Si algún adjetivo cuadrara como anillo al dedo a Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970) sería el de inclasificable. Desde que en 1995 publicara La máscara del héroe, la crítica y los lectores saludaron al entonces joven escritor como un enfant terrible y una de las grandes promesas de la literatura española. A día de hoy, con diez novelas y otros tantos ensayos a sus espaldas, con una presencia constante como columnista en la prensa, De Prada no defrauda las expectativas y se presenta como un intelectual de otra época, de un tiempo pasado que, sin embargo, él reivindica.
Cerca ya de cumplir 50 años se declara tradicional, pero no conservador; fustiga tanto a las derechas como a las izquierdas; y se permite nadar contra la corriente al defender que Catalunya es una nación o al criticar a sus colegas por traicionar al pueblo y plegarse a los intereses del poder, ya sea político, económico o cultural.
Juan Manuel de Prada, licenciado en Derecho de formación, ha ganado multitud de premios literarios y se ha dedicado en cuerpo y alma a su oficio de escritor, tal como hicieran Camilo José Cela o Francisco Umbral, dos de sus referentes. En la charla con eldiario.es este escritor y periodista, con criterio propio y que no se casa con nadie (no le gusta la expresión políticamente incorrecto), despliega una vasta cultura que abarca desde el cine hasta la literatura anglosajona pasando por los clásicos. Ahora acaba de publicar Lucía en la noche (Espasa), una novela de amor e intriga con algo de proyección personal en la que resuenan los ecos de Vértigo, uno de los títulos clásicos de Alfred Hitchcock que llevaba este revelador subtítulo, De entre los muertos.
Su novela es, sobre todo, una apasionada historia de amor y misterio en busca de una mujer que vuelve de entre los muertos. ¿Existen esas historias tan fuertes? ¿Es un homenaje a Vértigo?Vértigo
Sobre el amor a todos nos pesa una visión idealizada. De hecho, todos fantaseamos con una gran historia de amor mientras descuidamos las historias normales. Es cierto que el anhelo de encontrar el amor verdadero forma parte de nuestra razón de ser como personas. En cualquier caso, mientras buscamos las quimeras románticas descuidamos los amores de serie. En la idea inicial de Lucía en la noche confluyen la huella que me dejó Vértigo con el relato de una persona cercana que se vio involucrada en un lío descomunal y, por ello, se vio obligada a desaparecer como le ocurre a la protagonista de mi novela.
El protagonista masculino de su novela podría ser su alter ego, es decir, un escritor que triunfa siendo muy joven y más tarde sufre una crisis creativa.
Pero usted no ha dejado de publicar y de tener éxito con sus libros desde hace más de dos décadas.
Bueno, yo también sufrí una crisis personal profunda y estuve cinco años sin publicar ninguna obra de ficción. Este periodo coincidió con un divorcio que me dejó destruido y que resultó una experiencia devastadora porque las musas dejaron de visitarme. O sea, que he pasado por la situación del protagonista de mi novela, aunque Lucía en la noche tiene apenas una proyección personal. Pero no es, en modo alguno, autobiográfica.
De todos modos es usted un escritor muy vocacional que no ha dejado de escribir literatura o de ejercer el periodismo desde muy joven.
Es cierto que he tenido una visión desaforada de mi vocación fruto de mi admiración por escritores que se volcaron en el oficio literario como Camilo José Cela o Francisco Umbral. Ellos hicieron bandera de la dedicación absoluta a la literatura. Ahora bien, la literatura ha de ser también un medio de vida y hoy la sociedad está orillando la literatura, el oficio literario-periodístico. Antes un escritor ocupaba un lugar central en la vida social, pero hoy ya no representa un referente y la gente que se supone culta está más interesada por la última serie de Netflix o HBO que por una obra literaria.
Pero usted puede vivir de la literatura y el periodismo, ¿no es así?
Es así, pero en la actualidad el escritor que pretende vivir del oficio literario se ve obligado al final a chapotear en el barro, es decir, participar en tertulias de televisión y cosas por el estilo. Hace 20 años no eran actividades necesarias para vivir de la literatura.
¿Quiere decir que la cultura ha perdido todo su prestigio social?
