Kim de l’Horizon: “La cultura gay normativa es misógina”
¿Quién es Kim de l’Horizon (Ostermundigen, 1992)? En España aún no lo sabemos. Pero cualquiera sabría responder en latitudes germanoparlantes: es la persona (no binaria, por cierto) que se hizo el año pasado con los más prestigiosos premios literarios de Suiza y Alemania al publicar Blutbuch (Dumont, 2022). Su obra nos llega ahora mediante la traducción de Ibon Zubiaur: Libro de sangre (De Conatus, 2023) es una ambiciosa novela de aprendizaje queer sobre la familia, el lenguaje y la escritura, poliédrica y escindida en un crisol de absoluta libertad estilística. No es un texto fácil. Y eso es una buena noticia: se premió la calidad literaria de un libro radicalmente libre y diverso. Se acerca mucho más al complejo estudio familiar que al panfleto queer incendiario.
Kim de l’Horizon y yo acordamos esta entrevista en Madrid, mientras comíamos, antes de la presentación de su libro en el Círculo de Bellas Artes. La complementamos con respuestas que Kim redactó en alemán y luego tradujo con DeepL, tal y como está traducida la quinta parte de su libro. Aquí, con mutaciones, el resultado:
Eras relativamente desconocide antes de que tu libro fuera premiado. Llegó todo de golpe: lo mainstream, sus círculos, el reconocimiento. Cuando en una de esas ceremonias de entrega te afeitaste la cabeza en vivo en solidaridad con las mujeres iraníes hubo mucho ruido mediático…
Fue muy agradable recibir atención tras el premio, pero también agotador. He experimentado odio, pero más amor. Hay mucha gente que me ha reconocido por la calle, pero a veces quienes se entusiasman conmigo se acercan demasiado. Quieren decirme cosas o incluso tocarme. Sentí que mi cuerpo se convertía en una especie de bien público gracias al premio.
Casi como si estuvieras a su disposición, ¿no?
Todo el mundo se creía con derecho a tener una opinión sobre mi cuerpo, o enfáticamente positiva o enfáticamente negativa. Como dice Paul B. Preciado, los cuerpos trans somos una especie de encrucijada en la que la sociedad se planta y renegocia sus propios problemas e identidades.
¿Cómo te has sentido, concretamente, en ese extraño espacio de la celebración institucional, algo tan poco queer?
Estas instituciones oficiales, plenamente comprometidas con la representación, como las embajadas o las editoriales, representan a los Estados nación o a la “literatura”. En ninguno de los dos hay un órgano no binario. En Suiza, por ejemplo, no hay reconocimiento legal más allá de lo masculino o femenino. Por eso me resulta muy agotador estar presente en estos espacios, porque tengo la sensación de que mi cuerpo no puede simplemente “ser”, sino que debe “hacerse”. No me basta con “ser”, tengo que “hacer”.
En Libro de sangre hay una gran reflexión sobre la literatura posmoderna en la que se critica la herencia de David Foster Wallace: de rebelde contra el canon de su tiempo pasa a convertirse en un nuevo “superpapi”. Esto se contrapone a la reivindicación de otra fuente: la genealogía materna. ¿Cómo encajas que a tu libro le otorguen los premios nacionales de dos patrias: Suiza y Alemania? Yo dije, en la presentación, que de alguna manera era un libro muy alemán: la relación con el trauma histórico y personal, la propia identidad y la búsqueda de su origen…
¡No encaja en absoluto! Un Estado es en sí mismo un superpapi. Quizá sea otro intento de apropiación: dos Estados, Alemania y Suiza, se intentan reapropiar de este texto queer que busca salidas al binarismo hombre-mujer y mamá-papá.
Me resulta muy agotador estar presente en los espacios donde no hay reconocimiento legal más allá de lo masculino o femenino, porque tengo la sensación de que mi cuerpo no puede simplemente “ser”, sino que debe “hacerse”
Es un trabajo muy importante el que ha hecho Ibon Zubiaur, traductor al castellano. A mí me parecía casi un libro intraducible.
Cada lengua tiene sus propios ojos y oídos. Sus propias imágenes lingüísticas, pero también sus propias melodías. La comunicación es solo un tercio del contenido de las palabras y los otros dos tercios son aspectos no verbales: sonidos, entonaciones… Así que toda buena traducción tiene que encontrar algo nuevo.
