Cada vez que un grupo de poetas reconocidos se jactan de asistir al recital de una compañera “para verle las tetas”. Cada vez que los organizadores de un congreso de columnistas afirman que “no somos machistas, pero no trabajamos con cuotas” para justificar la ausencia de mujeres (y para fanfarronear abiertamente sobre los pechos de una oyente y “lo buena” que está una periodista).
Cada vez que se hace un inventario de escritoras en la Feria del Libro porque de hombres sería mucho más largo y trabajoso. Cada vez que un académico del Nobel de Literatura y el presidente del Pulitzer dimiten por denuncias de acoso sexual, el libro Cómo acabar con la escritura de las mujeres de Joanna Russ (Nueva York, 1937-2011) recupera su vigencia.
La recupera porque, aunque acaba de ser traducido por primera vez al español gracias al esfuerzo de las editoriales Dos Bigotes y Barrett (y de Gloria Fortún), el manual tiene casi cuatro décadas. Si Russ siguiese viva y fuese tan radical como muchos le recriminaban, espetaría un simple “os lo dije”. Pero la académica y feminista estadounidense era más de atizar con datos, hechos y una prosa afilada, como demuestra en este ensayo.
¿Y por qué rescatarlo justo ahora? Como dice la crítica Jessa Crispin en el prólogo, porque estamos ante el enésimo conato de arrepentimiento del hombre blanco por haber silenciado a las grandes literatas de nuestra historia. Mientras ocurre, ellas aguardan en las aceras asistiendo escépticas a esta marcha de expiación.
“Ya han presenciado antes este tipo de representaciones, este despliegue de «¿cómo podía estar tan equivocado?» al que sigue, bien una vuelta a su antiguo comportamiento levemente modificado, bien un intento de echar un polvo”, escribe la autora de Por qué no soy feminista. Pero, a su vez, “les hipnotiza el show y les decepciona ser aún capaces de sentir esperanza: esperanza de que se les vea como son en realidad y no a través de las proyecciones de estos hombres”.
El mundo de Joanna Russ en 1983 no era el mismo de hoy en día, ni siquiera la parte anglófona en la que se centra su libro. Para empezar, la transición a la vida tecnológica ha permitido a las escritoras globalizar las humillaciones que antes sufrían entre las cuatro paredes de una editorial. Hace un año, el hashtag #ThingsOnlyWomenWritersHear (cosas que solo escuchan las escritoras) fue una llamada de la selva elocuente. Sin embargo, los meses pasan, las décadas pasan y Crispin se pregunta “qué demonios queda por hacer”.
Crispin propone evitar que Cómo acabar con la escritura de las mujeres sea etiquetada como otra lectura feminista. Joanna Russ se ha salvado hasta ahora de engrosar la lista de autoras rescatadas por el movimiento, un subgrupo con loables intenciones pero que perpetúa justo lo que ella quería erradicar: que los libros con firma femenina sean categorizados y consumidos mayoritariamente por un público femenino.
Según ella, los once patrones que han servido para ignorar, condenar o minusvalorar las obras de mujeres son usados hoy en día por el feminismo no transversal. “También ellas [mujeres blancas heterosexuales de clase media y conformes con su género] demonizan, malinterpretan y etiquetan a otros sectores de población”. Por eso, opina, al libro de Joanna Russ le corresponde un espacio sin etiquetas, una repisa de literatura ordinaria que le libre “de la indignidad de formar parte de un subgrupo”.
1. Prohibiciones
No se refiere solo a las prohibiciones formales, sino a otras a veces mucho más poderosas como la pobreza o la falta de tiempo. Russ pone el ejemplo de Vilette, Emma, Cumbres Borrascosas o Middlemarch, todas ellas creadas por “mujeres tan pobres que no podían permitirse comprar más que unas cuantas manos de papel de una vez para escribir”. Y cuando los asuntos monetarios se resolvieron con la Ley sobre la Propiedad de la Mujer Casada, llegaron los de del tiempo, la energía y la autoestima.
“Se introduce de un modo tan intenso en las expectativas que una mujer tiene sobre sí misma que llega a constituir una quiebra tremenda de la identidad”, escribe sobre el trágico caso de Sylvia Plath, que se suicidó a los 31 años por esa presión: “La mujer alcanza la perfección. Su cuerpo muerto esboza la sonrisa del éxito”.
2. Mala fe
Joanna Russ se debate entre considerar el sexismo en la literatura una conspiración consciente o una auténtica ignorancia. Esto es porque gran parte de la cultura nos viene dada y no siempre somos responsables del contexto social en el que vivimos. Sin embargo, es muy cómodo ahorrarse el esfuerzo de contradecir el discurso oficial en lugar de buscar nuevos (y femeninos) referentes.
Este “preferir no saber, defender nuestra posición social con una pasión medio sincera y medio egoísta, este grandioso y confuso tipo de ingenuidad humana es lo que Jean- Paul Sartre denomina mala fe”. Y la autora también.
