Todo lo que se puede decir sobre escribir acerca de viajar en coche, lo hizo Octave Mirbeau en 1907 en su libro 628-E8. Es más, se podría añadir que lo esencial queda recogido en su primera hoja. Mirbeau le advierte al lector de que las páginas que sostiene son las de un diario de un viaje en automóvil por Francia, Bélgica, Holanda y Alemania pero, sobre todo, el territorio que recorre es el de una parte de sí mismo.
Europa pide ser conducida. Al volante, uno se da cuenta de que todo ese espacio en blanco que hay en los mapas entre París, Bruselas, Bonn, Fráncfort y Berna no solo es distancia sino que también es Europa. Dicho así parece una soberana tontería, y puede que lo sea, pero los aviones tienden a difuminar toda esa tierra donde no hay pista de aterrizaje.
Mirbeau fue un gran observador de su tiempo y un notorio fetichista. Un escritor felino, cascarrabias a veces, juguetón, agudo, indignado, complacido, progresista, presa de la admiración imparable.
En esa misma primera página, el escritor pone en duda que eso que tiene entre manos sea tanto realmente un diario como realmente un viaje: “¿No son más bien sueños, ensoñaciones, recuerdos, impresiones?”, nos pregunta. Así es Octave Mirbeau: uno de los grandes talentos para traspasar el espejo que transiciona entre la realidad y el deseo.
“El automóvil”, nos dice este escritor y periodista francés nacido en 1848, “es también la deformación de la velocidad, la continua repercusión sobre uno mismo, el vértigo”. La tesis del autor es la siguiente: el automovilismo es una enfermedad, una enfermedad mental, y el nombre de esa enfermedad es velocidad (le parece un nombre hermoso, como escarlatina, angina, rubeola o beriberi). Su neuropatía es llevar a la persona, de manera trepidante, por sus acciones y distracciones. De eso va 628-E8 (publicado en España en 2006 por el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, traducido por el grupo Literatura-Imagen-Traducción de esta universidad).
El cochecito con el que Mirbeau hacía pasar kilómetros y kilómetros del norte de la Europa continental era un C.G.V. de 30 caballos con matrícula 628-E8. Un Peugeot 5008 actual no le tiene nada que envidiar en términos de velocidad y vértigo. Le había costado 25.000 francos de la época, unos 75.000 euros actuales. Mientras conducía, Mirbeau viajaba y divagaba. Leerle aquí es como ir de su copiloto. Para él, la máquina veloz era sinónimo de distracción, pues además de observar y pensar, le permitía “conducir por secretas costumbres, por ideas en elaboración, por la historia, por nuestra historia viva de hoy”. Octave hacía periodismo al minuto.
A Mirbeau le gusta el automóvil, ese símbolo del progreso —lo era entonces, lo es ahora—, porque le permite parar en cualquier pueblo y contrastar sus prejuicios con lo que el lugar tenga para ofrecerle. Se detiene en un sitio de Francia a comer unas truchas regadas con un excelente vino de Arbois y, al principio, desconfía de los campesinos, a los que considera nacionalistas, sectarios y desconfiados. Pero, en lugar de eso, resultaron ser perfectos técnicos agrícolas. Le explicaron, de buena gana, tantas cosas de las que el urbanita no tenía ni idea. Frente al “mudo hacinamiento de la ciudad”, el infinito del paisaje, sus “nostalgias dormidas” y sus “deseos nuevos y apasionados”.
Siente pasión por el coche, no para de admitirlo a lo largo de las casi 500 páginas de este tomo que bien calzaría un neumático pinchado por el camino, porque siente que libera un instinto reprimido en la civilización y que nos empuja a vivir la vida de manera frenética, “libre, ardiente e imprecisa”; imprecisa como el deseo y el destino. “En unas horas, había ido de una a otra raza de hombres, pasando por todas las intermediaciones del terreno, cultura, costumbres y humanidad que los unifica y los explica, y tuve la sensación de haber vivido meses y meses en un solo día”; esta sensación “solo el automóvil puede ofrecerla”, asegura. “Por eso me gusta mi automóvil. Ahora forma ya parte de mi vida; es mi vida, mi vida artística y espiritual, tanto o más que mi casa”, afirma.
