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Cristina Sánchez Andrade, escritora: “Prefiero pelearme con el texto que pelearme por conseguir lectores”

La escritora Cristina Sánchez Andrade

Isabel Navarro

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Cristina Sánchez Andrade (Santiago de Compostela, 1968) es un secreto a voces, una escritora de culto con un universo particular, tanto en la forma (narrativa pero lírica) como en el fondo (rural gallego con toques de realismo mágico). Su lirismo es sensorial y sinestésico, hermoso y terrible. Un cuadro de pinceladas pestilentes y crudas, pero también sensuales y ardorosas donde abundan las mujeres raras, los personajes estrambóticos, las viejas siniestras, las chicas jóvenes que se dejan llevar por el deseo repentino con un desconocido a las puertas de su propia boda. Los enigmas. Lo atávico del origen como destino fiero y los personajes femeninos indómitos que no resultan cómodos para su comunidad. El tiempo y el espacio indefinido y brumoso.

“Debajo de la luna, mi abuela Idalia y yo comíamos cebollas. Nos gustaban crudas y crujientes, porque comerlas así era comer la escarcha de la noche”, escribe en Bueyes y rosas dormían (2001, Siruela). O: “Aquí. Lejos quiero estar, porque aún tengo la galopada latiéndome en las sienes. Nunca más volveré a columpiarme; tengo el estómago lleno de cardos”. O “las mujeres del pueblo en sus puertas con sus alientos podridos y lavados con jabón”. 

La literatura de Sánchez Andrade se suele emparentar con la de Álvaro Cunqueiro y Valle-Inclán, pero ella defiende que su gran inspiración han sido las escritoras sureñas norteamericanas, de Flannery O’Connor y Carson McCullers a Eudora Welty y Katherine Anne Porter. Nieta de gallegos por parte de padre y de ingleses por parte de madre, reconoce que tanto le han influido las leyendas de la Costa da Morte como los juegos de palabras de la tradición oral británica de su infancia.

Probablemente, si hubiese un ránking de los escritores que mejor titulan en español ella ocuparía uno de los primeros puestos: Bueyes y rosas dormían (2001, Siruela); Ya no pisa la tierra tu rey (Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2004), Las Inviernas (Anagrama, 2014); El niño que comía lana (Anagrama, 2019); La nostalgia de la Mujer Anfibio (Anagrama, 2022); y, ahora, como un ritornello, Las lagartijas huelen a hierba, su primera novela, publicada originalmente en Lengua de Trapo en el 99, y que este año ha rescatado del olvido La Navaja Suiza. 

¿Cómo era su vida hace 20 años cuando escribió Las lagartijas huelen a hierba? ¿Cuáles fueron las circunstancias que lo acompañaron?

Ya tenía dos hijos y al mismo tiempo estudiaba Ciencias de la Información en la Complutense y Derecho por la UNED. En la UNED tienes que estudiar muchísimo, no vas a clase. Creo que todos esos años de estar sola con los libros de Derecho me dieron una resiliencia que me ayudó con la literatura, porque durante la escritura de una novela puedes tener muchos momentos de de flaqueza. De decirte, ¿pero esto a dónde me lleva? ¿Qué hago escribiendo esto? ¿Quién me lo va a publicar? ¿Estaré perdiendo el tiempo? Que es el tipo de preguntas que también te haces cuando estás estudiando sola.

En medio de la crianza y los estudios, ¿cómo encontraba momentos para escribir?

Siempre he escrito a ratos. Si tenía media hora antes de ir a alguna parte, la aprovechaba. Casi nunca he tenido una continuidad por delante: hacer la comida, ir a comprar, llevar a tu hijo al dentista son interrupciones constantes, pero me acostumbré a escribir así. En los últimos años, he ido a residencias de artistas que te ofrecen posibilidades de estar un mes concentrada. Ahí me he dado cuenta de que eso es lo que es lo ideal para escribir, pero no puedes esperar al momento perfecto o jamás escribirías.

Las lagartijas huelen a hierba tiene una fuerte conexión con la crueldad de los cuentos de hadas tradicionales. ¿Cuáles eran sus cuentos favoritos de niña?

A mí de los cuentos siempre me fascinaron las brujas. Es decir, lo que me atraía era la parte más tenebrosa de los personajes o lo que Jung llamaba la sombra, que es esa parte oscura que todos tenemos, que reprimimos y tanto nos cuesta reconocer. 

En Las lagartijas las protagonistas son dos mujeres con una relación de dependencia, afecto y crueldad, algo que se repite en Alguien bajo los párpados y en Las inviernas. ¿Por qué esa fijación suya en el personaje femenino duplicado?

Siempre me han interesado estas relaciones amor-odio de dos que no pueden vivir el uno sin el otro y al mismo tiempo necesitan separarse. Creo que hay muchas parejas así en la vida real, dúos que viven en un chantaje emocional constante, ya sean hermanos, matrimonio o seres que durante un tiempo han estado muy próximos. Lo que pasa en el libro es que la presencia de los niños hace que esa fusión entre las viejas se acabe resquebrajando… Si te soy sincera, en el momento en que escribí Las lagartijas fue determinante la lectura de El gran cuaderno de Agota Kristof, que hace unos años reeditó Libros del Asteroide como Claus y Lucas y es una historia bestial de dos niños a los que dejan en casa de su abuela. Ese es mi punto de partida aunque luego mi libro sea mucho más florido.

