“Un líquido transparente gotea poco a poco y se cuela por mis venas. Soy como una de mis plantas alimentada por un tubito a base de química”. Sara es ingeniera agrónoma, acaba de cumplir cuarenta años y está a punto de entrar en quirófano para aumentar sus pechos. Una operación que todavía no ha sabido cómo compartir con su familia, solo con su último novio, con el que acaba de romper. Y a la que posteriormente se referirá como: “El día en que dejé de ser biodegradable”.
Así se presenta la protagonista de Planeta invernadero (Alianza Editorial), la novela en la que Rafael Navarro de Castro retira los plásticos de los invernaderos para destapar las contradicciones, vergüenzas y abusos que se comenten en su interior (y alrededores).
En su libro, que publica tras La tierra desnuda (2019), ahonda en asuntos como la economía desbocada, las condiciones de los trabajadores en la sombra, las tecnologías sostenibles, el abuso de poder y sexual, las dudas sobre la juventud que no sabe cómo enfrentarse al futuro; y las tomateras que crecen varios centímetros al día y dan frutos durante todo el año.
“Quería hablar de lo orgánico y lo sintético, lo natural y lo artificial, y cómo eso se relaciona con el mundo porque condiciona nuestra vida, porque se da en todos los ámbitos de la vida. En el laboral, sí, pero también en nuestros cuerpos”, explica el escritor a este periódico sobre el arranque de su texto, con su personaje principal pasando por un “trance” particular, en el hospital, vestida con un batín, sobre una camilla. “Mucha gente se pone implantes, pero da igual que nos los pongamos o no, todos tenemos plástico en el cuerpo. Productos químicos y tóxicos de todos los colores”, advierte el autor.
Un cambio necesario
Rafael Navarro de Castro (Lorca, 1968) trabajó como técnico de luces en el sector audiovisual durante 15 años. Vivía en el barrio madrileño de Malasaña, le iba bien, pero se cansó y en 2001 decidió dar un “cambio de vida radical”. Se mudó a Monachil, una localidad situada en las faldas de Sierra Nevada, donde se dedica a la agricultura tradicional, la fontanería de montaña, la cría de gallinas y el activismo ecologista. “Me fui con un camión lleno de maderas y construí una casa”, explica sin defender que su ejemplo tenga que ser el que siga toda la humanidad.
“Hay infinidad de cosas que todos podemos cambiar cada día, empezando por nuestra forma de comer. Optar por productos de temporada y españoles”, sostiene, “no es por patriotismo, sino para evitar que nuestros platos hayan recorrido 4.000 kilómetros antes de llegar a nuestra mesa. Si consiguiéramos reducirlo a 1.000 sería una revolución mundial”. El escritor destaca el papel que desempeñan quienes proporcionan las semillas que posteriormente cultivan los agricultores: “Son los mismos que después les venden los productos químicos”. Rafael Navarro de Castro explica que actualmente estas “han sido modificadas para producir más y para que aguanten los traslados. Que los tomates tengan ahora la piel durísima no es casual”.
El autor, que es licenciado en Sociología y diplomado en Extensión y Desarrollo Rural, lamenta la relación que el ser humano mantiene con el medioambiente: “Le hemos declarado la guerra a la naturaleza y lo malo es que la estamos ganando”. “Antes eran unos daños. Se contaminaba un río, se arrasaba un bosque, un valle se quedaba estéril. Ahora la amenaza es planetaria”, argumenta.
Le hemos declarado la guerra a la naturaleza y lo malo es que estamos ganando
De ahí a que haya ambientado su novela en un lugar ficticio que ha bautizado como Poniente, evitando que el universo en el que se adentra Sara pareciera una realidad única, más allá de concretar que se sitúa dentro de la costa española. “No quería que se entendiera como un problema local de un solo territorio, porque no lo es. Todos vivimos en un invernadero. La Tierra lo es, no está cubierta de plásticos pero sí de gases contaminantes que tienen el mismo efecto: atrapar el calor y no soltarlo”.
Qué y cómo comemos
La protagonista se traslada a ciudades como Londres, París y Berlín, al tiempo que poco a poco se va transformando su conciencia. Los viajes afectan tanto a su trayectoria profesional como a la personal: “Muta respecto a sí misma, su relación con los demás, su sexualidad. Va a hacer una especie de redescubrimiento de sí misma y de la vida”.
“Los cultivos bajo plásticos son la metáfora perfecta del mundo moderno”, afirma sobre el telón de fondo de un libro que decidió escribir en forma de novela y no de ensayo, porque quería “conectar todas las ideas con la realidad, a través de una mujer que va al supermercado, al centro comercial, al gimnasio”.
El uso de la primera persona le permitía hablar desde un lugar que consideró que tendría más potencial para agitar mente y pulso de sus lectores. “Sara cuenta cómo se hace una ensalada, igual que lo hacemos el resto, pensando que es lo mejor, lo más sano, ¿no? ¿Pero cuántos pesticidas hay? Como mínimo uno por cada producto”, indica el autor, que no comprende por qué la sociedad acepta esta realidad.
“Quizás nos da igual que la gente lo esté pasando mal en los invernaderos, y no lo defiendo, pero es que esto nos afecta todos. Una sociedad que no está preocupada por su comida está perdida”. Su personaje se hace las mismas preguntas: “¿Por qué nadie protesta? ¿Por qué no hacemos algo?”. Una postura que le costará enfrentamientos a lo largo del libro.
Una sociedad que no está preocupada por su comida está perdida".
El escritor no decidió por casualidad que la protagonista de Efecto invernadero fuera un personaje femenino. Al investigar sobre el tema y buscar miradas críticas que tomar como referencias, descubrió que, “casi todas” habían sido mujeres. La primera de ellas, Rachel Carson, autora de Primavera silenciosa (1962) y considerada como madre del ecologismo moderno. “En todas hubo un patrón similar. Fueron insultadas, acosadas y hasta agredidas por decir la verdad sobre este mundo tecnológico”, indica.
También habló con profesionales que comparten oficio con su protagonista. “Las hay trabajando en invernaderos que han vivido lo mismo que ellas, que han denunciado lo que está sucediendo y se ha tenido que mudar porque les iban a matar”, comenta.
Los habitantes del territorio invernadero
En la novela, Sara está acompañada de un amplio abanico de los personajes que nutren sus 700 páginas. Hay espacio para los agricultores e inmigrantes. El autor explica que los segundos, procedentes en su mayoría de África, son “fundamentales” en la proliferación de la agricultura industrial en España. Rafael Navarro de Castro se trasladó a varios invernaderos para conocer cómo era el día a día en ellos.
“Me imaginaba que la cosa era dura pero cuando llegué no me lo podía creer. Me contaron que les obligan a fumigar sin guantes, sin mascarillas. Y si se quejaban, la respuesta era que así era como llevaban haciéndolo veinte años”, expone. “Les pregunté si les pagaban 35 euros al día y se caían al suelo de la risa. Decían que entre 20 y 25, con suerte, por 10 horas de trabajo que normalmente eran 12. Eso es esclavitud. Los agricultores, por supuesto, lo niegan todo”, suma, crítico. “Nadie que tenga sentimientos llega allí y no se le encoge el corazón”, comenta, “la idea era meterse debajo de los plásticos infinitos y contar la verdad sobre lo que ocurre”.