Nosotros, cuando cruzamos los Pirineos, no hacemos más que comparar las carreteras españolas con 'las europeas', que siempre son mejores que las nuestras: son más rápidas, son más limpias, más rectas, más tranquilas, más seguras, más apacibles, más silenciosas, más guapas y están mejor señalizadas. Para Mirbeau, nacido en Normandía, las mejores carreteras son siempre las francesas —“son magníficas”— pero es entrar en Bélgica de camino a Amberes, y empezar a quejarse de sus “infames, ofensivos y bárbaros” adoquines —“¡Dios! ¡Qué carreteras!”, exclama, no precisamente con admiración—, los cuales destrozan riñones, costillas, muelles y hasta el cárter del C.G.V. Esta misma queja se les escucha hoy a los holandeses, que consideran que los belgas hacen mal las carreteras, con una versión moderna del adoquinado que consiste en colocar una placa detrás de la otra, lo que produce un molesto ruido rítmico en la conducción. Hay que decir que Bélgica, antes parte de Países Bajos hasta su guerra de independencia, que por cierto se inició tras ver una obra de teatro y de eso poco se habla, se diferencia de Holanda, entre otras cosas, por su papel capital en el desarrollo de la música electrónica de baile, por lo que se intuye que esos golpes rítmicos en la conducción molestan únicamente a los holandeses, cuya aportación musical es más bien discreta.
Volviendo a la aventura de Mirbeau, cerca de Malinas, una ciudad a mitad de camino entre Bruselas y Amberes muy cerca de donde se hace —se acaba de celebrar— el festival de música electrónica de baile (nótese la reiteración) Tomorrowland (a Mirbeau le encantaría el nombre), el escritor-conductor se ilusionó al encontrar una cuadrilla de peones quitando adoquines y sustituyéndolos por asfalto. Emocionado por el nuevo firme, no esperaba que, de repente, una violenta sacudida lanzara al coche a un barrizal en el que se hundieron las ruedas hasta la mitad. Una conducción de agua había reventado y reblandecido el suelo. La carretera era ahora una enorme charca de fango. Para salir de allí, necesitaron de la ayuda de un par de ejemplares del que podríamos considerar lo contrario del progreso: el caballo. Octave lo consideró “humillante”.
El viaje de Mirbeau no es como nuestras vacaciones de 15 días en los que está todo tan medido que cualquier improvisación sería un desastre económico y laboral. El escritor llega a Ámsterdam y decide que ocho días no es suficiente para ver la ciudad. “Le digo a mi mecánico: Brossette, amigo mío… nos quedaremos aquí un mes, tal vez más”. Y le dió asueto a Brossette (de aquella uno no podía viajar sin mecánico), porque el coche en Ámsterdam, como bien sabemos también hoy en día, no sirve para nada.
Mirbeau adora Holanda, Brossete la desprecia. “La Holanda de agua y cielo, la Holanda infinitamente verde, infinitamente gris perla, en la que nunca más osará aventurarse el menor recuerdo de Bélgica”. Y, de nuevo, su interesante análisis sobre las carreteras; suaves, elásticas, sin polvo, uniforme en medio de la llanura, bordeadas por gigantescos árboles. El escritor admira los canales y los diques, por supuesto. Pero los caballos no… “ese estúpido animal”. Según su percepción en aquel momento, en Holanda no hay reglas de circulación, sino que uno hace lo que quiera. Si te caes a un canal, no pasa nada mientras salgas por tus propios medios, “vivo o muerto”. Los holandeses, dice, conducen despacio y se paran cada rato en el arcén. Esto sigue siendo así: hasta las siete de la tarde, la velocidad máxima en autovía es de 100 km/h. A partir de esa hora, uno se despendola hasta los 130 km/h. Esta particularidad del mundo del futuro sin duda habría llamado la atención de Octave Mirbeau. Para los españoles, que se pueda ir más rápido por aquellas carreteras precisamente a las horas a las que la gente bebe más alcohol, es a todas luces inconcebible. Pero el civismo de los holandeses lo explica todo.
