Ante el maremágnum político que significa el Brexit o la victoria de Trump en las pasadas elecciones, el prestigioso Diccionario Oxford no pudo por menos que reconocer que un neologismo como 'posverdad' tenía que ser la palabra del año. En 2017, la RAE afirmaba que el término debía ser añadido al diccionario español y que su definición se referiría a aquella información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público.
Dos años después de haberse convertido en un término comúnmente aceptado, el filósofo Daniel Gamper se pregunta si las palabras no habrán perdido parte de su valor. Si afirmar algo y un minuto después sostener lo contrario, en una esfera pública o un ambiente político, no devalúa lo que se dice. Es más: si tiene sentido debatir cuando no se establece conversación ni intercambio de ideas en la mayoría de contextos en los que debatimos actualmente –como en las redes sociales, sin ir más lejos–.
Gamper es profesor de Filosofía Política en la Universitat Autònoma de Barcelona, donde ha dedicado años a la investigación del universo conceptual de la democracia. Ha publicado Laicidad europea y La fe en la ciudad secular. Ha traducido obras de Nietzsche, Habermas, Scheler, Butler y Croce, entre otros, y escribe periódicamente en Ara y La Vanguardia. También es el último ganador del 47º premio Anagrama de ensayo, uno de los más prestigiosos en lengua castellana, gracias al ensayo Las mejores palabras: de la libre expresión.
Las mejores palabras
es un ensayo que aborda múltiples debates de la actualidad. Habla, por ejemplo, de la posverdad y de cómo ha devaluado el valor de la palabra. ¿Qué podemos hacer como individuos para revalorizarlas?
La palabra ha perdido valor si lo miramos desde una perspectiva parcial, desde una mirada que solo está atenta al debate público y político. Y creo que lo que hay que estudiar es a quién beneficia esta supuesta pérdida de valor, pues creo que beneficia a los demagogos profesionales que han colonizado la esfera pública.
Por otra parte, también pienso que la palabra no puede perder valor porque es constitutiva de lo humano: es aquello con lo que nos relacionamos unos con otros, con lo que establecemos vínculos y nos preocupamos por los demás. Yo sostendría que la palabra no puede perder valor. Más aún, es el instrumento con el cual ponemos a prueba los valores que tenemos y sobre los que debatimos en torno a lo que consideramos que está bien y mal.
Usted argumenta que esa concepción de la palabra devaluada podría venir de un exceso de la misma. En este sentido, propone el saber escuchar como un acto de resistencia. ¿Podemos resistir y aprender a escuchar también en contextos digitales?
Es difícil, pero hay ejemplos. Yo solo soy un usuario más o menos activo de Twitter, pero incluso ahí he observado que hay personas que intentan llevar a cabo debates sustantivos. Debates que ponderan razones, que tienen en cuenta cómo se está discutiendo, que intentan mejorar la calidad del debate.
Son solo una minoría, probablemente. Pero sí: cuando hablo de resistencia me refiero a esto, a aquellas personas que están dispuestas a ponderar las razones de los otros, a intentar ofrecer alternativas, a medir las palabras, a saber cuando toca callar. Para mí, esos serían usuarios ejemplares de las redes sociales. En cambio, casi todo el que se ha convertido en prescriptor de cómo usarlas lo hace por interés propio. Y cuando digo en interés propio me refiero a que no están intentando llegar a acuerdos con los demás, sino que simplemente las usan para convencer sin razonar.
El filósofo Byung-Chul Han sostiene que hoy en día debatimos en estos términos porque la sociedad nos impele, digamos, a debatir con prisa y sin tiempo para la reflexión. ¿Cree que esa urgencia ha hecho que el intercambio de ideas se corrompa?
Aquí me parece que tenía razón Robert Kennedy cuando decía que si uno responde deprisa es porque piensa poco en lo que responde. Si esa es una prisa inducida o nos impele a respondernos de una forma distinta... no lo sé... puede ser.
Un mensaje, más que un mensaje es un estímulo. Y si nace como un estímulo primario o primitivo, pues se diría que eso suscita una respuesta también primaria. Por eso yo creo que cuanto más rápido respondas menos habrás reflexionado y más daño puedes hacer. En cambio, cuando reflexionas lo que dices, piensas en las consecuencias de lo que estás diciendo. Yo creo que esa es la función primordial de la palabra, o por lo menos la que quisiera reivindicar. No se trata de buscar la polémica, sino los puntos de entendimiento.
