Las plantas han sido objeto de fascinación e inspiración a lo largo de la historia. No fue gratuito que, en 1755, Fernando VI ordenara la creación del Real Jardín Botánico de Madrid para la enseñanza en la materia y documentar las nuevas especies descubiertas durante las expediciones a América y al Pacífico. Pero no es el único lugar. A pocos metros de este jardín, existe otro lugar que también da buena muestra de una amplia variedad botánica: el Museo del Prado.
La naturaleza, ya hablemos de pintura o escultura, casi siempre ha sido una protagonista más en el arte para dotar de significación a las obras. Es lo que se puede comprobar en el libro El jardín del Prado (Espasa), escrito por el paisajista y profesor de jardinería Eduardo Barba Gómez. La pasión por su profesión le ha llevado a recorrer sala tras sala del Prado para catalogar todas las piezas expuestas que muestren algún detalle botánico.
El resultado de la investigación es una obra que aúna historia del arte con jardinería, dos aspectos a priori no relacionados que acaban ensamblando a la perfección a través de las pinceladas de artistas como El Bosco, Zurbarán o Francisco de Goya, entre muchos otros.
Es un estudio realizado primero a partir de la observación y luego a partir de la pasión, por eso también busca tener un sentido práctico para quienes lo leen: todas las especies seleccionadas están pensadas para que se puedan plantar en una pequeña maceta colocada en el balcón o en la ventana, para así, si lo queremos, poder llevarnos un pedazo de El jardín de las delicias a nuestra propia casa. Seleccionamos algunas de las muchas recopiladas por Eduardo Barba.
Borraja y aguileña
El Jardín de las delicias, de El Bosco
Aunque quizá sus detalles grotescos sean los más llamativos, podemos poner la lupa en muchas partes de El jardín de las delicias. Barba lo hizo en sus plantas y, por eso, dada la inmensidad de la obra de El Bosco, cuenta con más de un apartado dentro de su obra.
La primera de ellas es la borraja, que se encuentra en la esquina inferior izquierda de la tabla central. Ahí se puede ver a un hombre cargado con una fresa enorme a sus espaldas de la cual nace una gran cola, casi animalesca. Y es en ese punto, al final de ese rabo, donde nace la borraja de color azul cielo. Es una flor que, según Dioscórides, un médico de la Antigua Grecia, era capaz de alegrar a hombres y mujeres después de echar sus hojas en vino. Quizá fuera más por el efecto del alcohol que el de la propia planta, pero todavía hoy se conservan referencias de sus propiedades en aquellos que la consumía.
Otra a la que el autor hace referencia es la aguileña. También se sitúa en la parte baja de la tabla central, pero esta vez en la mitad del lienzo. Esta cuelga de una de las dos personas que se encuentran haciendo el pino con las cabezas incrustadas dentro de unos frutos. Justo en la de la derecha se observan varias flores azules de la ya mencionada aguileña, también llamada palomilla por su parecido a estas aves. Se trata de una planta que en la Edad Media era empleada como afrodisíaco masculino. Era tan sencillo como preparar una infusión, introducir la flor y posteriormente sumergir la parte del cuerpo que se quería excitar. Quizá tampoco fuera tan buena idea, ya que otra de sus particularidades es que es potencialmente venenosa.
Rosa de boticarios
María Tudor, reina de Inglaterra, de Antonio Moro
Según el autor del libro, la rosa es la flor que mayor número de veces aparece en El Prado. Esta resplandece en múltiples lugares y personajes, especialmente en los que ostentan tanto poder como el que nos ocupa en esta ocasión: María Tudor, reina de Inglaterra. En su mano sostiene la rosa roja de Lancaster, perteneciente a su estirpe como se demuestran en los retratos realizados de sus antepasados como su abuelo, Enrique VII.
En teoría es una variedad de la rosa roja de boticarios, la cual era habitual en jardines y huertos de castillo porque supuestamente tenía propiedades curativas que iban desde la analgésica hasta la cardiotónica para mejorar la eficiencia cardiaca.
Lilo
El olfato, de Brueghel el Viejo y RubensEl olfato
Jan Brueghel el Viejo, como apunta Barba, ostenta el récord de mayor variedad botánica ilustrada al haber pintado prácticamente doscientas especies distintas. Una de las más destacadas es la obra El olfato, creada junto a Rubens para una serie sobre la alegoría de los cincos sentidos clásicos, donde se pueden encontrar más de sesenta variedades.
Entre todas ellas se encuentra el lilo, de color azulado y con cuatro pétalos, situada en la parte derecha superior del cuadro. Durante los siglos XVIII y XIX fue una planta idónea para los jardines por varios motivos. Al ser de la familia del olivo es bastante resistente y puede resistir en suelos muy pobres. Además, su flor perfumada inunda de olor lugares como el parque madrileño de El Capricho, donde hay cientos de ellas bordeando los caminos en forma de túneles.
Clavel
El columpio, Francisco de GoyaEl columpio
El columpio no es una de las obras más famosas de Goya, pero no por ello resulta menos interesante. Es un óleo sobre lienzo que estaba destinado a decorar el antedormitorio de los príncipes de Asturias (Carlos IV) en el Palacio de El Pardo de Madrid.
La escena representada cuenta con varios protagonistas: tres mujeres van de excursión campestre mientras varios niños juegan y tiran de la cuerda del columpio. Pero existe otro objeto de interés más allá de los personajes: el clavel que sostiene la niña vestida de rosa. Quizá, según Barba, el autor del cuadro pintara los pétalos algo más largos de como son en realidad, pero con sus trazos captó toda la esencia de la que es una de las flores más populares de la península ibérica.
Malva
San Antonio Abad y san Pablo, primer ermitaño, de Diego VelázquezSan Antonio Abad y san Pablo, primer ermitaño
La obra escenifica el viaje de san Antonio Abad al desierto de Egipto para ver a san Pablo, considerado el primer ermitaño cristiano. Pero además de la temática religiosa, Velázquez también tuvo habilidad suficiente para recoger con unas pocas pinceladas la esencia de especies como la vinagrera, la zarza o la hiedra.
También destacan las malvas situadas en la parte inferior derecha del lienzo, justo en la base del árbol. La carnosidad de sus hojas se refleja a la perfección e incluso llegan a reflejar el azul del cielo, algo que suele suceder a finales de otoño antes de que comience la primavera, cuando todavía no han llegado a florecer. Ese es justo el instante captado por Velázquez.