“A la persona que escribió 'it's comforting to know that at least we’re all scared together' ('Es reconfortante saber que al menos todos tenemos miedo juntos') en los comentarios de Ribs, de Lorde, en YouTube. A los que tenemos miedo juntos”. Un jovencísimo Javier Navarro-Soto Egea de 19 años escribió un poema muy largo en el verano de la pandemia y se lo dedicó a un anónimo de internet. Dice que con este libro solo quería “soltarlo todo” y que alguien le dijese: “Vale, no estás solo, pienso igual y me pasa lo mismo”, y quizás por eso Hasta que nos duelan las costillas (Cicely, 2023) es también una forma de colectivizar el malestar, la euforia y el estampido de la adolescencia. En los versos que recorren el libro no dice nada y lo dice todo a la vez. Y ahí está la magia.
“Si la infancia es una plaza en la que los niños juegan y las niñas / lavan la ropa critican a sus maridos se bañan en la fuente como si fueran / una manada de sirenas la adolescencia entonces es [...] / una catedral ardiendo que contiene en su interior todos esos años / [...] en esa catedral [...] bailamos perreamos vomitamos hacemos cosas de jóvenes a pesar de ya no serlo a pesar de tener ya cada vez más años cada vez más años cada vez más cerca de los veinte y luego de los treinta y luego de los cuarenta y así hasta que el fuego se extinga desaparezca para siempre adiós bye ¡CHAS! porque la tumba aparece en el camino y la vida se marchita”. Un extracto del poema de Navarro-Soto Egea parece una confesión irremediable.
Que la poesía de la nueva década no necesita ni mucho menos de la rima ni de los recursos literarios a los que acostumbra, es un hecho. Que los más jóvenes poetas se atreven a desprenderse desvergonzadamente de las palabras pesadas, las decoraciones saturadas y las formas sobrecargadas, también. La poesía de hoy es, de acuerdo con el periodo histórico del que forma parte, más inmediata que nunca. Dice Navarro-Soto que nunca se interesó demasiado por los poemas que estudiaron en el colegio, pero hablar de los días que uno se encierra por la noche en su cuarto viendo Skins mientras busca en Google cómo vomitar, culpar de todos los problemas de futuro a Zoey 101, no estar “cómodo con la vida as a concept” y convencerse de que no hay nada después de los diecinueve, también es literatura. Es una forma bella de presentarse ante el mundo.
“Poesía petarda” es como lo llama Navarro-Soto Egea, y la defiende como una vía de creación artística sin formación, sin demasiados recursos y sin ninguna expectativa: “La gente se olvida de que escribir es más sencillo de lo que parece, solo hace falta un lápiz y una hoja. Defiendo que hay que hacer las cosas para pasárselo bien, no con la intención de renovar el canon ni marcar un antes y un después”. En el mismo poemario se pregunta con cierta sátira si acaso no es propio “de alguien fracasado” hacer un libro “que habla de lo mismo de lo que tuitea”, dice, “alguien sin talento que no sabe hacer otra cosa aparte de llorar”. Pero lo que quizás desconoce es que la sinceridad, la inmediatez y el descaro con el que logra un poemario de lo más honesto es también una virtud que permite al lector ser testigo de un siglo desbordante: a veces violento y, otras veces, deslumbrador.
La adolescencia como recurso poético
La insistencia sin cansancio del poeta por defender la adolescencia como “edad primera, edad verdadera” —y opuesta a la infancia, que describe como “edad nula, edad vacía” — no está solo en el mero hecho de reconocer aquellos años como los mejores: en realidad, la adolescencia también está en el propio discurso, en el lenguaje, en el léxico, en la intención, en la naturalidad, en la tormenta de ideas, en el desorden, en la osadía, en la frescura, en la forma de decir las cosas, en la manera de interpretarlas, en el momento de escribirlas, en no decir exactamente nada, en no pretender nada, en no aspirar a nada. Hay que saber mirarlo bien y despojarse de juicios preconcebidos. Atreverse a dialogar con el adolescente y no olvidar que lo es. El prólogo de Juanpe Sánchez López ya advierte de que todo está plagado de un “ruido visual indescifrable”, y tiene razón. El poemario es, en sí mismo, un tiempo de juventud.
Por eso Hasta que nos duelan las costillas podría no ser del todo un libro: es más bien algo vivo, un recuerdo permanente, una imagen, un testimonio cuando todavía uno no es adulto y ve con una tiernísima convicción los años verdaderos, los del descubrimiento, el amor, el conflicto, las fiestas, la depresión, los gritos o las habitaciones de infancia en la casa de los padres. Podría ser la declaración escrita del Quién lo impide de Jonás Trueba —un fiel retrato de adolescentes siendo, ni más ni menos, adolescentes— o la afirmación definitiva de una Autodefensa que continúa con el 'mamarracheo', lo generacional y lo definitorio de una cultura pletórica y llena de cosas que contar. Hacerlo con un poema es una forma más.
