A los 82 años, la escritora canadiense Alice Munro anunció que dejaba de escribir. Entonces no lo explicó, pero la culpa no la tenía la edad, ni la falta de deseo o el cansancio, sino la demencia. Pero este dato no se había hecho público hasta ahora, cuando hemos sabido que el lunes por la noche falleció en Ontario a los 92 años, en la residencia donde vivió y fue cuidada los últimos años de su vida.
Reconocida con el premio Nobel de Literatura en 2013, como “maestra del cuento contemporáneo”, en su despedida ha sido calificada por el británico The Guardian como una “titán del cuento”, y no ha habido medio que no la comparase con el ruso Antón Chéjov. Grandiosos adjetivos que contrastan con otros que durante décadas se dedicaron a empequeñecerla: cuando en 1968 publicó su primer libro de cuentos, Danza de las sombras, los críticos dieron la bienvenida con condescendencia a una “ama de casa que escribe”; también se quejaban a menudo de que escribía “de gente vulgar” como maestras o bibliotecarias solteronas en entornos rurales; decían que en sus cuentos “no pasaba nada”, que eran “cotidianos”, como si lo cotidiano no pudiese ser sencillamente extraordinario. O bien le reclamaban que escribiera “por fin” la novela, como si el cuento fuese un género infantil o adolescente, un menor de edad o un entrenamiento para el auténtico tour de force del género más respetado y vendido.
En realidad sus obras –que de cortas tenían poco, porque sus cuentos pueden llegar a las 30 páginas– tenían la capacidad de condensación psicológica máxima, construidas en función de escenas o momentos que podrían considerarse sinécdoques de la vida (una parte se toma por el todo) capaces de revelar lo sutil de forma inesperada. Como destacaba el crítico Sergi Sánchez en El Periódico –uno de los defensores más entusiastas de la autora en nuestro país desde inicios de los 2000, junto con Antonio Muñoz Molina, Pedro Almodóvar y Elvira Lindo–, “siempre hay un momento violento, arisco, brusco, que nos informa de que la narradora sensible que hay en Munro percibe el mundo fijándose en sus notas asonantes o en sus gestos de desafección”. Ese momento podría darse, por ejemplo, cuando un personaje hace cola para que una joven autora le firme un libro al final del cuento Ficción de Demasiada felicidad (2011): ha escrito un cuento basándose en una experiencia que vivió con ella, pero no la reconoce. Y sin embargo antes nos ha llevado por otros derroteros: hay un adulterio, hay alcoholismo… pero lo importante no son esos sucesos, sino las emociones –la negociación con las expectativas y el hecho de que todos acabamos dañados por otros y a su vez dañando– como antesala de una cámara de eco llena de reverberaciones temáticas sutiles y de largo alcance.
Nacida en plena depresión económica como Alice Laidlaw en Wingham, Ontario, el 10 de julio de 1931, era la hija mayor de Robert y Anne Laidlaw, dueños de una granja de zorros y visones que aparece en algunas de sus narraciones como un lugar digno, pero sórdido, donde la prioridad de la gente era sobrevivir. Según contó en una entrevista con The Paris Review, en su pueblo su literatura no era muy valorada… “Se sabía que se habían publicado historias aquí y allá, pero consideraban que mi escritura no era elegante. El periódico local llegó a publicar un editorial sobre mí donde decían que tenía una visión amarga e introspectiva de la vida y se quejaban del sexo y las palabrotas, algo que nunca habrían escrito si mi padre siguiese vivo”. En los 90, cuando concedió esa entrevista, contaba con humor que esa granja se había convertido en un salón de belleza llamado “Total indulgencia”.
A los 21 años se casó con James Munro, de quien tomó su apellido, y en 1951 se mudó a Victoria, en la Columbia Británica, donde regentaron una librería y tuvieron cuatro hijas. En esa misma entrevista cuenta que tardó quince años en escribir su primer libro, que publicó a los 36 años: tenía cuatro niños a su cargo, trabajaba dos días a la semana en la librería y escribía hasta la una de la madrugada, además de hacer todas las tareas del hogar y preparar los bocadillos, algo que no dejó de recordar nunca, ni cuando recibió el Nobel.
“La lectura fue realmente mi vida hasta los 30 años. Los escritores del sur de Estados Unidos fueron los primeros escritores que realmente me conmovieron porque me mostraron que se podía escribir sobre pueblos pequeños, gente rural y ese tipo de vida que conocía muy bien. Realmente no me gustaba mucho Faulkner. Me encantaban Eudora Welty, Flannery O'Connor, Katherine Anne Porter, Carson McCullers. Con ellas adquirí la sensación de que las mujeres podían escribir sobre lo extraño, lo marginal”.
Los años 70 fueron una década de transformación para Munro: volvió a vivir a Wingham tras la ruptura de su primer matrimonio en 1973, se casó de nuevo en 1976 con el geógrafo Gerald Fremlin y en 1977 publicó su primer relato en el New Yorker: Royal Beatings (Palizas soberanas), una historia basada en los castigos que había recibido de su padre cuando era niña. A continuación, publicó en revistas como Paris Review y Atlantic Monthly.
El cine le ha dedicado algunas adaptaciones (Julieta de Almodóvar es una versión muy libre de tres de los cuentos de Escapada) pero la más recordada es la película Lejos de ella, dirigida por Sarah Polley y protagonizada por Julie Christie. En el cuento, titulado El oso atravesó la montaña, Alice Munro cuenta la historia de un profesor jubilado cuya esposa, Fiona, tiene los primeros síntomas del Alzheimer. Ella misma decide que lo mejor será internarse en una clínica y tras un tiempo de separación, cuando va a verla, descubre que se ha enamorado de otro enfermo. Pero de nuevo la cámara de eco conducirá a los personajes hacia lo inesperado. Sin buenismo, sin sentimentalismo, pero en el límite de la emoción y con uno de los temas fundamentales que atraviesan toda la obra de autora: la vida como un sistema de intercambios y compensaciones secretos.
Como Fiona, Alice Munro ha acabado sus días en una residencia, y quién sabe cuál habrá sido su último secreto.