28 de noviembre de 1986. Día de acción de gracias.
En Lawrence, durante aquella mañana en que Cobain visitó a Burroughs, no existían vestigios de batallas del pasado. Ningún rastro de atracadores al viejo estilo ni fumaderos de opio. Pero la historia no se había ido a ninguna parte. Un siglo antes, bandas de pistoleros habían hecho su aparición en Lawrence. La banda liderada por William Quantrill, un antiguo soldado confederado que había abandonado el ejército, fue una de las primeras en extender su terror por amplias zonas del oeste. Aquel hombre, convertido en improvisado caudillo, organizó un clan que durante varios años aterrorizó grandes extensiones de tierra, lo que dio lugar a una enfermiza persecución, poniéndose precio a su cabeza y lanzando tras él a cientos de mercenarios y soldados. Sus hombres montaban a caballo, vivían del saqueo y los atracos y se habían convertido en forajidos de una guerra distinta, más caótica e indiscriminada que aquella que aún se libraba (la guerra civil americana). Viajaban armados hasta los dientes para poder repeler los ataques de soldados regulares, pero también de otros forajidos o de los temidos indios. Eran grandes jinetes capaces de hacer huir en desbandada a cinco o seis hombres armados y muchos podían montar a pelo, cabalgando con las riendas del caballo sujetas entre los dientes, guiando al animal sólo por medio de sus rodillas y, de este modo, poder disparar dos pistolas al mismo tiempo. Sus atracos y ajusticiamientos los hicieron seres legendarios, espectros malvados en el imaginario del país.
Lawrence fue testigo del ataque más terrible de todos aquellos en los que se embarcó Quantrill y su milicia. Durante el amanecer del 21 de agosto de 1863, liderando un ejército formado por varios centenares de hombres, Quantrill atravesó a galope la ciudad, chillando enloquecido y con la mirada fija. El ataque fue fulminante. En poco tiempo logró arrasarla por completo. A las nueve de la mañana, cuando abandonaron el pueblo, la mayor parte de sus edificios eran pasto de las llamas. Ciento ochenta muertos yacían repartidos por sus calles. Así pasó meses e incluso años, hasta que, dos años después, mermado y acompañado de un par de decenas de incondicionales suyos, fue finalmente acribillado. El viaje había terminado. Quantrill y tantos otros fueron los últimos forajidos, sombras de un tiempo barrido por la modernidad que simbolizaba el ferrocarril.
«¿Dónde están los campamentos de vagabundos, dónde los fumaderos de opio, los reventadores de cajas fuertes, dónde está Salt Chunk Mary?», se preguntó Burroughs en el prólogo a la autobiografía de Jack Black (un legendario ladrón cuyo cuerpo se supone que se esconde en las aguas del puerto de Nueva York). Hoy esa nostalgia termina expresándose en fotografías en blanco y negro, como la que aparece en la cubierta de la primera edición de su libro Ciudades de la noche roja. En la imagen, una insólita instantánea tomada en 1884 y seleccionada por el propio escritor a partir del archivo histórico de Colorado, un grupo de indios Pima posa junto a un vaquero. Es la nostalgia queriendo atravesar el papel. El único consuelo esta en rememorarlo absolutamente todo «en las palabras de los escritores y poetas, en los cuadros de los pintores», afirmó el escritor, y posiblemente hubiera admitido que quizás también en las canciones de los músicos de rock & roll.
Este era el tipo de historias que Burroughs capturaba y dotaba de una nueva luz. La presencia de tipos como Quantrill se repitió en todas las obras de Burroughs hasta su estallido final, cuando a comienzos de los ochenta apareció Ciudades de la noche roja y sus protagonistas lucían la bandera negra: una tripulación de piratas gays navegando hacia ningún lugar y guiados por la inconfundible voz en off de el «Viejo de la Montaña». El recuerdo de los viejos piratas, la sombra de tenebrosos bucaneros en alta mar, adictos al opio, habitantes de las zonas portuarias de San Francisco o Tánger a comienzos del siglo pasado, intrépidos, pequeñas hermandades de delincuentes, gente dispuesta a abrazar la aventura. Quantrill resistiría el tiempo, lo mismo que Jesse James o Jack Black, y nada ni nadie podría enterrar su recuerdo, como si todos ellos, al unísono, cantasen juntos el estribillo de «Ain´t no grave can hold my body down» junto a la inmensa y emocionante voz de Odetta. Y así era. La historia llamada a perpetuar una parte de su propia memoria y a resistir el peso del mito. Hacerlo brillar una y otra vez. Porque ninguna tumba podía sostener ese cuerpo.