Durante la escritura del libro sentía que nadie se sentía igual que yo respecto a la idea de crecer
Javier Navarro-Soto comenta que ahora se siente “bastante distanciado” del poemario: ya no es adolescente. Y eso también es valioso. Han pasado tres años desde que lo escribió y explica que su estilo ha cambiado y no le convence demasiado no solo la manera en la que escribió muchas cosas, sino tampoco lo que contaba. Ya no cree que el mundo se venga abajo al cumplir los veinte pero ha aprendido a respetar “al Javi del pasado” que se desesperaba solo de pensarlo, “reconciliarse con él”. Por eso no ha alterado el texto, a pesar de la tentación que los años de madurez deposita siempre en uno. Hacerlo sería matar al adolescente.
“Los poemas de esa época eran poemas que ni siquiera pensaba. Eran muy intuitivos, me guiaba por el ritmo. Era la primera vez que lo hacía y me lo tomaba como un juego”. Navarro-Soto Egea descubrió la poesía de la forma más zoomer posible, cuenta: a través de las redes sociales. Cuando se marchó de Lorca (Murcia) para estudiar Psicología se encontró con un circuito inmenso de referentes de los que palpó incansablemente y por los que empezó a escribir poesía “más en serio”. Y aunque le gustan las cosas “mucho más contenidas, más pausadas, más tranquilas”, explica, “el proceso de este libro fue como un torrente”. Por eso lo interesante es percibirlo tal y como existió. “Veo a gente de dieciocho años descubrir todo lo que yo descubrí cuando me fui a estudiar a Granada y me emociona. Durante la escritura del libro sentía que nadie se sentía igual que yo respecto a la idea de crecer. Creo que está guay que gente de esa edad, que ahora está agobiada por dejar de ser adolescente, pueda leer este libro y acceder a él, encontrarse con todo esto”.
Poesía mamarracha
El escritor cuenta que en su primer año de carrera, mientras todos estudiaban para los finales, él no podía parar de leer poemas “todo el rato por internet”. Una fiebre enfermiza. En la era en la que la gente publica por Medium.com y se crean círculos culturales por Twitter, que el contenido esté al alcance de todo el mundo hace “que la literatura no sea una cosa cerrada”, defiende Navarro-Soto. Teme, quizás, que para la Academia todavía no sea lo mismo: “Por ejemplo, cuando los reyes se reúnen con algunos poetas influencers y dicen que están con el panorama poético español… Mejor que llamen a la gente que ha ganado premios como el Hiperión en los últimos años”.
Nadie con diecisiete años habla diciendo 'Díjome el ángel que la luna se reflejó en tu bella pupila'
Pero reconoce que, a pesar de eso, él nunca sintió miedo de que su poesía no se entendiera, porque conoce el público al que le interesa llegar. Sus primeros versos se habían publicado ya en las antologías Cuando dejó de llover: 50 poéticas recién cortadas (Sloper, 2021) y en Ladrido (Premios Ucopoética / Bandaàparte, 2022), y había quedado finalista de los certámenes XIII Premio de Novela Jordi Sierra i Fabra y del I Premio de Poesía Letraversal. Lo que lamenta es que él y otros compañeros tengan que presentarse todavía a premios de poesía experimental y que sus poemarios no puedan comprenderse desde una esfera más global: “Está guay, pero también me gustaría poder enviar mi libro a otros sitios y saber que la gente va a poder leerlo como algo que tiene valor más allá de ser petardo y caótico. Nadie con diecisiete años habla diciendo 'Díjome el ángel que la luna se reflejó en tu bella pupila', así que me parece mucho más interesante una poesía más sincera, menos impostada”, opina. “Intuyo que dentro de unos años, cuando el panorama se vaya regenerando y los nombres vayan cambiando, todo será diferente. Espero”.
No quiere cerrarse a nada. Cuenta el poeta que ahora mismo está escribiendo teatro y que no pretende definirse en ningún estilo, a pesar de que la publicación de su primer libro parezca hacerlo: “Quiero demostrar que puedo hacer más cosas aparte de esta mamarrachada. Quiero seguir experimentando”. Quizás eso también es continuar en defensa de la juventud. Por la franqueza, la indiferencia, el soplo de aire fresco.
Hay un momento en el que, después de los pensamientos enredados, los sentimientos saliéndose del prisma y una cumbre de gritos que reivindican un tránsito de la vida radicalmente distinto, Navarro-Soto Egea encuentra el mejor de los paralelismos. Después del estallido de voz, el reposo. Como un golpe de luz. Y termina diciendo: “La adolescencia es una Iglesia en la que suena / música de Lorde / pero en la Iglesia también hay llantos despedidas la bajona / que todos los borrachos sienten / en un punto exacto de la noche / —y es este momento— / Paquita Salas es una señora de cuarenta años muy dispuesta que / trabaja como representante de actores y actrices en Madrid / y vivía en Navarrete / y conoció según lo que siempre dice / a todas las grandes actrices de principios de los dos mil / o quizás incluso antes / el caso es que Paquita Salas siempre hace cosas / todo el rato todo el tiempo nunca para / y las cosas siempre le salen increíblemente mal / pero ella no se rinde / se pide un vaso de larios una caña de chocolate grita un poco y dice / soy / Paquita Salas y hubo un tiempo en el que yo / fui enorme”.