Tres secretarias hablan entre risitas y susurros en un pequeño hueco de la oficina, alejadas de los hombres para los que trabajan. El tema de conversación gira en torno a un libro que pasa de unas manos a otras: El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence. Cuando llega la nueva, Peggy, y les pregunta qué hacen, ellas le ofrecen el preciado objeto y le apremian a leerlo. No sin antes advertirle de que será mejor que no lo lea en el metro a ojos de la gente por lo que pudieran pensar de ella.
Estamos en una agencia de publicidad, a comienzos de los años 60, en el tercer capítulo de la serie Mad Men. La lectura sobre la que cuchichean se escribió, en realidad, en 1928; pero ese mismo año se prohibió su publicación debido a que su contenido se consideró inapropiado: durante el juicio contra la editorial Penguin, la acusación esgrimió que ningún hombre querría tenerlo tirado por casa y que su hija, en un descuido, pudiera leerlo.
Lo escandaloso del El amante de Lady Chatterley era que narraba la vida de una mujer, insatisfecha en su matrimonio, que busca placer sexual en un amante de otra clase social. Este representaba el placer y también el lado bucólico y salvaje de la Inglaterra de los años 20. Que más de 30 años después se rescatase el libro con un éxito abrumador en ambos lados del océano –se convirtió en la segunda publicación más vendida por la editorial en su historia–, es sintomático de los tiempos que se vivían y, sobre todo, de los que esperaban a la vuelta de la esquina.
La escena de Mad Men nos ofrece también una cartografía del momento: en 1960, en EEUU, las mujeres ya podían trabajar en las oficinas de una agencia de publicidad y comprar sus propios libros; pero al mismo tiempo, su función era exclusivamente la de ser secretarias, aguantando la normalidad del acoso sexual diario y trabajando una doble jornada en sus hogares. Hogares donde esas lecturas morbosas, clasificadas peyorativamente como femeninas, debían ocultarse, comentarse entre susurros, bajo la mirada inquisitorial de los padres de familia. La transformación que vivió el panorama literario de los años sesenta es quizá la mejor muestra de cómo esa tensión política y social estallaría pronto.
En 1963, Betty Friedan publica La mística de la feminidad para describir el malestar de las amas de casa que “no tenía nombre” y los mecanismos que impedían la participación activa de las mujeres en la vida pública. Su teoría no se queda en el libro: poco a poco impregna el clima político y con el tiempo se traducirá en una revolución en las calles. Pero mientras llegamos a 1970, epicentro detonante de la segunda ola feminista –principalmente por la publicación de otras dos obras capitales del feminismo radical, La dialécitca del sexo, de Shulamith Firestone, y Política Sexual de Katte Millett–, la ficción comienza a transformarse.
Un año antes que Friedan, la premio Nobel Doris Lessing publica El cuaderno dorado y en 1963, aparecen El Grupo de Mary McCarthy y La campana de cristal de Sylvia Plath. También llegan a las librerías las dos primeras novelas de otra autora de referencia de habla inglesa, Margarett Drabble. Y antes de acabar la década, dos de las escritoras de ciencia ficción más reconocidas posteriormente sacaban su primer libro: en 1966, Ursula K. Le Guin publica El mundo de Rocannon y en 1968 Joanna Russ, Picnic on Paradise.
Lo que hacen Lessing, McCarthy, Plath o Drabble es dar vida en sus libros a la cotidinaidad de las mujeres tratando esas problemáticas que «no tenían nombre»
Aunque pocos elementos formales existen que unan todas a estas escritoras más allá de tener protagonistas mujeres, tampoco pueden desligarse de su momento histórico: el público femenino comenzaba a exigir una narrativa que no describiese a las mujeres desde el estereotipo que convierte sus cuerpos en lo único relevante para la trama. Todas fueron, no por casualidad, novelas con un enorme éxito de ventas.
Su asociación con el movimiento feminista no se reducía al hecho de que sus autoras fuesen mujeres –aun siendo contadas excepciones, ya existían algunos nombres femeninos dentro del canon literario–; lo que hacen Lessing, McCarthy, Plath o Drabble es dar vida en sus libros a la cotidianeidad de las mujeres tratando esas problemáticas que “no tenían nombre”, así como sus deseos y cuerpos, no como santas o prostitutas, ni como madres bondadosas o esposas complacientes, sino desde distintas perspectivas y niveles de profundidad, apostando por volver complejo e incierto lo que hasta entonces se daba por supuesto: la felicidad familiar, el amor materno, la devoción de la esposa.
