Diego Garrido es un hombre joven de obsesiones viejas. Asegura que ha visto cientos de veces El sur de Víctor Erice y que en cada una de las ocasiones se emociona “de una manera extrema e inexplicable”. En el cine, ama a Eric Rohmer y a Ozu; en la literatura, dice que lo suyo son Josep Pla, Azorín, Proust y Leopardi. Su otro gran dios es el irlandés James Joyce, Jim para los de casa, el autor del Ulises, que durante el encierro de la pandemia se convirtió en su fijación y su búnker mental: decidió traducir miles de páginas de su obra y la razón no fue un encargo editorial sino, sencillamente, su obcecación.
Cuando quedamos para la entrevista está enfrascado en pleno proceso de traducción del segundo tomo de cartas del escritor irlandés, que se publicará próximamente en Páginas de Espuma. Tiene 27 años, comparte piso con dos amigos, se le han roto las gafas y las lleva cutremente fijadas con un pedazo de cinta adhesiva. Lo que nos da para hablar largo y tendido acerca de la precariedad asociada al oficio de traductor: “Tengo asumido que mi vida va a ser miserable y que nunca voy a tener dinero para comprarme una casa. La estabilidad financiera no está ni se la espera, pero con tener la libertad suficiente para leer y escribir ya me alcanza”.
Sin embargo, de forma azarosa ha acabado publicando su primera novela directamente en una editorial del tamaño y prestigio de Anagrama: El libro de los días de Stanislaus Joyce, una novela en forma de diario que se supone que el hermano pequeño de James Joyce escribió entre enero y mayo de 1903, mientras el que se convertiría en famoso escritor empezaba a tomar notas para el Ulises en la misma habitación.
Diego Garrido, nacido en el 97, madrileño del barrio del Retiro, de padres profesionales y hermano del artista plástico Arturo Garrido, que ha ilustrado las portadas de todos sus libros; pertenece a la misma generación que Sara Barquinero (Zaragoza, 1994) y David Uclés (1990), autores de libros densos y ambiciosos (Los escorpiones y La península de las casas vacías, respectivamente), dispositivos de estructura compleja, libros librescos, aparentemente alejados de la hegemónica autoficción de los últimos años.
¿Se siente parte de esa generación?
Por supuesto. Me siento parte de mi generación absolutamente, pero eso no significa que tenga que cumplir con una serie de requisitos culturales que se supone que van en pack. Te puede gustar Leopardi y el grupo Carolina Durante, como es mi caso, porque Leopardi va a seguir estando vigente para todos los que tengan 20 años por los siglos de los siglos.
¿Pero lee a sus contemporáneos?
Poco, la verdad. Pero hace poco me leí Facendera, de Óscar García Sierra, y me sentí muy identificado. Él escribe de gente en un pueblo de León que se toma diazepanes, y evidentemente yo no hablaría nunca de ese modo acerca de la soledad, pero al final estamos hablando de lo mismo. También me he empezado hace poco Los escorpiones [de Sara Barquinero], que es algo que no estoy acostumbrado a leer, pero que disfruto porque me saca de mi zona de confort. Pero, en realidad, yo ya estoy bastante enfricado con otro tipo de literatura.
Retrato de un cineasta frustrado
Y es que enfricarse es algo que a Diego Garrido se le da extremadamente bien. Antes de hacerlo por Joyce y la literatura y antes de hacerlo por Víctor Erice y el cine, su obsesión adolescente era la Play, algo que probablemente sí sea generacional. “Llegué a tales niveles de obsesión que me dio tendinitis de niño. Y era un vicio mucho más caro que la literatura, porque cada juego costaba 70 euros y en Iberlibro te compras diez por ese precio”, dice.
Como es tan fan de Ulises como lo eran Nabokov o Borges, le pregunto si estuvo en la fiesta del último Bloomsday en Madrid y dice que sí pero también afirma que mucha de la gente que se apunta a ese sarao nunca lo ha leído y es “puro postureo”, así que prefiere “disfrutar de Joyce en la intimidad”.
¿Cómo fue su experiencia en el cine? ¿Por qué ese viraje de lo audiovisual hasta la literatura?
En mi caso, mi relación con el cine y con la literatura ha sido la misma en distintas etapas, lo único que ha cambiado es el recipiente de la obsesión. Durante años hice una película cuyo resultado fue espantoso, una mierda, vamos. Escribiendo me he dado cuenta de que se me da mucho mejor vivir en una página que lidiar con la realidad y los seres humanos.
¿Y en qué momento se encuentra con la literatura de James Joyce?
Cuando estudiaba cine en la ECAM yo hubiera querido especializarme en dirección, pero tuve que entrar en producción, que está en las antípodas de la creatividad. Durante las prácticas ocurrían cosas tan humillantes como que tu jefe de turno en la escuela, que además era un alumno de un año más, te dijese: “Vamos a hacer un rodaje nocturno y tu trabajo es estar sentado en esta silla durante 12 horas para que nadie pase”. Me sentía completamente frustrado y en ese contexto leí Retrato del artista adolescente, de Joyce, y me cambió la vida.
En Retrato del artista adolescente, Dedalus decía eso de: “No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme en vida y arte, tan libre y plenamente como sea posible con silencio, destierro y astucia”. ¿Se convirtió en su credo?
