Años 90. Participaba en el campeonato de cortadores de troncos. Venía de un linaje de padre y tío referentes en el mundo del deporte rural del País Vasco y, después de hacer del apellido Larretxea uno de los más grandes de la zona, aquel día la gente del pueblo esperaba ver al sucesor. Pero lejos de presentarse al mundo bajo la imagen típica de un aizkolari, el Hasier de 17 años que cogía el hacha, alzaba los brazos y de un golpe despedazaba la madera tenía el pelo decolorado, ropa grunge y estética hardcore. No terminó de cortar los seis troncos. “Me quedé en el quinto con las manos ensangrentadas, el ruido de los gritos de la gente y un ataque de ansiedad”.
En el pueblo navarro de Arraioz, en mitad del Valle de Baztán, se crio con menos de 300 vecinos, sin hablar de su homosexualidad y sin ningún referente LGTBI+. “Vienen de entornos muy curtidos, de la pobreza absoluta, de la posguerra. En mi casa no había libros, había hachas”. En una entrevista con este periódico, Hasier Larretxea dice que con los años ha sabido entender que aquello era, sencillamente, lo que su padre tenía que enseñarle: “A veces hacemos un visionado hipercrítico, pero ahora conecto más con la parte de comprender que mi familia tenía un legado, y era lo que tenía que darme”.
Desde ese lugar del reconocimiento, el recuerdo y la visibilidad de la diversidad sexual, Larretxea publica ahora Hijos del peligro (Candaya, 2023), un poemario que parte de la propia experiencia de “la soledad, las dificultades, el miedo y las dudas”, señala la editorial, y que culmina con un retrato vivo del amor, la afirmación y la existencia. “Desde la infancia hasta la edad adulta, desde el imaginario católico rural hasta los afectos sanadores en la ciudad, desde los límites impuestos hasta la libertad conquistada”. La mejor muestra del triunfo de la identidad.
Aquella juventud en el valle quedó lejos de la vida en la capital. Cuenta Hasier que sus abuelos fueron contrabandistas en la frontera navarra y del norte del País Vasco, y que de alguna manera esa herencia en torno a “esquivar la autoridad” impregnó también su infancia, que recuerda sobre todo en los viajes en camión por el Pirineo, en sus años de monaguillo yendo a comprar chocolatinas con el dinero que le daba el cura y en una forma de vida rural que tuvo mucho que ver con su manera de construirse identitariamente: “Aunque con muchas piedras que cargué en mi mochila, yo vengo de esa infancia en la que fui feliz”.
La culpa católica
“Pero en la adolescencia vas conectando con algo y dices: 'Ay… Estoy mirando a este chico y siento algo, pero no debo hacerlo porque la religión católica…”, explica Larretxea, que se desvinculó de la fe “por las doctrinas de la Iglesia” y por las cosas que poco a poco iba pensando cuando escuchaba a los vecinos de su pueblo decir 'el mariquita este' para “denostar o criticar al hombre afeminado”: “Estas cosas las tenía muy en mi interior”. Se recuerda como un chico tímido para el que la música “fue salvadora”: descubrió otros mundos a través del rock, en las revistas de música “más hardcore”, en el fenómeno de los videoclips –recuerda con cariño que era la época de Zombie de The Cranberries– y en coger el sábado un autobús a Pamplona y perderse en las tiendas de segunda mano. “Era paradójico, porque después en el instituto me preguntaban si yo era de Pamplona, pero yo era el mismo, ese 'pringao' que dejó de ir a la piscina por sentirse gordo”, confiesa el escritor.
Encontrar referentes en aquel entonces fue para mí una búsqueda constante. Internet llegó tarde a mi adolescencia
Y en cierto momento, mirando hacia arriba y guardando un breve silencio como si quisiera agarrar los recuerdos, agradece que su madre le empujase, de alguna manera, a ver más allá. “Cuando sientes que en el entorno en el que has nacido te dan lo que ellos creen que es lo mejor pero para ti no es suficiente, es importante tener eso. Desde joven he tenido ansia por mirar más allá de esa cordillera y pensar 'jo, hay vida, hay mundo'. Encontrar referentes en aquel entonces fue para mí una búsqueda constante. Internet llegó tarde a mi adolescencia, y fue ahí cuando empecé a buscarlos”, explica.
Pero antes hubo uno demasiado importante: el que le llevaría, dos décadas después, a escribir este libro. Un día, cuando trabajaba en la radio, conoció a Iñaki Lareo. Tenían más o menos la misma edad, era del cercano pueblo Santesteban, se pintaba los ojos y se vestía con las faldas que se hacía él mismo en su caserío. “Fue un asombro”, dice el autor, “porque en aquel entonces no teníamos la terminología que tenemos a día de hoy ni la forma de denominar lo no binario o lo trans. En aquellos años 90, Iñaki fue un abanderado, un precursor”.
Había pasado una infancia difícil de acoso por su obesidad y su aspecto físico, luego había entrado en la política institucional como concejal de Euskal Herritarrok y ya entonces se paseaba por su pueblo de menos de mil habitantes “con su abanico, su rimmel, su sonrisa y su reivindicación”, comenta emocionado Larretxea. “Fue una persona muy fuerte en los 90. Fue la persona que me dio la mano para que yo empezara a dar esos primeros pasos hacia mi reconexión personal con la identidad homosexual. Nos acercábamos a las manifestaciones del 28J vestidos con indumentaria rural y con lemas que decían en euskera: 'Agricultores y agricultoras, gays y lesbianas preparados para amar'”.