El 28 de noviembre de 1986, día de acción de gracias, Burroughs compuso un poema que era una declaración de guerra a esa América empeñada en enterrar el recuerdo de forajidos y vagabundos, pistoleros y salteadores de caminos. Aquel día, el escritor enumeró todos y cada uno de los males del país. América estaba condenada. Su Oración del día de acción de gracias aseguraba que aquel recuerdo jamás podría desaparecer, soñando con que el bandido John Dillinger estuviese aún vivo:
Gracias por el pavo silvestre y las palomas comunes destinadas a convertirse en excremento en los intestinos de América.
Gracias por un continente para despojar y envenenar.
Gracias por los indios que apenas ofrecieron batalla y peligro.
Gracias por las vastas manadas de bisontes para matar y despellejar,
abandonando a la podredumbre sus cadaveres.
Gracias por las recompensas a los lobos y coyotes.
Gracias por el sueño americano que vulgariza y falsifica hasta
que brillan las mentiras desnudas.
Gracias por el KKK, por los leguleyos asesinos de negros
que hacen muescas, por las damas decentes de rostros
retorcidos y malos y amargos
y malvados que van a la iglesia.
Gracias por los adhesivos de «Mata a un puto por Cristo».
Gracias por el laboratorio SIDA.
Gracias por la ley seca y la guerra contra las drogas.
Gracias por un país donde a nadie se le permite ocuparse
de sus propios asuntos.
Gracias por una nación de soplones, sí, gracias por todos los recuerdos,
... hecho, déjame ver tus brazos,... sí, siempre fuiste
un dolor de cabeza y un pesado.
Gracias por esta última traición al último y más grande de todos los sueños humanos.
Para John Dillinger, con la esperanza de que siga vivo.
La guitarra de Cobain
Los doce minutos que Cobain grabó sonaban terriblemente oscuros e inmensos. Una de estas capas de ruido llega muy pronto, casi sin darnos cuenta. La grabación comienza con algunos compases del célebre «Silent night», pero de pronto nos damos cuenta de que hay algo que va mal: el villancico ya no es un villancico, y a la cuarta nota todo se viene abajo, precipitándose hacia la nada y los chirridos de guitarra, cubiertos por una distorsión que impide cualquier atisbo de cercanía, son puro ruido. No sabemos que diantres es eso, ni lo que vendrá a continuación. Esto es lo que podía haber sido y no fue, una historia interrumpida bruscamente. El escenario está llamando al Cura. Todo se conjura para que el Gran Sacerdote haga su aparición y nos traiga malas noticias. Todo esta listo para que entre en escena y haga sus trucos, sus artimañas para convertir el relato en un momento especial, un cuento de horror, el manifiesto de la Iglesia de la Desolación. Es invierno en Nueva York y estamos en North Park Street, pero allí no hay navidades felices, no puede haberlas, ni tampoco jamás las habrán. Esta es una tierra habitada por lobos.
Noche de paz, noche sagrada.
Todo está en calma, todo es brillante.
Allí la Virgen Madre y el Niño.
Niño Sagrado, tan compasivo y bondadoso,
Duerme en la paz celestial,
Duerme en la paz celestial,
Noche de paz, noche sagrada.
Los pastores tiemblan ante lo que ven.
A lo lejos, Glorias salen del cielo.
Los habitantes celestiales cantan Aleluya.
Cristo, el Salvador ha nacido.
Cristo, el Salvador ha nacido.
Noche de paz, noche sagrada.
Hijo de Dios, la luz pura del amor.
Rayos de luz radiantes desde tu sagrado rostro,
Con el amanecer de la gracia redentora.
Jesús, Señor, en tu nacimiento.
Jesús, Señor, en tu nacimiento.