En su repaso por lo que consideramos 'conversar' en contextos digitales, afirma que existe una especie de obligación moral por tener una opinión de todo. ¿Ha sido siempre así o las redes sociales han potenciado la necesidad de posicionarse constantemente?
John Stuart Mill ya decía hace 150 años que la gente no sabría qué hacer sin una opinión. El reconocimiento de los derechos individuales va acompañado del hecho de que todos y todas las opiniones, de una manera u otra, tienen derecho a expresarse.
En nuestra sociedad, cuando se le pregunta a la gente cuál es su opinión sobre cualquier asunto, la gente responde. Si se nos pide votar, por ejemplo, un referéndum de la Constitución Europea, la gente va a votar por dar su opinión. En este caso concreto teníamos que dar nuestra opinión sobre un texto bastante abstruso. Comprender lo que significaba votar una cosa u otra era complicado, pero a todo el mundo se le presupone la capacidad de opinar.
También define en su ensayo figuras como 'el egotista' [alguien que se ha quedado sordo de tanto escucharse a sí mismo]. O 'el polemista' [alguien enamorado de su ingenio que utiliza las palabras solo para afirmarse en contraposición con quien sea]. ¿Cree que esas figuras han pasado a ser cosa de todos? Me refiero, por ejemplo, a que si uno escucha la sesión de investidura puede identificar estas figuras...
Uno no puede esperar mucha empatía en las conversaciones que se tienen en una sesión de investidura. No son ni siquiera conversaciones, sino más bien declaraciones de principios. No hay una voluntad de llegar a un acuerdo ni debatir. ¿Quién está escuchando cada intervención? ¿Los periodistas? ¿Los posibles votantes de unas futuras elecciones? Se trata más bien de enviar a un eslogan, de meter alguna frase que tenga el suficiente poder de penetración para que después pueda ser utilizada como titular o repetida en las redes sociales.
Es posible que sea cosa de todos. Tengo claro es que son un problema cuando ese tipo de actitudes anticomunicativas de la política actual son asumidas como el modo normal de conversar en el ámbito privado. Cuando afecta a las interacciones entre ciudadanos. Me refiero, por ejemplo, a la cuestión catalana. Hay mucha gente que afirma que ya no puede hablar con su familia por estar divididos con sus opiniones sobre el procés. Eso es un claro caso de traslación de un discurso político al ámbito privado, cuya influencia y estado de crispación ha sido asumida en las conversaciones privadas, imposibilitando acuerdos.
Afirma en su libro que el feminismo ha alterado lo que entendemos por público y por privado. Y que la igualdad requiere de la capacidad de manejar un lenguaje que no perpetúe formas de dominación. ¿Cómo se entiende entonces que una institución como la RAE afirme que el lenguaje inclusivo no es ninguna prioridad?
Bueno, en el caso concreto de por qué la RAE se resiste a introducir determinados cambios demandados por la sociedad, a mí me parece que aquí lo que ocurre es un claro caso de las diferentes velocidades de transformación.
Que una institución básicamente tradicionalista, formada sobre todo por hombres mayores de 50, se resista a introducir determinados cambios sociales, no hace más que demostrar la necesidad de esos cambios. Es solo una cuestión tiempo, de que en esta institución acaben entrando los agentes del cambio, que por ahora han quedado excluidos. La resistencia de estas instituciones demuestra que hay un conservadurismo que tiende a banalizar estos cambios como si fueran modas pasajeras o chorradas. Cuando quejarte por determinadas expresiones por las puede ser una manera de transformar a la sociedad hacia una verdadera igualdad entre entre hombres y mujeres.
Los movimientos feministas han suscitando un debate que ya forma parte de la transformación social. Y los que se resisten a esa transformación lo que quieren, sin saberlo y sin decirlo explícitamente, es mantener las relaciones de poder en un punto que les ha sido conveniente. Es decir: mantener el statu quo.