Porque Iñaki Lareo también fue un 'hijo del peligro', Larretxea le dedica un poema en forma de conmemoración al que fue su amigo y referente durante tanto tiempo y que falleció joven. Explica el escritor que, de alguna forma, después de irse a vivir a Madrid hace 17 años, aquella parte de su vida había “quedado en el olvido”. La pandemia fue un tiempo crucial para el poeta, que expresa que fue cuando más pensó en Iñaki y en cómo su recuerdo le conecta “con aquellos años que convulsionan”: esa evocación de personas, fiestas y vindicaciones “fue la semillita de este libro”, piensa. “Ahora me dirijo al colectivo o a la sociedad desde la literatura, desde el pensamiento hacia las personas invisibilizadas que abren caminos”.
Del miedo al amor
Por eso la primera y segunda parte de Hijos del peligro es “un recorrido de poemas reivindicativos, que parten de ese ideario rural y de esos simbolismos que conectan con el antiguo 'Asier' que fui”, cuenta el autor, que se añadió una 'h' al principio de su nombre desde que empezó a publicar y que distingue así las diferentes etapas de su vida. Su marido, el diseñador y también escritor Zuri Negrín, adelanta en el prólogo que al comienzo del libro el autor “recorre la genealogía de lo colectivo”. Esos primeros poemas con los que se encuentra uno hacen referencia a un joven que se acercaba entonces al colectivo LGTBI vasco “desde el desconocimiento” y al que le costaba “llegar a estos espacios” por su educación católica y su carácter retraído, dice, pero que al mismo tiempo era capaz de ver “que había luz, había gente disfrutando, había gente reivindicando”.
Es el Hasier que utiliza la memoria para construir un discurso político que permanece, en esencia, a lo largo de todo el libro. Y lo hace también dedicando algunos versos a Samuel Luiz, que escribió después de su asesinato, o a Alana Portero, que acaba de publicar La mala costumbre y que Larretxea considera que es “el libro del año”. Sobre ella, el escritor recalca “lo importante que es la literatura desde los márgenes, la literatura desde lo trans”.
Desde el desgarro de dolor y reivindicación uno también cumple años, y uno también quiere transmitir la redondez de la vida, el cariño, escribirle al amor
Pero llegar a la tercera parte es cerrar el ciclo. Cuenta Larretxea que si al principio encuentra a un autor mucho más enfadado y, después, se descubre más amable, es porque “desde el desgarro de dolor y reivindicación uno también cumple años, y uno también quiere transmitir la redondez de la vida, el cariño, escribirle al amor, que yo antes no me atrevía”, piensa, y añade cómo en este sentido uno de sus poemas preferidos del libro dialoga con una canción del grupo asturiano Elle Belga, Increíble amor. Pero el tono del poemario también cambia “para plasmar esas ideas del Hasier de hoy”, expresa, “el mismo que se pregunta por la finitud de la vida y si existe la luz”.
“Es una parte muy mística. Es un tema que me interesa mucho como persona del colectivo: la diversidad que hay en hacer tu propia búsqueda. A veces parece que por ser de un colectivo concreto debes ya tener un ideario afín a lo que se espera de ti, y me refiero, por ejemplo, a la parte religiosa. No estoy hablando de la doctrina católica que recibía en el pueblo, sino esa mística, esa profundidad que te habla de la vida, de la muerte, de la finitud”, explica el poeta. “Son poemas donde el libro alza vuelo. Esos poemas en prosa son para mí los más consistentes. Lo que quería retratar era la idea de que yo he sido este, he reivindicado y puedo seguir reivindicando, pero también soy este otro, el Hasier de ahora, el que ya puede hablar de la relación de pareja y del amor”.
En un gesto de profunda nostalgia, Larretxea recuerda que “a veces somos injustos con el pasado, con la memoria”. En el Valle de Baztán fue feliz. Y aunque insiste en que en aquel entonces allí no se encontraba, “cuando uno deja el lugar de origen parece que todo es oscuro y doloroso, y no es así”. Piensa en los dos ganaderos del Bierzo a los que se les negaron los pastos por ser pareja y en lo importante que es que realidades como estas lleguen “a los medios y a la política”, cree. Aunque halaga a su pueblo como un espacio de aceptación y tolerancia, el poeta recuerda uno de los últimos estrenos del cine español, 20.000 especies de abejas –que le emociona y le conduce directamente a su entorno de origen–, para señalar que “Chueca es un espejismo” que acoge muy bien al colectivo LGTBI pero que, en realidad, “donde hay que incidir o ir abriendo puertas es en el mundo rural, en ese niño o en esa niña que debe crecer desde la diversidad, desde el respeto y desde el amor, que no reciba discursos de odio ni sufra por ello para evitar suicidios, bullying y otros episodios que te marcan de por vida”.
Larretxea reconecta en este libro con aquel que una vez se sintió “en el lodo del dolor” pero que, al final, “se recompone”. Y piensa que, más que un ejercicio personal, Hijos del peligro es un alegato a la colectividad, una forma de vincularse “con todas las personas que pasamos por lo mismo”, dice, y que terminan conformando su personalidad en torno al haberse sentido solo y al haber tenido que “pasar mucho tiempo consigo mismo, rumiando y discurriendo”. Un modo de ser. “Si he sentido el dolor tan profundamente, si he estado tan mal en la vida”, reflexiona, “va a ser difícil volver a estar tan mal. O quizás sí, pero al menos ya sé lo que es. Ya he estado en el barro. Y me he levantado”.