Desde que el establishment estadounidense dio luz verde al Hollywood en guerra posterior a los ataques japoneses a Pearl Harbor, el nazi se convirtió en una especie de villano por defecto. La difusión de los genocidios cometidos en campos de exterminio contribuyó a fijar al nacionalsocialista como una representación del mal absoluto que podía estar presente en todo tipo de ficciones. Ya fuese en propuestas políticamente conscientes hasta explotaciones de un cierto mal gusto.
Tampoco han faltado las ucronías que exploran historias mundiales alternativas donde el III Reich ha triunfado, o se ha preservado en exilios fantasiosos. Poco después del final de la II Guerra Mundial, el novelista Robert A. Heinlein (Brigadas del espacio) especuló con un refugio nazi en la Luna mediante su ficción juvenil Rocket Ship Galileo. El finlandés Timo Vuorensola ensayó algo parecido a través de una extravagancia del frikismo reciente: el filme Iron sky.
Ya en los lisérgicos años 60, Philip K. Dick (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) escribió El hombre del castillo, donde los Estados Unidos están bajo la influencia de Alemania y Japón. La novela ha sido llevada a la televisión en formato serie y no es la única propuesta en esta linea del audiovisual reciente: la serie SS – GB trata de una Gran Bretaña ocupada por el ejército alemán.
En los mismos años sesenta, el periodista y editor austríaco Otto Basil escribió una ucronía peculiar por su tono tragicómico, polémica por su tratamiento más ridiculizador que condenatorio. Si el Führer lo supiera se ambienta en un mundo alternativo donde Alemania y Japón ganaron la guerra. Sus respectivos imperios gobiernan el planeta con un racismo extremo y a la vez completamente normalizado. Por el camino, Alemania se ha convertido en una potencia decadente, en una Roma a punto de ser devorada por las pugnas internas y los múltiples enemigos externos.
Perdido en un mundo que termina
Basil construyó una libro-experiencia: largo, de tono oscilante, con cierto aspecto a tour de force creativo, enfatizado por las extenuantes desventuras de su personaje principal. Todo ello aparece envuelto de un cierto aire kafkiano. El protagonista, funcionarial y algo pasivo, tiene rastros de esos no-héroes que soportan los zarandeos de una realidad hostil e incomprensible.
También hay algo del imaginario del escritor checo en el mundo concebido por Basil. En el Gran Reich abunda la burocracia desatada y desquiciada, las enumeraciones e inventarios infinitos, bajo el yugo de unos poderes desconcertantes que pueden parecer abrumadores y, unos minutos después, ausentes e impotentes. Las relaciones amorosas y sexuales del personaje principal, gustoso de un cierto sadomasoquismo asociado con el imaginario nazi, puede recordar a los fallidos amoríos kafkianos. Y un encuentro subterráneo con un grupo clandestino de psicoanalistas remite a los diálogos enrarecidos propios del autor de El proceso.
El imperio alemán del libro no solo es supremacista, genocida y autodestructivo: también está devorado por las supersticiones y las extravagancias. Basil satiriza el lenguaje y las supersticiones del Reich, su sincrética mitología que idealizaba presuntas glorias germánicas y exploraba todo tipo de ocultismos e investigaciones pseudocientíficas. El protagonista, de hecho, es un rabdomante, un empleado estatal que busca radiaciones terrestres presuntamente perjudiciales para la salud.
Aun desde la distancia de una narración en tercera persona, el protagonismo otorgado a un nazi fiel condiciona la mirada novelística. Se asumen en gran medida las percepciones acríticas (“el partido piensa por ti”) y crédulas de un personaje con escasa visión de conjunto. A diferencia de lo narrado en clásicos como Nosotros o 1984, el protagonista no vive grandes conflictos interiores. Basil nos presenta una distopía vivida prácticamente como una utopía. Y esto remite a la figura real del alemán partidario del totalitarismo, indiferente ante una represión que no le afecta.
A lo largo del libro no hay subrayados de crítica al nazismo: su autor escogió una ridiculización variablemente estridente. Se puede destacar, por ejemplo, cómo los westerns escritos por Karl May influyen en la jerarquía de razas promovida por Hitler. Gracias a la admiración del Führer por el valeroso indio Winnetou, los pieles rojas están por encima de otros colectivos no-arios que se consideran subhumanos.
En la novela, los fieles a Hitler son una especie de oligarquía moderada en su barbarie. Un poder todavía más feroz les quiere desplazar, pero todos estos movimientos no se explican en detalle. Basil se ocupa de las andanzas de la odisea del personaje, patética desde un inicio, progresivamente agónica.
El funcionario Höllriegl despierta de la pesadilla totalitaria, que para él era un sueño plácido, mediante sacudidas apocalípticas que no implican una transformación interior. Es la parte más dramática de la tragicomedia: una ideología asesina puede proporcionar un sentido a la vida. Ante el derrumbe del Gran Reich, el protagonista siente un vacío que el mero escepticismo no puede rellenar.