Italo Calvino, autor cerebral de hirsutas cejas y de hablar pausado y reflexivo, fue uno de los mayores intelectuales del pasado siglo. Escritor, pensador y filósofo, se interesó como pocos por los entresijos de la creación literaria y por sus repercusiones humanas. Fue un lector sabio y apasionado que quiso transmitir su amor por la letra escrita en cada uno de sus textos. Murió a los 61 años de un ictus, en la madrugada del 18 al 19 de septiembre de 1985, mientras preparaba una serie de conferencias para la Universidad de Harvard sobre la literatura del siglo XXI. Hoy pueden leerse, inconclusas, en Seis propuestas para el próximo milenio.
También fue “un moralista”. Así lo define el crítico y profesor universitario Carlo Ossola en su lúcido ensayo Italo Calvino: Universos y paradojas, recién publicado en primicia mundial por la editorial Siruela dentro de su Biblioteca Calvino que reúne, desde 1998, la ingente obra del italiano. La definición dada por Ossola, uno de los mayores especialistas “calvinianos”, merece una aclaración: “Calvino convierte en moral el acto de expresarse, que da fisicidad al sujeto desde la impersonalidad del lenguaje”. Para entender a qué se refiere el estudioso turinés hay que remontarse a los orígenes del escritor.
Los orígenes. El sendero de los nidos de araña
El sendero de los nidos de arañaItalo Calvino nació el 15 de octubre de 1923 en Santiago de las Vegas, municipio de La Habana, en el seno de una familia de tradición científica. La madre es Evelina Memeli, asistente de Botánica de la universidad de Pavía. El padre, Mario, es un ingeniero agrónomo que ha pasado 20 años en México y ha vivido la Revolución Mexicana. En Cuba, el padre dirige una estación agrícola y una escuela experimental. Su figura será reivindicada en El camino de San Giovanni (1990), volumen en el que Calvino echa a rodar sus recuerdos a partir de la vista de un paisaje, del recuerdo de una situación, del desarrollo de un pensamiento.
Dos años después del nacimiento, los Calvino regresan a Italia, a la localidad natal paterna, San Remo. Si Italo Calvino hubiese estado más interesado en las personalidades, habría encontrado un buen material en sus memorias de infancia. La San Remo de su juventud era un balneario para aristócratas y crápulas rusos e ingleses, un remanso de otra época en la que el joven realizó estudios primarios y donde luego cursaría el bachillerato literario. Tuvo como compañero de pupitre a Eugenio Scalfari, fundador de L’Espresso y La Repubblica. Su hermano pequeño, Floriano, nació en 1927 y se convirtió en un geólogo de fama internacional.
Sus padres, de ideología socialista, dispensan a sus hijos de los rigores de una educación religiosa, lo que supone un inconformismo rebelde en tiempos del fascismo. Esta decisión de los progenitores explicará la tolerancia del escritor hacia las opiniones ajenas y su obstinación de carácter. Calvino se hace lector empedernido a raíz de El libro de la selva y acude hasta dos veces al día al cine, una de sus pasiones.
Durante la ocupación alemana, los hermanos Calvino se enrolan como partisanos en la brigada Garibaldi, que lucha en los Alpes Marítimos. Ese tiempo de acción y de compañerismo inspirará su primer libro, de corte neorrealista, Los senderos de los nidos de araña (1947), una novela insustancial dentro de su poderosa bibliografía posterior, pero en la que es posible intuir algunos de sus futuros rasgos destacados, como la convergencia entre fantasía y realidad.
La Italia liberada es una Italia en reconstrucción. La cultura quiere desprenderse de las tutelas fascistas y es por eso que nuevos autores empiezan a marcar la batuta de los nuevos tiempos. Muchos de ellos, como Calvino, se alinearían en la órbita de Giulio Einaudi, fundador del sello homónimo, que había sido utilizado propagandísticamente por la dictadura. Calvino consigue un trabajo como responsable publicitario en la editorial, al que, con el paso del tiempo incorporará nuevas tareas. En Einaudi entrará en contacto con filósofos e historiadores que moldearán su pensamiento y su visión del mundo.