Hablando de statu quo, este se menciona en el debate sobre libertad de expresión, que hoy viene de la mano de lo que se ha venido a llamar 'corrección política'. Usted sostiene que “los enemigos de la corrección política la presentan como si fuera un macartismo”, una nueva caza de brujas. ¿Está amenazada la libertad de expresión, realmente?statu quo
Siempre que ha habido movimientos de transformación, ha habido respuestas en contra y exageraciones. Pero yo no me quedaría con aquellos que exageran, sino con los agentes que sostienen que seguir hablando como siempre se ha hablado, no hace más que consolidar determinadas relaciones de dominación.
La corrección política es un invento de la derecha americana para acallar el debate abierto. Para victimizarse y decir 'es que no nos están dejando hablar como siempre hemos querido hablar'.
La supuesta vulneración de la libertad de expresión de un señor como Pérez Reverte, que afirma que ha tenido que escribir una novela sobre perros porque si hubiera puesto a humanos le habrían llamado machista, es absurda. ¿Quién está coartando la libertad de alguien que tiene diversas columnas en periódicos y publica las novelas que le da la gana?
Es decir, aquellos que dicen que los están censurando, en realidad no es que los estén censurado de verdad, sino que hay gente que está en desacuerdo con lo que dicen. Y ahora mismo, pues les cuesta vivir con este desacuerdo.
En este debate también suelen salir los llamados 'límites del humor' y la supuesta censura del humorista. En su ensayo Ofendiditos, Lucía Lijtmaer sostiene que el humor no es un salvoconducto ideológico. ¿Está de acuerdo?Ofendiditos
Es cierto que los chistes que yo escuchaba de pequeño, no los escucho hoy. Si acaso en pequeño comité y eso mismo nos dice que hay quien se avergüenza de hacer chistes de gangosos, de mariquitas, de negros y de judíos.
Hoy esos chistes no se hacen. ¿Por qué? ¡Porque tenemos buenos motivos para hacerlo! Del mismo modo que no hacemos chistes sobre las personas que tienen que dormir los cajeros automáticos o sobre los desahucios. Decidimos dejar de hacer bromas sobre determinadas cosas porque creemos, como sociedad democrática, que está bien callar ciertas cosas.
Nadie nunca ha dicho que podamos hablar libremente sin que haya ninguna consecuencia. No es posible porque la palabra tiene sus consecuencias y si resulta que a alguien, por decir algo, se le echan encima, pues tendrá que apechugar. Hay una parte de coraje en hablar de cualquier tema. Quien los quiera hacer que los haga. Pero si resulta que tu chiste cabrea a alguien, acéptalo.
Ha ocurrido alguna vez: un humorista hace un chiste machista, racista u homófobo, se le afea la conducta y, acto seguido, este se defiende aludiendo a la libertad de expresión. Pero mientras, alguien que rapea contra los Borbones puede terminar en el exilio o la cárcel. ¿Qué hay de esta doble vara de medir? ¿Quién está siendo verdaderamente censurado?
Si las redes sociales o la gente le dice a un humorista: “te has pasado”, “no tiene gracia”, o, “voy a dejar de seguirte”, técnicamente eso no es una limitación de su libertad de expresión. Simplemente es un chiste que ha dejado de tener gracia o ha cabreado a determinada audiencia.
Mientras que lo de los Borbones.. esta es una anomalía de España. Aquí la monarquía tiene una tutela específica que a largo plazo provoca el efecto contrario que está persiguiendo. Yo, que no soy aficionado al rap, probablemente nunca hubiese sabido quiénes eran Valtonyc o César Strawberry.
Pero dada la rigidez del poder incluso en democracia, esto atenta contra los principios en los que está basada la libre manifestación de pensamiento. Y además es que desde el punto de vista pragmático, ¡es una decisión estúpida! Persiguiendo esto se consigue una difusión de la ofensa que es justamente lo que se quiere evitar.
Después de lo de Valtonyc recuerdo que cuarenta músicos se unieron para hacer un vídeo mostrando su apoyo al rapero. Y ahí lo tienes: un colectivo artístico que se defiende ante eventuales represiones y por tanto hace de altavoz del conflicto. Cuando tú quieres prohibir una cosa, lo único que consigues es su difusión.