Fue igual pero también distinto a la primera vez que lo probé. Al acabar sentí el mismo remordimiento y la misma liberación pero, en cambio, no experimenté asco ni terror por mí misma. Aquel acto me parecía más obvio, menos abyecto, menos radical”.
Es inevitable en este pasaje recordar las autolesiones de Marianne, la protagonista de Sally Rooney en Gente normal. Escritora con la que, como no podía ser de otra forma por su generación, ha sido comparada Lara Williams. Pero más allá de los temas comunes –y de lo marketiniano y reduccionista de la etiqueta “la nueva Sally Rooney”–, la estructura narrativa de Las devoradoras recuerda la oblicuidad de Gente normal por la capacidad para ahondar en ciertos temas sin nombrarlos, por lo coloquial y preciso en la selección de las palabras.
Aunque no privilegia el diálogo de la misma manera, sí integra el lenguaje digital con sutileza, que funciona como el contrapunto perfecto al monólogo interior de la protagonista. “Habíamos empezado a asignarle una temática a cada reunión del club”, explica Roberta. “En una ocasión el tema fueron las heridas literarias, y todas leímos pasajes de nuestras escritoras favoritas de pie sobre una mesa, como si fuera un escenario. Otra vez la cosa había ido de princesas y todo fue hortera y rosa. El tema nupcial era de nuestros favoritos: Stevie y yo nos encontramos vestidos de novia en tiendas de segunda mano, y Lina llevó su vestido de boda de verdad, aunque tuvo que llevarlo a arreglar porque ya no le cabía”. No le cabía porque había engordado, como parece obvio que ocurra después de comer desmesuradamente. Y sin embargo, aquí está exactamente el culmen de lo que incomoda tanto dentro como fuera de la ficción: las mujeres gordas. Las mujeres que ocupan más espacio del que se les presupone en el mundo.
Resulta paradigmático que el tercer comentario sobre el libro –de un total de 596– con más 'me gusta' en la web Goodreads, la comunidad virtual de lectores más grande del mundo, considere que la novela hace apología del sobrepeso. “El libro está estructurado en torno a la premisa de que desafiar los estándares de belleza engordando es revolucionario y forma de protesta feminista, pero claro, ahora todas tienen sobrepeso”, expone este usuario: “Según la OMS, en 2014, el 62% de los adultos en el Reino Unido tenían sobrepeso o eran obesos. Esa estadística solo ha aumentado. Engordar ahora es como hacerse un tatuaje para ser rebelde sin tener en cuenta que ahora todo el mundo está tatuado. Ser una glotona no es un acto de feminismo radical. Es solo estar gorda. Y no voy a encima propagar la noción feminista de que aparentemente todas las mujeres son en el fondo lesbianas”. Si la duda que sobrevuela el libro es si el Supper Club es realmente un espacio político, comentarios como el anterior y el apoyo que recibe vienen a confirmarlo: puede que haya mucho más contenido antisistema aquí que el que encierran unos hombres tristes gritando discursos contra la televisión y pegándose hostias en un sótano.
Se trata de existir en espacios en los que se nos dice que no debemos existir, o sobre cómo actuamos en aquellos espacios en los que se espera que actuemos de un modo concreto, que seamos algo concreto
“Vale, todo está conectado”, le dice Roberta durante una pelea a su novio, que trata de comprender en qué consiste todo eso del club por el que desaparece noches enteras. “Es como lo que te explicaba de rebuscar comida en los contenedores. Se trata de existir en espacios en los que se nos dice que no debemos existir, o sobre cómo actuamos en aquellos espacios en los que se espera que actuemos de un modo concreto, que seamos algo concreto. ¿Y qué pasa si no queremos ser ese algo? ¿Qué pasa si no queremos actuar así? ¿Y qué pasa si resulta que esos espacios restrictivos están prácticamente en todas partes, si resulta que el mundo entero se ha creado para limitarte y solo el mero hecho de existir es romper un profundo tabú? ¿Qué pasa si al final dejas de empequeñecerte todo el rato, pero todo el rato de verdad, y en vez de eso te ensanchas? ¿Y qué pasa si para hacer hueco y ensancharte tienes que conquistar ese espacio?”.
Cuando Roberta pronuncia estas palabras, en realidad, se trata de un ejercicio de racionalización política a posteriori, de coherencia ideológica con efectos retroactivos: su intención primera era poco más que juntarse para pasarlo bien –comer, beber, drogarse y llevarse al límite– pero es la incomodidad y desconfianza con la que los personajes masculinos reciben esta información la que acaba dando sustancia al discurso que aquí expone la protagonista en las páginas finales. El club se torna feminista, igual que el aumento de sus cuerpos resulta subversivo, por la reacción de aquellos a quienes les inquieta e indigna su mera existencia. Y tiene sentido que no haya heroísmo en la novela, ni pueda leerse como un relato de superación, búsqueda de sentido o empoderamiento –ni tan solo sobre el body positive– porque Las devoradoras solo cuenta una historia de amigas que comen con ganas. Utiliza una metáfora simple y en cierta medida obvia: la de agrandar sus cuerpos para ocupar más espacio. Pero si resulta molesto e incómodo, es precisamente porque la violencia que ellas viven diariamente es tan obvia como molesta e incómoda.