Aunque poca gente se lo reconociera en su momento, desde los escritos que Eve Babitz firmó durante los años setenta hablaba una feminista que actuaba de incógnito. Hija de una artista y activista que defendía legados arquitectónicos y de un violinista de clásica que trabajaba para la 20th Century Fox, Eve creció formando parte del ambiente social de Los Ángeles. Una ciudad supeditada a las promesas y desengaños de Hollywood, donde la belleza se impone a cualquier otra consideración. Un lugar en el que las reglas las escriben hombres que proyectan fantasías de erotismo y bienestar, y donde las mujeres urden estrategias privadas para no ser repudiadas por un sistema voraz.
Babitz escribió sobre este tipo de cosas sin más intención que contar lo que sucedía a su alrededor, pero al levantar acta de lo que veía y sentía, estaba denunciando también una fuente de infelicidad. No militaba. No iba de abanderada feminista y, gracias a eso, pudo infiltrarse en rodajes, en fiestas, en mansiones con esas piscinas que, según ella, eran el escenario perpetuo de la corrupción. Y cuando salía de allí, escribía. Escribía sobre lo que había experimentado y lo proyectaba a través de su mirada de mujer joven californiana que sabe que, si gana algún kilo más, perderá su encanto como Cenicienta después de la media noche. Esa es Eve Babitz, protegiéndose con su escepticismo de las amenazas del amor, defendiéndose con su escritura. Leyendo una edición de bolsillo de Virginia Woolf mientras espera a que llegue la enésima cita impuntual.
“Janis Joplin siempre se preguntaba cuándo llegaría su príncipe, y la espera era tan aburrida que compró el sosiego total del lago liso, blanco, claro y sonriente de la heroína”. Esto dice Babitz en Heroína, una de las crónicas-relato que forma parte de Días lentos, malas compañías. El mundo, la carne y L.A., segunda obra de la autora que llega a España y que ha editado Colectivo Bruxista con traducción de Ana Guerra y prólogo de María Bastarós. En muchos momentos, Babitz usaba las palabras como un escalpelo, para desvelar lo que oculta un falso paraíso donde no existe el invierno llamado Los Ángeles.
Una de esas realidades son las drogas, y en especial, la heroína, de la cual ella habla así: “Tener algo que a la vez mata el dolor y es ilegal resulta demasiado tentador cuando de repente lo tienes todo menos al príncipe, sobre todo si eres americana”. A mediados de la pasada década, Babitz fue descubierta por una nueva generación de lectoras, que esta vez sí supieron ver la profundidad de sus crónicas. Hasta entonces, Babitz era vista como una especie de versión pop (es decir, superficial) de la otra gran cronista de la Costa Oeste norteamericana, Joan Didion.
Sin embargo, fue la propia Didion la que propició que Babitz, que entonces trabajaba como diseñadora en Atlantic haciendo portadas para The Byrds, Linda Ronstadt y Buffalo Springfield, publicara su primer artículo en Rolling Stone. Lili Anolik, biógrafa y, por lo tanto, responsable indirecta de la revitalización de la obra de Babitz, publicará en noviembre un libro sobre la relación personal y profesional que ambas escritoras mantuvieron. En 2021, una enfermedad degenerativa acabó con la vida de Babitz y también con la posibilidad de que pudiera saborear esta dulce revancha.
Días lentos, malas compañías, originalmente publicado en 1977, fue su segunda obra literaria. Tres años antes había debutado con otro híbrido de memorias y ficción con El otro Hollywood (publicado en España por Random House en 2018). Tras leer su debut, la agente literaria Erica Spellman-Silverman contactó con ella y le propuso llevar su carrera literaria. Lo primero que Babitz le dijo cuando se vieron fue que no sabía para qué habían quedado porque, aunque hubiese escrito un libro, ella no se sentía escritora. “Pues me temo que eso es lo que eres”, le respondió Spellman-Silverman.
No estaba siendo zalamera. Ahí están el ingenio y la sencillez con las que plasma algunas de sus visiones (los adjetivos que elige para describir la heroína en el párrafo antes citado; o esto: “era actriz, y como todas las actrices, solo era real cuando fingía”); ahí están también escenas que logran que quien las lee sienta que ha conseguido colarse en la escena narrada: “La lluvia es libertad; siempre ha sido así en Los Ángeles. Es liberarse de la nube tóxica y de la monotonía ininterrumpida, triste y odiosa; es la libertad de mirar por la ventana y pensar en Londres y en minúsculas violetas y en París y en adoquines”. Después de aquel encuentro, Spellman-Silverman se dedicó a llamar diariamente a Babitz para que no dejara de escribir. Un año después, la agente recibió un paquete de folios llenos con las historias que dieron forma a Días lentos, malas compañías.
Durante años se habló de Babitz como la mujer que había tenido aventuras con Jim Morrison, Harrison Ford, Steve Martin o Ed y Paul Ruscha. Su currículo sentimental se colocaba al mismo nivel que su obra. Aunque se siga insistiendo en ello, ahora lo que prima es su talento. Parafraseando a Anaïs Nin, Babitz fue una espía en la casa del amor. Nos habló de las marcas que dejan las relaciones con hombres, pero también las que deja el contacto con otras mujeres que han de sobrevivir en un entorno que solamente deja de ser hostil si se ostenta algún tipo de poder.
Días lentos, malas compañías está construido con los reflejos de experiencias amorosas que discurren continuamente por ese escenario gigantesco que abarca tanto desiertos interminables como playas de reflejos deslumbrantes. Los vaivenes del amor y del deseo a bordo de grandes coches descapotables, vividos en restaurantes donde sirven los más originales cócteles, siempre junto a hombres que nunca terminan de ofrecer lo que se espera de ellos. “Esta es una historia de amor y pido disculpas por ello; ha sido algo involuntario”, se disculpa Babitz al principio del libro. No queda claro si el objeto de ese amor es uno de esos amantes o a la ciudad de Los Ángeles, gran protagonista de esta serie de historias contadas con destreza, pasión, humor y melancolía.