“Bajo sus rostros serenos y gestos comedidos, los holandeses son toscos y violentos. También son amantes de las bromas, de la ironía”, escribe sobre este pueblo. “Llegado el caso, sabrán ser complacientes sin ser serviles, y cálidamente acogedores, si les sale gratis”. Y de ahí, nuestro conductor nos lleva a un recuerdo, quizá algo exagerado, de un viaje a Rotterdam en el que fue perseguido por una turba de 1.500 personas que se reían y se burlaban, arrojándole mondas de naranja, por vestir un abrigo de pieles de animal. Los holandeses “tienen manías, costumbres en ocasiones extrañas”, “Hay que conocerlos y no contrariar nunca su estética popular, por otra parte, armoniosa”. Eso es así.
Después, el viajero y sus amigos —no iba solo— cruzan la frontera alemana en dirección a Essen, probablemente por el encantador pueblo limburgués de Venlo (que hoy tiene una de las mejores tiendas de discos de Europa, Sounds, de eso también poco se habla) y allí un aduanero les da la bienvenida a Alemania con la advertencia de que sus carreteras son como “parqué encerado”. Complacido, Brossette pisa el acelerador.
Brossette echa gasolina al entrar en la región de Renania (la Prusia renana, dice Mirbeau), igual que los limburgueses que buscan ahorrar unos euros repostando en Bélgica o Alemania, y tomaron la carretera a Düsseldorf que pasa por Krefeld. El autor aprovecha que el Rin pasa por Düsseldorf para arrear bofetadas al estupendo Henry Van de Velde, el arquitecto que llevó el modernismo a Bélgica junto a Victor Horta: una “pesadilla enloquecedora que tantos belgas exasperados e innovadores impusieron a nuestra imaginación, apasionada por las líneas hermosas y las bellas formas”. Vamos, que no le gusta. Van de Velde “esparce por toda Alemania los productos de sus fantasías carnavalescas que, finalmente, lo han llevado a descubrir la cuadratura del círculo y la circunferencia del cuadrado”. Para curarse de tanto barroquismo, Mirbeau se instala, “como es debido”, nada menos que en el armonioso hotel Breidenbacher Hof. Hoy le costaría unos 500 euros la noche en una habitación sin grandes pretensiones.
Por supuesto, lo critica ampliamente durante un par de páginas, sobre todo esto de la cuadratura y lo circular. No le gusta que el art nouveau no ponga las cosas rectas: “Todo se tuerce, se retuerce, se destuerce; todo rolla, enrolla, se desenrolla, y bruscamente se desmorona no se sabe cómo ni por qué”. Ni los festones ni los astrágalos ni las elipses ni la volutas ni los frisos de nenúfares hirsutos. (En realidad, eran símbolos de las corrientes culturales ante las que se rebelaba: el simbolismo, el naturalismo). Todo le molesta a este Phileas Fogg, salvo las cositas de cortesía que ponen en el baño, eso sí está bien en el Breidenbacher Hof.
Mirbeau era un hombre contradictorio, y lo sabía. Adinerado y anarquista. Religioso y amoral. Esteticista pero a su manera. “Actualmente es el único valiente en las Letras”, dijo de él el escritor Edmond de Goncourt. En el colegio, fue un rebelde. Le expulsaron a los 15 años. Se empezó a ganar la vida como secretario de un líder bonapartista y escribiendo textos para que otros los firmaran; un “proletariado de la pluma” en palabras de su gran estudioso, Pierre Michel. Publicó decenas de crónicas para movilizar a la clase obrera y a los intelectuales, burlándose de los nacionalistas, de los clericales y de los antisemitas. Tolstói dijo de él que era el más grande escritor francés de su tiempo. El periodista libertario Victor Méric dijo de él que era lo único que Francia tenía para oponer al gran Tolstói. Y dinamitó la escena literaria francesa con su primer gran libro, El jardín de los suplicios (1899), escrito bajo la indignación tras el juicio de Alfred Dreyfus, en el que profundiza magistralmente sobre los instintos humanos y la hipocresía de la civilización europea.