Es conveniente aclarar en este punto que el compromiso de las autoras citadas con el activismo por la igualdad no era unánime y sobre todo, su intención no fue, en ninguno de los casos, crear novelas que ofreciesen un mensaje concreto. Su oficio era la escritura y a ella se entregaban. El prólogo de Doris Lessing que acompaña una edición del El cuaderno dorado –que cuenta la historia de una novelista estancada– diez años después de su publicación, describe perfectamente cómo, sin ser su intención, escribir sobre asuntos femeninos provocó que su obra fuese leída como una anomalía, una distorsión molesta en el panorama literario: “este libro fue inmediatamente despreciado por críticos tantos amistosos como hostiles, cual si tratara de la guerra de sexos. Las mujeres por su parte, lo consideraron arma utilizable en dicha guerra”, escribe Lessing.
“Desde entonces me he encontrado en una falsa posición, ya que lo último que habría yo querido es negar apoyo a las mujeres”, y añade, “pero esta novela no fue un toque de clarín en pro de la liberación femenina. Solo describía muchas emociones femeninas de agresión, hostilidad, de resentimiento. Las puse en letra de molde. Aparentemente, lo que muchas mujeres pensaban, sentían y experimentaban causó una gran sorpresa”.
En un momento en el que el machismo impregnaba la literatura de diversas formas, algo aparentemente obvio como explotar personajes femeninos se convirtió en algo parecido a un acto subversivo
En resumen, es evidente que los mecanismos por los cuales estas novelas son etiquetadas de feministas son más complejos que la simple identificación de sus autoras y sus temas con el activismo: no son panfletos, ni tampoco novelas de tesis. Pero en un momento en el que el machismo impregnaba la literatura de diversas formas, algo aparentemente obvio como explotar personajes femeninos –¡siendo escritora!– se convirtió en algo parecido a un acto subversivo, sospechoso para unos y símbolo de reconocimiento para otras. Y esto, que no resta ni suma valor a su literatura, sí importa cuando retrospectivamente tratamos de vislumbrar cómo el despertar feminista traspasó las fronteras de la academia y las instituciones hasta adentrarse entre los cuchicheos –que después serían gritos– de secretarias, amigas, madres, hijas y amas de casa.
Así ocurrió con El grupo (Impedimenta) de Mary McCarthy: a pesar de lo mucho que se ha denunciado después su “sanguinaria escritura”, la intención de esta autora no fue causar un revuelo de tales dimensiones –se mantuvo dos años en la lista de los más vendidos del New York Times– por describir la vida frustrada de ocho chicas que acaban de terminar la universidad y se enfrentan a un mundo muy distinto del que esperaban. McCarthy tuvo además la osadía de describir relaciones sexuales desde el punto del vista del consentimieto y el placer femenino. Si a nivel estatal parecía que cada vez más la igualdad se iba regulando por mecanismos burocráticos –hasta hace pocos años ni siquiera las mujeres podían entrar en las universidades– y la revolución sexual era palpable en la juventud, la vida adulta, relata la novela, volvería a poner a las chicas en su lugar. Los hombres no estaban dispuestos a tomarlas en serio ni aceptar nueva competencia en sus trabajos.
En una escena brillante, McCarthy describe cómo una de las protagonistas trata inútilmente de contentar a su marido después de que le hayan despedido, tomando precauciones para no parecer en ningún momento más inteligente que él y dañar su orgullo. “No he pensando ni por un minuto que podríamos trabajar en lo mismo. Eso es imposible. Tu eres un genio y yo una persona del montón. Por eso yo me desenvuelvo con más facilidad en la vida y a ti te resulta más difícil”. Kay, cuya boda da comienzo al libro, consuela a su pareja con unas palabras que él –y también el lector– descubre envenenadas. “¿Cuántas veces te he dicho que eres una egoísta sin escrúpulos? Observa cómo has cambiado el centro de atención a tu persona. Es mi a quien han despedido hoy del trabajo, no a ti”, contesta él con violencia.