Por supuesto. Desde que comencé a publicar en 1995 hasta hoy la pérdida de la gente de letras como referente social resulta apabullante. Pero en parte la culpa es nuestra. Los escritores españoles han traicionado al pueblo porque se han plegado al poder, han acatado los dictados culturales, económicos y políticos del poder. En definitiva, los intelectuales están hoy al servicio del sistema y, por tanto, mucha gente pierde su confianza en los escritores. Por otra parte, al poder le interesan seres desarraigados, átomos sin el acervo de la tradición. Así se empuja a los jóvenes a que estudien informática e inglés para ser explotados igual en Shangai que en Albacete. En definitiva, al sistema no le gusta que se estudie literatura o filosofía para que los alumnos aprendan a pensar con criterio propio.
Hoy no encontramos ya la figura de un escritor ególatra, pero gallardo como Miguel de Unamuno. Nadie demuestra tener las agallas de Unamuno que fue desterrado por la dictadura de Primo de Rivera y que se atrevió, en plena Guerra Civil, a denunciar la barbarie del franquismo. Unamuno representa para mí el ejemplo de un escritor libre y original, es el gran autor español del siglo XX.
Se define como tradicionalista, pero no conservador. ¿Puede explicar la diferencia?
Estoy a favor de una tradición vivificadora en el sentido de que una persona conservadora solamente quiere conservar la cáscara de las cosas, pero el meollo le importa un pito. En cambio, un tradicionalista defiende que el meollo transmita su savia a la cáscara.
Yo no estoy en contra del progreso. Pero como decía mi admirado Chesterton se trata de que las almas impongan sus normas al progreso y no de que el progreso cambie las almas. Además, el pensamiento tradicional no participa de las divisiones ideológicas y deviene en un disolvente del capitalismo.
Podríamos decir que es usted políticamente incorrecto.
No me gusta nada esa expresión porque denota una burricie empoderada, un mensaje rompedor por rompedor al que no le veo sentido. Porque al discurso dominante hay que combatirlo con una buena formación filosófica y política y con argumentos racionales y coherentes. Mantengo un discurso antimoderno frente a las ideologías modernas establecidas. De todos modos, en ocasiones este discurso se convierte en ininteligible para alguna gente.
Al hilo de sus reflexiones y en su doble condición de escritor y periodista, ¿el periodismo ha desaparecido como género literario? ¿Podrían surgir hoy un Julio Camba, un Chaves Nogales o un Josep Pla?
En la era del clic resulta realmente difícil mantener el periodismo como un género literario. La relación entre el periodista y el lector en el sentido de que el primero intentaba hacer pensar y reflexionar al segundo se ha hecho añicos. En la actualidad se busca a un lector compulsivo que responda a las burradas que se publican. En la práctica, las redes sociales sirven para lanzar consignas y para fomentar un pensamiento esquemático y superficial.
Para sorpresa de muchos que lo sitúan como un conservador, ha declarado usted públicamente que “Cataluña es una nación como una catedral”. ¿Qué vías de solución ve al conflicto? ¿Han de jugar los intelectuales un papel de puente de diálogo?
Cualquier persona culta y de sentido común sabe que Cataluña es una nación, aunque no cuente con un Estado. Se trata de algo obvio, ni de derechas ni de izquierdas. De otro lado, creo que los catalanes deberían volver a su histórico pactisme que practican desde la Edad Media y abandonar la quimera de la autodeterminación. El sector independentista debería centrar su diálogo en cosas concretas.
Por otro lado están locos aquellos que desde la derecha plantean una aplicación del artículo 155 de forma indefinida. Aparte de que ese artículo es absolutamente discrecional, su aplicación significaría el odio para varias generaciones porque no conviene olvidar que dos millones de catalanes sienten rechazo hacia España. Como diría Unamuno, se trataría de convencer y no de vencer ofreciendo otro rostro de España.
Por supuesto que los intelectuales podrían jugar un papel de puente. Sin embargo, ¿cómo no va a haber desinterés hacia la cultura catalana en el resto del país si no leemos a Cervantes o a Quevedo? Yo amo y estudio la literatura catalana. Cabe recordar que hace más de un siglo alguien tan conservador como Menéndez Pelayo leyó en catalán, en unos juegos florales, un discurso de homenaje a Jacint Verdaguer. Buena anécdota, ¿eh?