Capítulo 1. La destrucción de la ciudad.
ORÍGENES DE LA CIUDAD
La ciudad es una buena idea, cuyo peor defecto es haberse convertido en realidad. Su carácter paradójico y contradictorio es tan antiguo como los primeros intentos de realizarla. Es quizá la producción humana más elaborada (si dejamos a un lado el lenguaje) por su capacidad para reproducir la realidad social y modificar nuestras formas de vida durante miles de años. Entre las múltiples formas de nomadismo y arraigo, que en la naturaleza van desde la constante peregrinación de algunas aves a la permanencia de árboles milenarios que hunden sus raíces bajo la tierra, el ser humano no ha tenido que elegir entre ninguna de ellas para sobrevivir, y ha podido adaptarse tanto en pequeños grupos que se desplazaban siguiendo el curso y los cambios estacionales de la naturaleza como apiñándose en grandes construcciones artificiales que espoleaban su imaginación y la vida de su inteligencia hasta límites insospechados.
La determinación de los orígenes de la ciudad ha estado, por ello, envuelta en largas polémicas. Hay quienes dicen 14 que fue el invento de la agricultura y la ganadería lo que permitió construir las primeras ciudades. Otros sostienen que en primer lugar apareció el deseo de congregarse, de estar juntos, y eso fue lo que hizo surgir la vida urbana; para mantenerla, se desarrollaron después la agricultura y la cría de animales, aunque, probablemente, ambos impulsos se diesen a un mismo tiempo. De modo que si se puede describir la construcción de ciudades como una expresión de la domesticación de la naturaleza, la conquista de otros pueblos, la esclavitud y las primeras diferenciaciones sociales, en castas o clases, también la encontramos asociada al cultivo, al rito reproductivo, al conocimiento profundo de las leyes que rigen la creación de la vida en un determinado lugar, al aumento de la densidad de las relaciones sociales y de las capacidades del trabajo humano colectivo para perseguir fines trascendentes.
Se ha dicho que las ciudades fueron una medida defensiva de las primeras sociedades sedentarias ante las bandas merodeadoras de grupos menos civilizados. Pero, si de librarse de una amenaza semejante se trataba, ¿por qué iba a ser mejor respuesta amontonarse y esperar quietos en un lugar fortificado que dispersarse en pequeños grupos por todo el territorio? ¿Se construyeron ciudades por miedo a las hordas saqueadoras o más bien aparecieron estas porque en las ciudades había algo que saquear?
El recinto amurallado no solo cumplía una función militar, era también una forma de contención, una delimitación de los poderes que la agrupación humana era capaz de congregar, una señal de pertenencia y un símbolo de unión permanente de aquellos que habitaban aquel cosmos artificial. Era, también, una seña de libertad y autonomía respecto a todo aquello que no era la ciudad. En los momentos en que poderes absolutos y centralizadores consiguieron someter la voluntad de grandes masas de seres humanos, cuando surgieron imperios estables y monarquías teocráticas, algunas ciudades se abrieron al horizonte sin necesidad de marcar diferencias con sus murallas. Su apertura era una señal de dominio y poder, que pretendía extender su influencia ilimitadamente.
Esta relación entre lo abierto y lo cerrado, lo que necesita expandirse y dominar constantemente y aquello que permanece estable y se reproduce de forma autónoma se ha expresado en las ciudades desde hace aproximadamente 5.000 años.
Si la guerra pudiese explicar el origen de las ciudades aún habría que entender por qué, a menudo, se destruyeron con una saña más allá de la victoria militar —“sembrando con sal sus campos”—, intentando borrar todo recuerdo de su existencia para inmediatamente después reconstruirlas, fortificarlas y adornarlas, ofreciéndolas así a la siguiente destrucción. Destrucción que sería obra, principalmente, de habitantes de otras ciudades. Probablemente la guerra como institución permanente fue un producto de la civilización y no la causa de las formas estables de los asentamientos humanos.
Lewis Mumford veía en las necrópolis y los santuarios neolíticos los indicios de una embrionaria mentalidad “urbana”, los primeros asentamientos estables que atendían no tanto a la satisfacción de las necesidades básicas como a la pretensión de trascendencia, a la voluntad de generar una determinada memoria y una primera transmisión cultural. Pero los restos de esta voluntad humana de permanencia no se encuentran exclusivamente en los hallazgos arqueológicos, que nos revelan los aspectos materiales de lo que debió ser una unión mucho más compleja. Una unión cuya explicación no se agota con el relato economicista de la generación de excedente o la fundación política para la dominación de la naturaleza y de otros grupos humanos. Todas esas fuerzas, ciertamente, coexistieron en las ciudades, pero nada indica que alguna de ellas fuese causa única de la agrupación humana en ciudades.
A cada paso que recorremos en la genealogía de la ciudad buscando su origen unívoco nos encontramos más perdidos (como cuando nos despistamos y aparecemos en uno de esos nuevos ensanches de urbanizaciones cerradas donde cada calle es idéntica a la anterior). Quizá debamos admitir un origen múltiple, tan heterogéneo como las estrategias que han utilizado diversos grupos humanos para subsistir en la naturaleza a lo largo de milenios. Así podríamos entender cómo, en estos tiempos en los que la urbanización se amplía a todo el planeta, la movilidad y ciertas formas de “nomadismo” crecen en la misma medida que la extensión del mundo artificial.