3. Negación de la autoría
Un crítico decimonónico aseveró que “Emily Brönte empezó a escribir Cumbres Borrascosas, pero el libro se terminó a sí mismo”, otro asumió que Jane Eyre estaba escrito por un hermano y una hermana, y el que reseñó Frankenstein describió a Mery Shelley como “un medio transparente por el que pasaban las ideas de aquellos que estaban a su alrededor”.
Russ también se adelanta a los que aseguran que estos prejuicios quedaron atrás añadiendo otras anécdotas personales como la del editor británico que asumió que Úrsula K. Le Guin era un hombre porque vendía mucho, o el que la piropeó diciendo que “no escribía como una mujer”.
4. Contaminación de la autoría
Una alternativa a la negación de la autoría femenina es la de divulgar la idea de que, al crear arte, las mujeres hacen el ridículo o se muestran como anormales, neuróticas, desagradables u odiosas. “La historia de la literatura perpetúa el círculo vicioso por el que las mujeres virtuosas no podían saber lo suficiente de la vida como para escribir bien, mientras que aquellas que sabían lo suficiente de la vida como para escribir bien, no podían ser virtuosas”, describe Russ.
A partir del siglo XX, una de las formas más extendidas de contaminar la autoría fue relacionándola sin pretexto con los rasgos físicos de la escritora. O bien es demasiado guapa, es decir, indecorosa y sexual; o bien es poco atractiva, por lo que vierte la tristeza y sus anhelos masculinos en unos textos brillantes. En definitiva, que “lo hizo pero no debería haberlo hecho”.
5. Doble rasero del contenido
El arma más importante del arsenal y también la más inocente: reside en considerar de más valor e importancia un conjunto de experiencias antes que otras. “Así, al No lo escribió ella y al Lo hizo, pero no debería haberlo hecho, podemos añadirle Lo hizo, pero fíjate sobre qué cosas escribió”, incluye Russ. Maternidad, moda y hogar frente a guerras o “fútbol”, como se quejaba Virginia Woolf.
Si se define la experiencia de las mujeres como inferior o más limitada que la masculina, la escritura de las mujeres se infravalora automáticamente.
6. Falsa categorización
Obras o autoras subestimadas al clasificaras en la categoría “equivocada”. ¿Cómo? Expulsándolas de antologías, investigando muy poco sobre ellas, colocándolas en subgéneros literarios, en arte “no serio” o atribuyéndoles un adjetivo para “borrar” su obra: La poeta Aphra Behn se convierte en Aphra la Puta, Christina Rossetti sería Christina la Solterona o Dickinson, Emily la Loca.
7. Aislamiento
Este apartado se refiere al mito del logro aislado, el “solo tiene una obra buena”, que se espeta cuando una autora consigue ingresar en el canon de los Grandes. “La librería de la universidad donde yo trabajaba vendía tres o cuatro ediciones de Frankenstein, pero no tenían ni una sola de El último hombre, de Mary Shelley”, cuenta Russ.
La autora defiende que no es casual que el mito del logro aislado promueva las obras de peor calidad de las escritoras como si fuesen su mejor trabajo. Como ejemplo: Jane Eyre, de Charlotte Brönte -“una historia de amor porque las mujeres deberían escribir historias de amor”-, frente a Vilette, “una larga meditación sobre la fuga carcelaria”.
8. Anomalía
Lo escribió ella, pero hay muy pocas como ella. “Considerar que las escritoras son anomalías es el modo definitivo para asegurar la marginalidad permanente”, defiende Russ, ya que de esta manera no se estudian las conexiones entre ellas, sus relaciones o influencias. Al parecer que son “tan pocas”, resultan también triviales.
9. Falta de modelos a seguir
Una consecuencia directa de lo anterior. Los modelos para las mujeres aspirantes a artistas son “el doble de valiosos”: los necesitan no solo para comprobar las maneras en que la imaginación literaria ha representado el hecho de ser mujer, sino también como garantía de que pueden crear arte sin ser de segunda categoría, sin volverse locas o sin por ello dejar de ser amadas.
10. Reacciones
¿Cómo reaccionan las mujeres ante todo esto? No escribiendo, asumiendo que su escritura va a ser inferior a la de los hombres, resaltando su “parte masculina”, afirmando ser “una excepción”, “más que una mujer” o ignorando el problema.
11. Estética
Lo que asusta del arte negro, o del arte de las mujeres, o del arte chicano, dice Russ, es que pone en cuestión la idea misma de objetividad y de criterios absolutos. “Una cara de la pesadilla es que el grupo privilegiado no reconocerá ese otro arte, que no será capaz de juzgarlo, y que su superioridad desaparecerá repentinamente. La otra cara de la pesadilla es que lo que encuentre en ese otro arte le resulte demasiado familiar”. Así, las vidas de las mujeres serían la oculta verdad sobre las vidas de los hombres.