“Nuestros Antepasados”: El Calvino semiólogo y miembro de OULIPO
El primer gran éxito del autor será El vizconde demediado (1951), con el que se consagra literariamente. Calvino lo compuso del tirón a modo de divertimento que no esperaba ver publicado; en él fabula sobre la incompletitud humana. Es la primera parte de la trilogía “Nuestros antepasados”, elipsis sobre el hombre moderno, que completan El barón rampante (1957) y El caballero inexistente (1959). Jacobo Siruela, editor de Atalanta y amigo del escritor, desgrana para eldiario las claves de este tríptico: “Cuando en los melancólicos y realistas años cincuenta y sesenta del siglo pasado sacó esta trilogía, lo que quiso es volver a sumergirse en la imaginación y la narración pura como renovación literaria. No pocas veces, la imaginación explica mejor y con más profundidad lo que pasa en una sociedad que las novelas realistas a través de una simbología, que ha de ser entendida.” “Nuestros antepasados” tiene también por tema fundamental el de la libertad del individuo: la libertad de ser, de actuar, y de posicionarse en un mundo en constantes transformaciones. Los tres libros se publicarán en volumen único en 1960.
En 1967 se establece en Francia, en la que permanece hasta 1980. Su posición respecto a la realidad es ya distante: el escritor que residirá en París será un ratón de biblioteca. Es un cuarentón holgado, casado desde 1964 con la traductora argentina Esther Judith Singer, “Chichita”, y padre de una niña, Giovanna (1965). Su desembarco en la capital francesa coincide con su crucial traducción de Las flores azules (1965), de Raymond Queneau.
Con este trabajo, empieza su aproximación al grupo OULIPO (Ouvroir de littérature potentielle), movimiento que se impone rigurosas restricciones a la hora de escribir y a no escatimar esfuerzos en la estimulación el proceso creativo. Fruto de esta adscripción es Las Cosmicómicas (1965), obra que pone de manifiesto lo grotesco de los mundos reales. El título fusiona cósmico y cómico. En palabras de Calvino, lo cósmico es “el intento de volver a entrar en contacto con algo sin duda muy antiguo; […] nosotros, en cambio, para enfrentarnos a las cosas más importantes necesitamos de una lente, de un filtro, y esta es la función de lo cómico”.
El escritor comienza a interesarse también por la semiología, disciplina que, a través del estudio del signo, aborda la interpretación y producción de sentido. Calvino se vuelve sumamente preciso. Carlos Gumpert, traductor de varios de sus libros, describe a eldiario.es su meticulosidad estilística: “Con pocos escritores se tiene tanta conciencia de que cada palabra está colocada en su sitio por una razón específica, casi por necesidad”. La necesidad responde a un nuevo impulso creativo, mucho más geométrico, más simétrico, más introspectivo.
En Calvino lo mayúsculo y lo minúsculo van a ser sinónimos de lo visible y lo invisible, de aquello que percibimos sensorialmente y de lo que tenemos que contar que percibimos: la literatura empieza por tanto a tener para el escritor la función de expresar el mundo interior. Dos libros se hermanan en base a este concepto: Las ciudades invisibles (1972) y Palomar (1983).
En Las ciudades invisibles, el libro “calviniano” “más poético” según Jacobo Siruela, Marco Polo refiere al Kublai Khan, rey de los mongoles, la existencia de ciudades imaginarias, como hace Sherezade con el sultán de Las mil y una noches. La obra está estructurada en once series, casi once movimientos, de cinco piezas, unidas por reflexiones del Kublai Khan o de Marco Polo, personajes de El libro de las maravillas o El Millón (1298-1299). Es una discusión sobre la ciudad moderna y sobre las razones que llevaron a los hombres a vivir en las urbes.