No sé si tanto, pero me ayudó a atravesar esa especie de soledad enfadada en la que vivía. Me animó en mi vocación, porque el protagonista no ha hecho absolutamente nada y aun así cree en sus posibilidades. Luego, cuando leí el Ulises, hice una lectura inmersiva que me apasionó y durante la cuarentena del COVID empecé a traducir por mi cuenta relatos cortos y algunos textos inéditos en España. Descubrí los auténticos diarios de su hermano Stanislaus Joyce y también los traduje. Le conté el proyecto a la editorial Páginas de Espuma y decidieron publicar los cuentos y encargarme la traducción de las cartas, pero a nadie le interesaron los diarios del hermano pequeño del autor del Ulises.
¿Y qué es lo que le interesaba tanto a usted de este personaje tan anónimo o lateral?
Precisamente su condición de segundón. Descubrí que era uno de los pilares de la vida de James Joyce y además uno de los personajes más interesantes de su familia, pero la crítica y los biógrafos le habían ignorado totalmente. La de los Joyce era una familia de alcohólicos con una madre muerta. Así que Stanislaus tenía, por un lado, a un hermano borracho, putero e imbécil, con cero interés intelectual, pero al que quería; y, por el otro, a su hermano mayor, James, al que consideraba un genio, que le mantenía conectado con las corrientes del pensamiento de Europa y al que admiraba, pero que era desdeñoso con todo lo que escribía. Obviamente Stanislaus quería estar al lado de su hermano mayor, que en esa época empezaba a tomar notas para el Ulises, pero no ser su sombra, e intentaba mantenerse en un punto medio entre esos dos mundos en los que no terminaba de encontrar una identidad clara, y eso a mí me interesó desde el principio.
Una plenitud monstruosa
¿La voz de Stanislaus se parece a la de Diego Garrido?
Sí, claro, es un personaje que tiene mucho de mí… Es una mutilación de algunas cosas mías llevadas al extremo. Aunque yo no soy tan tan rígido ni tan viejoven, ¿eh? A veces me incordian un poco las expectativas de la gente que cree que se va a encontrar con una biografía de los hermanos Joyce cuando yo siempre he dicho que Libro de los días de Sanislaus Joyce es una novela de ficción de principio a fin, pero una novela en la que está muy presente mi voz. De hecho, al mismo tiempo que investigaba sobre su vida yo trataba de escribir un diario personal, pero el resultado me parecía ridículo y supersentimental… Así que en un momento dado probé a fusionar ambos proyectos y darle al protagonista esa tensión tan mía entre la necesidad de los otros y la necesidad obsesiva de la escritura; y, curiosamente, al proyectarla sobre él dejó de parecerme tan ridícula.
¿Cree que la vida es más real en la literatura que en la realidad? Esa es una idea que flota en todo el libro.
Para mí ese es el gran fallo tanto de la vida como de la literatura, que por separado ninguna te sirve. Así que cuando estás con la vida, echas de menos la literatura, y viceversa. Lo digo a través de Stanislaus: “Los grandes libros te hacen mucha compañía, pero también te hacen sentir muy solo. Logran una plenitud monstruosa en la que no entra un alfiler”.
Su libro está lleno de aforismos como este: “La literatura, cuando sincera, no es nada; cuando mentirosa, una mentira”. ¿Cómo se lleva con las narrativas del yo? ¿Le gustan?
De la narrativa del yo a mí lo que me gusta es que es tan ficticia como la otra. Por ejemplo, El cuaderno gris, de Josep Pla, que es uno de mis escritores favoritos, se supone que está escrito desde el yo de un tipo de 21 años, cuando en realidad lo escribió con 60. En su mayoría, la literatura del yo es la que más me gusta, pero siempre atravesada por toda la libertad del autor. Por eso me chocan tanto ejemplos como Javier Marías o Vila Matas que hacen en sus libros una cosa que a mí me deja un poco fuera: usar siempre y claramente la misma voz, pero presentársela al lector en cada novela como si fuera un narrador con un nombre distinto.
Acláreme algo. ¿Cómo puede ser que un autor que odiaba a su país se haya convertido en emblema nacional?
Así es el nacionalismo, ¿no? Se apropia de lo que le conviene. Joyce odiaba tanto Irlanda que decía que era una marrana que devora a sus crías y fíjate que ahora aparece en algunos billetes, lo cual me parece hasta poético.
También hay autoras que reivindican como protofeminista el personaje de Molly Bloom. ¿Cree que él lo creó con ese fin?
En absoluto. Joyce tenía una idea de la mujer como de dadoras de vida y fuerzas de la naturaleza, más allá de los poderes intelectuales del hombre. De hecho, no las veía como individuos. Para él la verdadera mujer no era como Sylvia Beach o Virginia Woolf. Era Molly Bloom, una mujer exuberante que solo piensa en su cuerpo y sus fluidos. Que desde luego me parece una idea muy poco feminista. Hay personajes de la literatura mundial femeninos que me parecen mucho más complejos que Molly Bloom. Me parecería bien si no intentase ser un arquetipo. Y lo intenta ser, claramente. Por eso no me parece si todas las mujeres fueran como Molly Bloom el mundo sería muy solitario porque no podría haber una comunicación verdadera con ellas más allá de la carne y del sexo.
Pero comprenderá que en 1922, cuando se publicó Ulises, era revolucionario escuchar la voz de una mujer adúltera, de su relación con su cuerpo y sus deseos de forma tan explícita y realista.
Claro, sí, y por eso entiendo que le interpele tanto a escritoras como Luna Miguel. Me parece estupenda la reapropiación y reinterpretación feminista del personaje. Pero vamos, que Joyce estaría flipando en colores con esta interpretación porque él no era feminista.