Margaret Drabble se sirvió asimismo de la ironía y la sátira social para cuestionar algunos de los prejuicios que, dentro y fuera de las novelas, seguían modelando el imaginario colectivo. En Una jaula en un jardín de verano (Alba) su debut literario, dos hermanas de clase media con dones compartidos de belleza y talento tienen devaneos amorosos varios; una de ellas se casa, se separa, se pelean entre ellas y vuelven a juntarse al final, porque la envidia que pueda surgir entre ambas nunca supera el horror de la institución matrimonial. Drabble, estudiante de Cambridge en aquel momento, reflexiona en esta novela sobre la importancia del dinero para la independencia de las mujeres. Solo dos años después, la autora vuelve a escribir sobre asuntos femeninos: La piedra de moler (Alba) cuenta la vida de una mujer que se queda embarazada sin planearlo y después de valorar la dificultad del aborto, sigue adelante como madre soltera.
En este caso, la autora detalla todos los complejos pasos por los que pasa una embarazada en el sistema de salud público del momento y también la continua compasión que le transmiten sus amigos por su situación, aunque para ella no sea algo especialmente dramático. Las protagonistas de Margaret Drabble, igual que las de Lessing y McCarthy no son, en absoluto, mujeres con vidas envidiables ni tampoco víctimas totales, son sencillamente igual de complejas que cualquier mujer tratando a duras penas de estudiar, trabajar, comprar, tener una cuenta en el banco, leer, beber, cuidar de sus hijos, o hacer todo esto a la vez en 1960. Su interés se encuentra en la misma fricción que muestran las secretarias de Mad Men: chicas que podían soñar con serlo todo, pero a las que después no se las dejaría ser prácticamente nada más que eso, chicas con sueños estúpidos.
No por casualidad, las traducciones o reediciones de estos textos han llegado durante los últimos años, en un nuevo estallido feminista –llámese ola si se quiere–, a las librerías españolas. Entre ellos, también una novela que sería ejemplo del resultado que dejó en la literatura la exploración femenina que comenzaron sus antecesoras: Memorias de una ex reina del baile (Temas de hoy) de Alix Kates Shulman. Se publica originalmente en 1973 y su objetivo, aquí sí, en palabras de la propia autora, es servir de paradigma del movimiento de liberación de la mujer. Pero lo interesante para el caso es que al publicarse “ya había suficiente gente conmovida por las ideas feministas como para crear un ansia sobre las experiencias de las mujeres que hizo de mi novela un auténtico bestseller”, comenta Shulman en la edición actual. El libro, que cuenta las aventuras, viajes por el mundo y el acoso que vive una mujer joven, vendió un millón de ejemplares y se considera una referencia para el movimiento feminista.
De lo que no hay duda es de que las novelas de Drabble, Lessing y McCarthy ofrecían nuevas maneras de leer el presente y, para sus lectoras, nuevas formas de mirarse, entenderse y explicarse.
Así, más que perdernos en debates estériles sobre para qué sirve una novela, o sobre hasta qué punto la ficción puede promover virtudes y cambiar costumbres –debates que no son sino versiones de la paradoja del huevo y la gallina, pero con libros e ideas–, deberíamos fijarnos más en la recepción de todos estos libros, y tratar de ver de qué maneras acompañaron y facilitaron una serie de transformaciones sociales. Porque de lo que no hay duda es de que las novelas de Drabble, Lessing y McCarthy ofrecían nuevas maneras de leer el presente y, para sus lectoras, nuevas formas de mirarse, entenderse y explicarse.
Sus libros circularon en un contexto social, político y económico muy concreto, independientemente de las intenciones explícitas de sus autoras, del mismo modo que lo siguen haciendo ahora. La misma Lessing repara en ello en el mismo prólogo que acompaña El Cuaderno Dorado: “este libro fue escrito como si las actitudes creadas por los movimientos de liberación femenina ya existieran. Se publicó por primera vez hace diez años, en 1962. Si apareciese ahora quizá se leyera, pero no provocaría ninguna reacción: las cosas han cambiado rápidamente. Ciertas hipocresías han desaparecido”.
Y concluye: “hace diez años o incluso cinco se escribían abundantes novelas y comedias cuyos autores criticaban furiosamente a las escritoras (particularmente en Estados Unidos, pero también en Inglaterra), retratándolas como bravuconas y traidoras, pero, sobre todo, como zapadoras que segaban la hierba bajo los pies. Sin embargo, en escritores masculinos, estas actitudes solían advertirse y aceptarse como bases filosóficas sólidas y normales, y en ningún caso como reacciones propias de individuos agresivos o neuróticos o misóginos. Desde luego que todo sigue igual, pero, aun así, alguna mejora a este respecto se advierte”.
«Desde luego que todo sigue igual, pero, aun así, alguna mejora a este respecto se advierte», escribía Doris Lessing