En el clarividente perfil que David Foster Wallace (Nueva York, 1962- California, 2008) redactó sobre el senador John McCain en el 2000 para la revista Rolling Stone, el escritor cierra con una reflexión que podríamos adaptar a él mismo en el décimo aniversario de su muerte.
“Existe una tensión entre el atractivo de John McCain y la forma en la que ese atractivo debe estructurarse y presentarse a fin de que pueda ser elegido. A fin de que ustedes lo compren”, dice tras casi cien páginas de perfil que por supuesto no vieron la luz en la edición final. El atractivo de DFW, como le refieren desde siempre sus simpatizantes (y en los últimos años también sus detractores), está claro.
“Quiero que las cabezas palpiten como lo hace un corazón”, decía, y lo logró con una prosa rebuscada que huía de los tópicos y al mismo tiempo acataba al milímetro las reglas gramaticales que había aprendido de su madre, profesora universitaria de inglés.
La publicación de La broma infinita (1996) sirvió para idolatrar a ese joven introvertido en las entrevistas, inclemente en sus textos, sensible y de pluma macarra cuyo estilo nadie se atrevía a definir. Cuya personalidad compleja nadie se atrevía a entender. Y en definitiva, cuya figura descuidada era perfecta para mitificar.
Tras su suicidio el doce de septiembre de 2008, el fenómeno se multiplicó hasta tal punto que su viuda lamentó que, de estar vivo, le habría desquiciado del todo. Los retratos con las coloridas bandanas y las pequeñas gafas sin montura se reproducían por esporas y, al final, Foster Wallace terminó convertido en lo que siempre había despreciado y ridiculizado: un producto de marketing.
Sin embargo, al igual que el senador McCain, DFW sabía cómo venderse y aprovechó sus conocimientos sobre la psicología de las masas en beneficio de su propio bolsillo. ¿Le hace eso menos relevante para la literatura norteamericana? Al contrario. Pero, como él mismo exigió a los periodistas que cubrieron con él la campaña republicana en el 2000, no basta con difundir la cara visible del escritor o “un único perfil”.
La leyenda de David Foster Wallace se ha ido completando con los años a través de sus luces y sus sombras. De la transparencia con la que hablaba de ciertos tabúes y de la verdadera intención económica que existía tras ese ejercicio de sinceridad. “Empecé a escribir no ficción nada más que por razones monetarias”, confesó en 2005. Le cogió el gusto a ser el protagonista omnisciente de sus propios textos, lo que le abría puertas y alimentaba una fama que no buscó pero que tampoco se esforzó por evitar.
La pieza que completó el rompecabezas de DFW la puso la poeta Mary Karr el año pasado, cuando contó en Twitter los abusos y violencias que tuvo que soportar por parte del autor. “Intentó comprar un arma, me pateó, trepó por el costado de mi casa por la noche, siguió a mi hijo de cinco años desde la escuela a casa, tuve que cambiar mi número dos veces y aún así lo consiguió y continúo llamando durante meses y meses”, dijo la autora de El club de los mentirosos.
Aunque sus declaraciones fueron acogidas con sorpresa, decepción (y bastante negación por parte de los acólitos de DFW), lo peor es que Mary Karr no estaba descubriendo nada. Muchos lo sabían porque su biógrafo ya lo había desvelado en sus memorias, Todas las historias de amor son historias de fantasmas, en 2012.
“Me sorprendió, en general, la intensidad de la violencia en su personalidad. Era algo que sabía cuando escribí el perfil del New Yorker, pero creció en mí. Me hizo pensar más sobre David, la creatividad y la ira. Pero en el otro extremo del espectro, era un tipo abierto y emocional, que lloraba y que amaba intensamente a sus perros. Él era todas esas cosas”, contestó D.T Max, su biógrafo, a The Atlantic.
Aquellas averiguaciones sobre el hervidero emocional que era David Foster Wallace dieron lugar a unas pocas líneas en la biografía de Max. “Una noche, Wallace intentó empujar a Karr de un coche en marcha. Poco después, se enfadó tanto con ella que le lanzó una mesita de té”, escribe el periodista. Seis años de negro sobre blanco, pero a nadie pareció importarle porque era fruto de esa relación entre creatividad e ira que solo tienen los genios (en masculino).
Mientras que le decía a sus colegas que consideraba el acto del cortejo sexual como “un ejercicio de física”, despreciaba y ridiculizaba este tipo de actitudes machistas en publicaciones como Entrevistas breves con hombres repulsivos (1999). Esta y otras contradicciones han hecho casi imposible separar al David Foster Wallace personaje del David Foster Wallace persona. Lo que es seguro es que el público ha endiosado al primero y por eso muchos se niegan a asimilar que su violencia tuviese víctimas más allá de sí mismo.
Wallace se contradecía de continuo. Criticaba la cultura de masas y a la vez era un adicto a la televisión. No le gustaban los baños de masas, pero aceptó usar el apellido materno para que su nombre fuese más sonoro e identificable. Quería convertirse en un recluso como Thomas Pynchon, pero nunca se atrevió a rechazar ni una sola gira promocional.
Él se divertía haciendo gala de estas contradicciones y a los lectores les divertía aún más, incluso a los que no habían abierto un libro suyo en su vida pero le admiraban por su excentricidad.
Lo que todos ellos no quisieron ver era que esos simpáticos requiebros surgían en una cabeza a punto de explotar. Su buen amigo Jonathan Frazen escribió en una columna del New Yorker que David Foster Wallace se había suicidado para no tener que estar a solas con sus pensamientos. No era un genio triste, era un genio oscuro, como también reivindicó su editor Glenn Kenny para criticar la caricatura de gigante bonachón del biopic The End of the Tour.
DFW estuvo 22 años tomando antidepresivos y fantando con la idea de la muerte y el suicidio incluso en textos periodísticos para Harper's y Rolling Stone. Se definía como una persona egoísta, aunque no daba más detalles al respecto, y era increíblemente autocrítico y tendente a empequeñecerse.
En el extremo contrario de todas estas taras e imperfecciones, está el impacto que tuvo La broma infinita, las muchas facultades de periodismo en las que se estudia Hablemos de langostas y todos los hombres que quisieron ser menos despreciables gracias a sus entrevistas ficticias.
David Foster Wallace invitaba a los lectores de su crónica política en 2000 a mirar con ojo crítico la campaña de marketing de John McCain pero, a la vez, a no olvidar todo lo bueno que habían despertado en ellos sus discursos.
Lo mismo ocurre con DFW. Su contexto, muchas veces despreciable y otras revelador, es necesario para comprender su escritura y las pasiones que despierta. Algo que describió muy bien al referirse al senador republicano: “La cuestión de si de verdad McCain [en este caso DFW] es real ya no depende tanto de lo que hay en el corazón de él como de lo que puede haber en el de ustedes. Intenten permanecer despiertos”.