Sí, porque Agota Kristof es seca y lacónica, mientras que su estilo es extremadamente lírico. 

Admiro mucho, muchísimo, a esa gente que escribe con economía narrativa, pero ya ves que yo no sé hacerlo. 

¿Sabe lo que quiere contar cuando empieza a escribir?

Mmm. Vagamente. O sea, casi siempre tengo una idea inicial con la que vislumbro algo, pero a menudo cambia. Me dejo llevar, pero antes o después tienes que ser consciente de acerca de qué estás escribiendo y centrarlo. Es decir, preguntarte cuál es el deseo del personaje y dónde está el conflicto. Contestar a estas preguntas te ordena la cabeza, aunque de todos modos durante el proceso siguen surgiendo cosas que te sorprenden. Yo creo mucho también en el poder premonitorio de la escritura. Un poco como le pasó a Clarice Lispector, que después de toda esa obsesión que tenía en sus cuentos por los huevos y las gallinas acabó muriendo de un cáncer de ovario. A veces el cuerpo sabe cosas antes que la cabeza.

En ese caso, supongo que también creerá en la teoría de las sincronicidades de Carl Jung por la cual se da “la simultaneidad de dos sucesos vinculados por el sentido pero de manera acausal”.

Totalmente, de hecho la sincronicidad es una de mis obsesiones. Y no digo que me encuentre con alguna todos los días, pero casi.

¿Podría darme algún ejemplo?

Tengo muchísimas, sobre todo encuentros inesperados con gente en la que estoy pensando, pero sería muy largo de contar. Para mí las sincronicidades son un material muy importante para la literatura, por eso siempre le pido a mis alumnos de escritura creativa que anoten sueños, que anoten pensamientos raros, que estén abiertos a los estímulos exteriores y atentos a las coincidencias inesperadas. Siempre te encuentras con gente que es incapaz de anotar nada y no lo ve útil y luego otros que todo lo contrario. 

En una de las frases del libro dice: “Sucede que a veces el odio brota de pronto. Entonces se odia sin querer. Y se odia sin pensar”.

Es que el odio es un sentimiento muy natural que, a veces, en las relaciones muy cercanas se ha ido acumulando poco a poco y en un momento dado ¡pum! eclosiona y hace que se cometan crímenes atroces. De todas maneras, creo que odiar, aunque sea natural, o sea muy humano, también es un sentimiento muy difícil de alcanzar. En un ejercicio que también pongo en clase le pido a mis alumnos que escriban si alguna vez han odiado y la mayoría dice que no, que nunca han sentido algo tan extremo.

Resulta revelador en esa frase es que a veces el odio puede ser tan efímero como un cañonazo. O sea que es posible odiar un segundo y, al siguiente, no odiar.

Claro, y afortunadamente porque si fuera un sentimiento que perdurara a lo largo del tiempo te convertiría en un resentido y en un amargado. El odio continuado te ciega y no deja espacio para nada más que para odiar.

Otro de los sentimientos que surge a menudo en su literatura es el de la nostalgia por lo no vivido, sobre todo en La mujer anfibio

Sí, eso es algo que decía Jung también, que la vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir. También ese sentimiento, esa desazón, es muy humana. En algún momento todos nos hemos planteado ¿qué hubiera pasado si yo hubiera ido por aquí y no por allá? Creo que todos tenemos también esa vida no vivida en nuestras cabezas. 

¿Se siente una outsider del mundo literario?

Antes más. Porque yo siempre he escrito desde el mundo rural y cuando empecé era algo que no estaba nada moda. Ahora ya hay muchos más libros con esta temática, e incluso un congreso al que me han invitado en diciembre, pero la verdad es que no me planteo este tipo de cosas. O sea, yo siempre he escrito lo que me pide el cuerpo. Soy incapaz de hacerlo de otro modo.

Pelear por los lectores no es lo suyo…

¡No! Prefiero pelearme con el texto para quedarme contenta, que es lo más difícil. Pero bueno, lo otro también es importante.

Al final el éxito y el reconocimiento no dejan de ser algo completamente azaroso. 

Así es. La razón por la que determinadas mujeres tienen mucho éxito y reconocimiento otras no es algo que nunca acabas de comprender. Éxito como escritoras, quiero decir. Por ejemplo, el otro día estaba en la estación de Atocha con mi hija pequeña y con su novio y me preguntaron: “¿Por qué se llama Almudena Grandes la estación de Atocha?”. Y yo les contesté: “No tengo ni idea. Porque antes que Almudena Grandes yo hubiera preferido que se llamase Carmen Laforet, Mercè Rodoreda o Rosa Chacel, que son escritoras que podrían haberse llevado el Nobel, ¿no?”. Supongo que este tipo de cosas ocurren porque siempre ha sido así y no merece la pena darle muchas vueltas.

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