Palomar –que debe su título al monte californiano del mismo nombre, base de un famoso observatorio- es el más autobiográfico de todos los libros del escritor. “La historia de Palomar –escribe Calvino- se puede resumir en dos frases: Un hombre se pone en marcha para alcanzar, paso a paso, la sabiduría. Todavía no ha llegado”. El señor Palomar, el señor Calvino, es el encargado, por tanto, de observar los hechos mínimos de la vida desde una perspectiva cósmica: está convencido de que la ciencia de Galileo es una tabla de salvación para la humanidad en tiempos frenéticos. La novela está compuesta de reflexiones que a Calvino le surgían en el momento, y a las que quiere dar voz. Al realizar un exhaustivo ejercicio descriptivo, establece así una relación directa con lo observado. Calvino construye una oposición importante entre el silencio y la palabra.
El autor también desarrollará una vena juguetona en Si una noche de invierno un viajero, en el que realiza el mismo experimento que hiciera Stanislaw Lem en su “Biblioteca del Siglo XXI”: escribir sobre libros ficticios. Los protagonistas son un lector y una lectora que intentan leer un libro que, por distintas vicisitudes ajenas a ellos, nunca llegarán a terminar, internándose así en varios libros distintos. Es una novela sobre el placer de leer novelas.
Los libros de otros: el Calvino fantástico
“Lo mejor de mi vida la dediqué a los libros de otros, no a los míos”, escribe Calvino. Alude a sus tareas como editor en Einaudi, pero también a sus abundantes reflexiones sobre trabajos ajenos. Los libros de los otros, obra resaltada por Gumpert, “recoge la correspondencia que mantiene con autores noveles y consagrados y rezuma en todas sus páginas su inmensa sabiduría de lector y su profundo conocimiento de los mecanismos y entresijos de la creación literaria”. Por qué leer los clásicos, publicado póstumamente en 1991, es, de nuevo para Gumpert, un “ensayo admirable”, en el que reflexiona sobre el concepto de “clásico”–condición que Jacobo Siruela imputa al escritor sin discusión- y en el que levanta un canon de lecturas que son a su vez la consecuencia y la causa de otras lecturas.
Un importante “libro de los otros” es Los cuentos populares italianos (1956). Calvino selecciona, por orden de Einaudi, un total de 200 piezas folclóricas que traduce del dialecto, cuando es preciso. Su labor, no muy distinta a la de Ludwig Tieck en Alemania, es la de construir un corpus identitario en la Italia de cenizas. Será un trabajo erudito, afluente de su famosa Trilogía, que despierta su pasión por la “novelística” comparada.
En 1983, ya en el eclipse de su vida, Calvino preparó otro libro de encargo, Cuentos fantásticos del siglo XIX. En él incorporó un ensayo en el que se puede leer: “El cuento fantástico es uno de los productos más característicos de la narrativa del siglo XIX y, para nosotros, uno de los más significativos, pues es el que más nos dice sobre la interioridad del individuo y la simbología colectiva. [...] El verdadero tema del cuento fantástico del siglo XIX es el de la realidad de lo que se ve”.
La última gran aparición pública de Calvino estuvo condicionada por esta antología fantástica. Entre el 24 y el 28 de septiembre de 1984 fue invitado a participar en un congreso sobre literatura fantástica, organizado por Jacobo Siruela con el apoyo de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Sevilla, sede del evento, estaba teñida de luto por la reciente muerte de “Paquirri”, pero el cartel del acontecimiento literario compitió con el de los mejores ruedos: participaron también Rafael Llopis, Gonzalo Torrente Ballester o Jorge Luis Borges.
Carlos Gumpert completará el retrato de Italo Calvino: “Tengo la convicción de que Calvino ha sido el mejor de los discípulos de Borges, una especie de versión corregida y aumentada del espíritu del gran autor argentino, al que supo añadir si acaso el rumor de fondo de su tiempo, que Borges prefería esquivar. Como todo buen discípulo, supo ser infiel a su maestro para ser él mismo.” Hasta llegar a ser uno de los más grandes.