La guitarra de Cobain se encuentra al borde de romperse. Suena lejana, sobrevolando sobre algo que no tiene nada que ver con el espíritu de la navidad. Cobain toca las notas deliberadamente mal. Falla en los acordes e incluso está claramente desafinado. Es otra cosa, una cosa muy distinta. Esa mutilación recuerda a algo que ya no es lo que era, lo mismo que recordaba al himno de los Estados Unidos la versión que Jimi Hendrix hizo del «The star—spangled banner» durante el festival de Woodstock (Hendrix descompone el tema, pero todo el mundo lo reconoce y se encuentra en posición de escucha y emoción, y entonces les devuelve un himno desfigurado por los horrores de la guerra de Vietnam). Sinead O´Connor fue también protagonista de otra versión extraña del «Silent night» cuando en The ghost of Oxford Street (una película musical dirigida por Malcom McLaren que, en realidad, era un perverso cuento de navidad al estilo de un Charles Dickens más macabro que nunca) interpretó a una musa que le canta el villancico a un Thomas de Quincey drogado y que se imagina su figura e incluso, sin lograr alcanzarla, corre tras ella por el centro de Londres. Puro delirio. Desviar las referencias de la cultura popular puede ser resultado de una abierta tropelía gamberra, (un santa Claus borracho gritando en plena calle) o de una operación de guerrilla contracultural (otro Santa Claus, como aquel que en 1968 un grupo radical puso frente al Selfbridge londinense y le hizo repartir panfletos con comentarios sobre la holgazanería inglesa y la urgencia de una revuelta, hasta que finalmente fue detenido ante la mirada de decenas de niños). Este «Silent night» es otra cosa: una broma pesada y una llamada de atención acerca del tedio, las buenas costumbres y la falsedad navideñas. Cobain, al introducir aquellas notas, se sumaba a una tradición que tomaba elementos de la cultura popular y los enviaba al basurero de la historia. Algo parecido sucede con las animadoras que aparecen en el video musical de «Smells like teen spirit»: animan a una banda de punk y sobre sus jerseys aparece una «A» de anarquía. Están felices, radiantes, como si aquel instante fuese lo que siempre soñaron. Las animadoras nihilistas traicionaban sus motivos y significados, entrando en la cultura popular por la parte de atrás, para desde una sucia cocina llegaban a un lujoso salón, y entonces se quedaban allí, porque ese era su lugar y porque no había otro posible adónde ir. Porque esto es la otra América, la otra cara de la Luna.
Ese «Silent night» es una trampa. No hay buenos deseos, lo mismo que tampoco hay promesas, sino sólo malas noticias. Es un himno navideño convertido en proclama milenarista: Dios no vendrá a rescatarnos, sino a vengarse de nuestra insubordinación, cargará contra nosotros, sus hijos, aniquilándonos tarde o temprano. Su sonido oscuro parece ponerle música a aquella frase de Arthur Miller que zanja cualquier concesión a no tomarnos a nosotros mismos demasiado en serio: «Toda comedia es una forma de compromiso con la risa. Cuando se ríe, sea cual sea el color de la risa, se acepta, se tiende la mano al enemigo». Es una declaración que parece haber sido tomada de Lautreamont, cuando dijo algo tan formidable como esto: «La poesía habita en todos aquellos lugares en que no habita la sonrisa». Igual que el mejor rock & roll o los textos de Burroughs.
Borrador para una Ópera Punk
«¡No me quejaré con calma ni literalmente ante vosotros! —afirma Cobain en una de las notas de sus Diarios— Voy a matar, joder. Voy a destruir vuestras putas opiniones de derechas, machistas, sádicas, enfermas y de una religiosidad insultante sobre como deberíamos comportarnos todos nosotros según vuestras condiciones». Luego llega la sentencia definitiva: «Antes de que yo muera muchos morirán conmigo y lo tendrán merecido. Nos veremos en el infierno». Es un tipo de fuerza ciega y bruta la que se invoca en esa nota, donde su autor parece haberse hecho la misma pregunta que en 1893 se hizo Laurent Tailhade a propósito del terrorismo: «¿Que importan las víctimas si el gesto es bello?»
En un plan para el exterminio. Cobain esta fascinado con la máxima destrucción posible. «Que caigan las bombas —escribió Joe Berke en Five—, las más grandes, así se desencadenará el caos, y en un micromomento, todo lo que pueda ser, será; todo lo que deba afirmarse se afirmará, y el hombre occidental habrá conseguido la expresión perpetua y completa de aquello que ya no necesita expresarse». El sueño de Berke era el sueño tanto de Cobain como de toda una generación que soñaba con presenciar el día en que todo se fuera al garete. Un hecho sobre el que nadie podría escribir. Un fin del mundo sin testigos. Tailhade haciendo de ventrílocuo y hablando a través de Cobain. Un segundo y luego... nada.