Aun más: ¿por qué nos empeñamos en seguir dando el mismo nombre a conglomerados urbanos que después de siglos de transformaciones solo guardan un parecido remoto con lo que fueron sus primeros asentamientos? El empeño en conservar los monumentos del pasado y restaurar su vigencia solo se generalizó cuando las ciudades comenzaron a perder su capacidad para seguir siendo depósito de la memoria cultural y la vida colectiva que albergaban. Los hitos y monumentos de las ciudades, vaciados de su contenido comunitario y ritual, envueltos en nuestras formas de vida contemporáneas, se convierten en ofrendas a la desmemoria, petrifican la experiencia y la convierten en un reclamo turístico de primer orden.
Los turistas que visitan lugares como París, Londres o Barcelona realizan en realidad un recorrido por el paisaje de sus ensueños. Nada encuentran allí que previamente no estuviese depositado en su imaginación. Si por un momento salen del itinerario marcado por los hitos reconocibles que toda postal se encarga de recordar en las tiendas de souvenirs, el continuo urbano a su alrededor se vuelve a la vez indescifrable y extrañamente familiar. El turismo en muchas ciudades solo se ha convertido en un activo económico cuando la vida urbana ha sido reducida a un ir y venir sin sentido, es decir, cuando esas ciudades se han vuelto prácticamente inhabitables.
Uno reconoce enseguida al verdadero habitante de una ciudad cuando la critica con ironía, desmiente sus encantos, evita los lugares monumentales y la condena con una pasión que nos resulta familiar: la de aquellos que aman.
La ciudad desencanta a quien la habita, y en eso tal vez reside su mayor atractivo. La vida cotidiana desmiente sus promesas a diario y, sin embargo, su “aire de libertad” permanece. Tiene la extraña capacidad de conservar, pese a todo, su apariencia. Y ese es un principio irrenunciable de la urbanidad: guardar las apariencias. En sus calles, sus plazas y sus mercados, se aparecía sobre todo para ser visto. Aquel era el gran teatro de la farsa humana en el que todos los papeles cobraban sentido. Así, cuando las burguesías de todo el mundo se lanzaron a construir teatros en sus grandes ciudades —teatros dentro del teatro— dieron una prueba inmejorable de su perverso refinamiento y decadencia.
La ciudad ha tenido históricamente la capacidad de reunir una gran diversidad de formas de vida; distintos oficios y 18 familias, anhelos y ambiciones, religiones y códigos de conducta generaron un depósito común de memoria y una dinámica de creación de sentido propia y relativamente autónoma. La concentración de energías humanas en la ciudad ha sido, por ello, la obra más acabada del ser humano y, a la vez, la que se ha llevado a cabo con mayor espontaneidad. Pero su crecimiento, la intensificación de las fuerzas simbólicas, económicas y técnicas que agrupaba, siempre se encontró frente al problema del poder, al aumento de la necesidad de control y centralización, y a las formas de mantener los precarios equilibrios internos mediante el recurso de la guerra en el exterior y de la división de funciones y la represión en el interior.
En los inicios de nuestra era moderna la ciudad se convirtió en escenario de una antigua y cruenta guerra entre la opresión y la libertad. Los hitos de sus batallas, de sus victorias y derrotas, están asociados históricamente a los nombres de unas cuantas ciudades. Partidarios de un bando y de otro las condenaron y ensalzaron, a menudo con argumentos similares. Para unos la ciudad era un foco de miseria y degradación donde aparecían indeseables que aprovechaban la desmoralización y el hambre para promover la sedición y el amotinamiento. Para otros la ciudad era la cloaca donde iban a parar los desechos de la alienación y la explotación, y el caldo de cultivo donde se forjarían los futuros rebeldes hasta que la ciudad entera se levantase en armas al grito de “pan o plomo”.
La ciudad exalta los afectos: tanto el amor al orden como el odio a la tiranía. Desata la pasión por la libertad en la misma medida en que despierta el anhelo de seguridad. Ofreció la oportunidad de tejer alianzas fraternas con aspiraciones tan grandes que llevaron a la convicción de que el ser humano tenía una historia y que era posible orientarla hacia la libertad organizando los esfuerzos de su voluntad. En momentos así, de fervor revolucionario, las ciudades se convirtieron 19 en un hervidero siempre a punto de desatar la conflagración que las destruiría. En los periodos de paz social y comodidad, como podrían ser los nuestros en los países más industrializados, deparan a muchos la experiencia desesperante de una profunda soledad, más sentida por estar rodeada de una multitud que tampoco encuentra compañía.
La ciudad parece condenada, por eso, a ser siempre escenario de las victorias memorables de la condición humana y, a la vez, ruina permanente que atestigua el fracaso de nuestros esfuerzos por librarnos de la opresión. Un punto de llegada del que siempre queremos partir. O como alguien dijo: “El Universo, menos la inocencia”.