Hay lectores que me han dicho que el texto estira y rompe la lengua española: una persona me dijo que tenía la sensación de que un trozo de madera antes duro se volvía con mi texto flexible. Pero es verdad que se pierden muchos dobles o triples sentidos de ciertas palabras alemanas. Después de todo, la protagonista llama a su madre Meer y a la abuela Grossmeer. Y solo ahí ya hay tres significados: por un lado, Meer es océano, pero también más y, finalmente, en mi dialecto, madre. Así que las madres son océanos, que fluyen, y son más de lo que podemos conocer y de lo que ellas mismas quizá sean.
En alemán, el protagonista suele llamarse simplemente das Kind. La palabra no es gramaticalmente ni masculina ni femenina: es de género neutro. Junto con Ibon Zubiaur, inventé una regla: el niño se llama el niño o la niña según la situación, según cómo se clasifique en ese momento. Cuando está consigo misme, en su mundo de fantasía, se le llama le niñe. Y esa forma de fluidez de género no es posible en alemán.
Es interesante cómo el protagonista busca acomodarse a un modelo estándar de la homosexualidad masculina que luego repudia.
Experimento la mayoría de la homosexualidad masculina como algo muy patriarcalmente estructurado. La masculinidad dura, binaria y machista es el ideal indiscutible: la feminidad y lo afeminado no son deseables para muchos hombres homosexuales; he sido atacado por algunos gays como homófobo, porque en mi texto digo que la cultura gay normativa es misógina. Para estar fuera del poder, primero hay que probar identidades alternativas, como lo fue para mí la identidad gay. Pero esa identidad no está fuera de las estructuras; reproduce mucha violencia contra lo femenino. Mi objetivo no es llegar a una identidad definitiva, sino habitar un lugar fluido.
La comunicación es solo un tercio del contenido de las palabras y los otros dos tercios son aspectos no verbales: sonidos, entonaciones… Así que toda buena traducción tiene que encontrar algo nuevo
Emerge en la novela un miedo que no había leído demasiado antes: el miedo a no ser lo bastante woke para las generaciones más jóvenes. ¿No crees que los jóvenes son, al contrario, un poco más reaccionarios que sus predecesores milenials?
Puede que pensemos en los jóvenes como más woke de lo que realmente son. Pero si eso nos motiva a ser más sensibles a la discriminación, no creo que sea malo. No basta con decidir ser menos sexista, misógino, racista, clasista, etcétera. En la novela, para mí, era importante dibujar un personaje que no fuera perfecto. Mostrar que el personaje podía haber pensado mucho el tema del género, y ser muy woke al respecto, pero que, en cuanto a su racismo interiorizado, aún no lo había trabajado mucho. Ver que podía reproducir un deseo racializado sin quererlo.
En el libro recuperas toda una genealogía de la magia y la feminidad. ¿Qué lugar ocupan para ti las brujas dentro de lo queer?
A las brujas, a lo largo de la historia, se las ha acusado de estar aliadas con el diablo. Se decía que se habían dejado atrapar por él o que estaban, de alguna forma, “infectadas”. El diablo es la sombra de la modernidad: lo oscuro, lo animal, lo entre-humano-y-animal, lo terrenal, lo sucio, lo irracional, lo autónomo. En Zúrich, la mayoría de los hombres acusados de brujería serían hoy considerados maricones, como las acusaciones de ser hombre lobo en el norte de Europa. Hay algo muy subversivo en la brujería, tal y como la demonización de las brujas se utilizó para crear el capitalismo moderno: había que diseccionar el cuerpo de pobres e indígenas, tomar el útero y la tierra para explotarlos. Hoy, con la catástrofe climática y el auge del posfascismo, los conocimientos mágicos sobre hierbas de las brujas y su creencia en la Tierra como ecosistema vivo ofrecen una alternativa, otro sistema de creencias.
Cito, y me gusta mucho, la teoría de Ursula K. Le Guin sobre la ficción: ella dice que una historia no patriarcal es como un manojo de medicinas. Para mí, la novela es un caldero de bruja en el que puedo cocer, a fuego lento, mi propia sopa curativa; echar todo tipo de ingredientes que serían demasiado para un poema. Elaborar ese brebaje me cambia a mí y a mis lectores y, por lo tanto, no es solo mío, sino una curación colectiva: el texto final se crea solo en la lectura.
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