Ahora Cobain le ha puesto nombre a ese tipo de ideas que sobrevuelan en sus confesiones y en muchas de sus canciones. En «Borrador para una Ópera Punk», un boceto de obra nihilista y anárquica interpretada por Jodido Toro, uno de sus alter egos, unos drogadictos destruyen una iglesia hasta hacerla añicos. En su interior, la figura de la Virgen María es profanada y colgada por la espalda a un gancho de carnicero. Uno de los vándalos se detiene, la observa y comienza a tocarla, deleitándose ante su imagen; con sus manos acaricia sus pechos, fijándose «en lo bellísima que era, en su pureza y blancura». La figura está envuelta en una tela metálica cubierta de alambre y espino; su túnica, pintada con un espray, luce una incompleta «A» de anarquía. El borrador no explica cual ha sido el motivo del ataque pero termina con una frase que nos sirve para explicar esta y muchas otras cosas. Es una frase que nos conduce a un lugar donde todo parece encajar: «El río nunca se secará pues lo nutren las montañas que dependerán del aburrimiento», afirma en tono misterioso. Ahora entendemos el porqué de la ausencia de razones para el vandalismo: los vándalos se enfrentan al aburrimiento. No solamente se lucha contra esas montañas del aburrimiento sino también contra las «montañas de la locura» de Lovecraft.
Décadas antes, ese «Borrador para una Ópera Punk» ya había sido escrito por el propio Burroughs. En un pasaje de El almuerzo desnudo, el Jodido Toro y sus amigos parecen haber entrado en acción:
«Gamberros rockeros adolescentes toman por asalto las calles de todas las naciones. Irrumpen en el Louvre y arrojan ácido al rostro de la Gioconda. Abren las puertas de los zoos, manicomios, cárceles, revientan las conducciones de agua con martillos neumáticos, rompen a hachazos el suelo en los lavabos de los aviones comerciales, apagan faros a tiros, liman los cables del ascensor hasta dejar un solo hilo, conectan las alcantarillas a los depósitos de agua, arrojan tiburones y rayas, angulas eléctricas y candirús a las piscinas [...] meten el Queen Mary a toda máquina en el puerto de Nueva York vestidos de pasajeros, irrumpen vestidos de bata blanca en hospitales y clínicas llevando serruchos y hachas y bisturíes de un metro de largo; sacan a los paralíticos de sus pulmones de acero (imitan sus ahogos revolcándose por el suelo con ojos desorbitados), ponen inyecciones con combas de bicicleta, desconectan los riñones artificiales, cortan a una mujer por la mitad con una sierra quirúrgica de dos manos, meten piaras de cerdos gritones en la Bolsa, cagan en el suelo de las Naciones Unidas y se limpian el culo con tratados, pactos, alianzas»
Meses más tarde de aquel torpe boceto de ópera punk, Cobain escribe: «Los escenarios dan vueltas. La comunicación verbal está agotada [...] Nuestro grupo se reúne por aburrimiento». Moverse por aburrimiento podía tener consecuencias mayores: tras sabotear el Queen Mary los vándalos podían llegar hasta la misma sede de las Naciones Unidas. Existían numerosas razones para escribir miles de óperas salvajes, donde cada vándalo sabía que no estaba solo, que jamás lo estaría y que navegar en los mares del aburrimiento podía durar toda una vida.
Un videoclip para Heart-shaped box
Heart-shaped boxEn 1914, mientras Europa se batía en armas y los obuses silbaban surcando el cielo, en Zurich el dadaísta Hugo Ball definió el teatro del dramaturgo alemán Frank Wedekind como «un espectáculo cruel como el harakiri: alguien se abría aquí literalmente el corazón». En su Despertar de primavera (1891), una pareja de jóvenes choca contra el insípido y superficial mundo burgués. A partir de ahí todo marcha cuesta abajo. En otra de sus obras, Franziska (1910), una mujer vende su alma al demonio para lograr convertirse en un hombre. Ambas historias eran crueles como el harakiri, capaces de arrancar el corazón y mostrártelo palpitante, desnudo, auténtico. Tras eso, uno volvía cambiado, nada regresaba por el mismo camino y nadie se atrevía a repetirlo. Al entregarlo todo, te exponías ante los demás. «Heart—shaped box» tenía esa misma consistencia. Era un harakiri en forma de canción, donde cada palabra y cada gesto perseguía narrar algo muy íntimo, una crueldad demasiada humana, pero también demasiado insana.
Los planes para Burroughs eran como un libro abierto, la imagen que simbolizaría el destino para aquellos que defendían la bandera negra de la rebelión. Ese era el precio por rebelarse. El papel que Cobain tenía reservado para él era todo un poema: Burroughs sería el hombre crucificado al que todos rendirían tributo. Al crucificarlo, escenificaría la persecución y la crueldad infinitas. Burroughs sería un Wedekind en pleno final de siglo. Ese Burroughs crucificado (sin posibilidad de ocultar su rostro o con todos sabiendo que tras el maquillaje se ocultaba el «Viejo de la Montaña») moriría por nuestros pecados. Su imagen diría la última palabra sobre los males que azotaban América, un país que no dudó en perseguirlo y estigmatizarlo, echarle encima a la ley (el proceso de Boston contra la publicación en suelo americano de El almuerzo desnudo por considerarlo obsceno). Su visión espectral, sanguinolenta y casi de pesadilla, lo elevaría a la categoría de mito estratosférico; él sería el primer gran caído de una guerra de guerrillas donde participaban músicos de rock como Cobain, junto a poetas y activistas. Todos ellos mártires de la utopía.
Cobain amaba a aquel hombre por todo lo que representaba. Tanto John Dillinger como Billy el Niño, los anarquistas o un tropel de viejos cantantes de blues ya habían desaparecido, pero Burroughs seguía vivo, y en toda su pasión vital, en toda su majestuosa honestidad capaz de hacer tambalear con cada palabra los valores y principios sagrados, se escondía una inmensa verdad y belleza. Cobain se dirigía hacia esa belleza. Pero ser crucificado y mostrado en las principales cadenas del país sonaba a un viejo y gastado chiste. Burroughs llevaba todo la vida denunciando los riesgos que tiene enfrentarse a un poder enfermo y en declive. En decenas de ocasiones lo habían crucificado en vida y ahora no tenía ninguna necesidad de ese exhibicionismo.
Aunque Burroughs declinó la oferta de aparecer en el video, debió sentirse un tanto incómodo ante una negativa que podía interpretarse como algo personal hacia Cobain, para quién aquella respuesta resultaba desalentadora. Sin embargo, al mismo tiempo que rechazó aparecer en el video musical, le invitó a su casa de Lawrence. Cobain podría por fin cumplir uno de sus mayores sueños y conocerlo, algo que, como ya sabemos, sucedió un par de meses más tarde, concretamente el 21 de octubre de 1993. Burroughs rechazó aparecer en el video, posiblemente sin ver nada claro cómo podría hacer que desapareciese su rostro y no fuese reconocible. En el pasado, en decenas de ocasiones había accedido a fotografiarse y mantener encuentros con numerosos músicos de rock y siempre había demostrado una cortesía y una amabilidad halagadora. Su simpatía estaba claramente al lado de los artistas rebeldes y marginales, pero también en artistas muy famosos cuyos trabajos podían interesarle. Quizás Grauerholz, haciendo de supervisor y máximo consejero, puso objeciones a que el proyecto se llevase a cabo, ya que la asociación de ideas que apuntaba Cobain (drogas, adicción y arte) convertía el proyecto en excesivamente previsible, forzado y obvio.
En las notas que Cobain escribió para el guión de «Heart-shaped box», una constelación de ideas flotaba por la superficie del papel. La sexualidad era representada por medio de la teoría de Camille de una vagina que era como una flor sangrante. La presencia de Leonardo da Vinci se justificaba porque la sangre, esa metáfora extremadamente complicada que nos habla de una vagina que es como una flor, se extendería «por la tela que Leonardo había empleado para mejorar su ala delta, pero murió antes de que pudiera cambiar el curso de la historia». También desfilaban todo tipo de símbolos, imágenes y referencias que convertían al video en un metarelato, un artefacto que contenía decenas de historias.
Kevin Kerslake fue el encargado inicial de dirigir el video, pero muy pronto entró a trabajar el famoso Anton Corbijn, que completó el corte final, dotando a la pieza de una poderosa belleza. El mismo Corbjin reconoció que la mayor parte de las ideas plasmadas en el video habían surgido de Cobain y que su papel había consistido en enfatizar los rasgos duros de los personajes o en diseñar ingenios realmente fascinantes, como hacer que los cuervos fueran mecánicos. También optó por grabar el video en tecnicolor, para luego pasarlo a blanco y negro y, sobre este resultado, colorear a mano cada uno de los fotogramas. El resultado fue una esquizofrenia ante la que todos, absolutamente todos (críticos, fans, curiosos), se rindieron, encontrando aquel trabajo como uno de los videos más extraños y sugerentes de la historia.
Ante sí tenían, nada más y nada menos, que la descripción de un moderno infierno.
Aquí acababa ese «pop con un giro oscuro».