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Entrevista

Lucía Mbomío, escritora: “El racismo no se acaba con decir no soy racista”

“Los jubilados africanos no existimos, porque en el imaginario del país, los inmigrantes son recién llegados y jóvenes eternamente”. Así lo expresa Mamadou, uno de los protagonistas de Tierra de la luz (Ediciones B), la nueva novela de la periodista Lucía Mbomío (Las que se atrevieron). Un libro que ahonda en las injusticias con las que conviven –e intentan sobrevivir– las personas que trabajan como temporeras en los campos del sur.

Lo hace entrelazando voces, historias, cuerpos, simbolismo y toques de un realismo mágico con el que ha tratado de “contar lo insoportable de una manera distinta”. Un insoportable que abarca desde los abusos sexuales a los que son sometidas las mujeres en los invernaderos a los continuos chantajes para conseguir una regularización en la que la explotación computa como peaje.

¿Por qué quiso poner el foco en los temporeros del sur y las injusticias que se viven en el campo?

Porque las injusticias se dan en ese campo y me gusta hablar de esa huerta feraz y feroz para quien trabaja ahí. Yo vivo en Madrid pero, muchas veces, cuando se habla de raza, racismo o situaciones de dureza, nos concentramos en entornos rurales donde efectivamente y sin duda se dan pero, ¿qué pasa en esas periferias con las personas periferizadas?

En el libro da voz a personas que normalmente no la tienen, ¿qué poder tiene la manera en la que se las despersonaliza?

En el libro hay un esfuerzo de rehumanización porque ha habido un proceso previo de deshumanización. Está la narrativa que desde los medios de comunicación lanzamos respecto a las personas migrantes. Gente que acaba de llegar, que son masa, jamás individuos. No tienen nombre, no tienen historia, no tienen porqués, no tienen de dónde, solo llegan pero nunca están ni son. Había un esfuerzo por transformar todo eso y poder contar sus historias y su parte bella. Los sueños que hay detrás.

También me resultaba importante hablar de lo cotidiano. Desde los medios solemos apostar mucho por lo espectacular, ya sea para bien o para mal, y más aún en el caso de las personas migrantes racializadas. Aunque no solo. Está la persona migrante que solo sale por criminal o porque ha salvado a una persona. Pero, ¿qué pasa con la narrativa de lo cotidiano? ¿Qué pasa con la gente que está en su día a día? ¿Qué hacen? ¿Qué comen? ¿Cuándo van al médico? ¿Cómo les tratan? ¿Se enamoran? ¿Qué necesidades tienen? ¿Cuáles eran sus sueños antes de venir y en qué se han convertido? ¿Cuántos se han roto? ¿Acaso les queda un hilo de esperanza? ¿Cómo se vive lejos de una casa que quizás no se quería abandonar pero tuvo que dejarse? Me apetecía poder poner no solo rostro sino también historias.

Sus personajes hablan sobre cómo echan de menos el lugar en el que nacieron aunque a lo mejor estuvieran poco tiempo o incluso sufrieran homofobia y decidieran marcharse por ello.

Parto de lo que veo en mi casa. Mi padre va a cumplir 86 años en marzo. Llegó a España en 1966, nunca pensó que pasaría más de cinco años o el tiempo que necesitara para acabar la carrera, y lleva echando de menos su tierra desde el día en el que se fue. Y no solo eso, hay cierto sentimiento de traición porque no volvió, porque no nos ha trasladado tanto como le habría gustado, porque no hablamos su idioma.

A veces nos ve como unos “españolitos” porque no ha podido aportar todo lo que le hubiera gustado, porque siente que aquí no puede sumar de la misma manera porque no se le tiene en cuenta de igual forma. Luego hay una cuestión poderosamente simbólica. La placenta de mi padre y de muchas otras personas está enterrada en su tierra. Cuando se habla de arraigo, se habla de un arraigo real. Su génesis está en la tierra que abandonó para venirse aquí.

En el libro se menciona que los africanos no se jubilan. No hay gente anciana racializada. Cuando lo lees, impresiona pero es cierto.

Sí que hay pero no se tiene en cuenta, porque hay una idea de que la gente migrante acaba de llegar todo el rato. Y también, una vez más, los medios de comunicación contribuimos a eso con estas imágenes de personas que llegan y llegan, pero nunca están. Si siempre llegan, siempre son jóvenes y no entendemos que la gente va cumpliendo años y, por supuesto, llega un momento en el que se jubila, se hace mayor. Y a las problemáticas derivadas de la vejez, también se le suma una morriña que no cesa.

Por no hablar de otras cuestiones que tienen que ver con que si has estado en situación irregularizada una temporada de tu vida, no has podido cotizar, por tanto, tienes pensiones exiguas, y a ver cómo tiras para adelante con ciertos sueldos. En el caso de las mujeres, a las que prácticamente solo se les ha dado la opción de trabajar en cuidados y limpieza, independientemente de su formación. Porque si ahora nos quejamos de la homologación de títulos, imagínate hace algún tiempo.

Estoy junto a otras personas en un proyecto que se llama Afromayores, pienso en Martha Kembia, que habla seis idiomas, tres del continente africano, además de francés, inglés y castellano. Es pedagoga, trabajaba en una multinacional como administrativa y aquí solo la dejaron limpiar. ¿Cómo llega a su jubilación aparte de con una pensión bajita? Con el cuerpo roto, con un asma tremendo derivado de la inhalación de ciertos humores tóxicos. Y muchas veces también con la autoestima muy bajita. Has ido a un sitio para conseguir más oportunidades y no te han dado ninguna.

Los medios contribuimos a que parezca que los migrantes solo llegan y llegan, pero nunca están. Si siempre llegan, siempre son jóvenes, y no entendemos que van cumpliendo años y que, por supuesto, llega un momento en el que se jubilan

¿Dónde se están poniendo las miras y donde no al abordar esta situación dentro del Congreso de los Diputados?

Las miras que no miran. Tiene que haber un reconocimiento de la diversidad que existe aquí y en todas las franjas de edad. No solo para hablar de necesidades sino también de aportes, porque entre 54-58% de la población migrante lleva aquí más de diez años. Eso está hablando de arraigo, de gente que está sumando desde sus barrios, sus comunidades de vecinos, las empresas en las que trabajan, los parques en los que se sienta, etc.

¿El discurso racista que emite la extrema derecha es ruido o piensa que está calando?

Para que el racismo se acabe, lo primero que tiene que pasar es que se reconozca. Porque si no se reconoce, no se pueden poner medidas para transformarlo. Más allá de lo que sucede en las redes sociales, hay un proceso de deshumanización, que viene de muy atrás en los medios de comunicación por los cuales solo estamos viendo masas llegando, ligadas a una narrativa del dolor que normalizamos hasta el punto en que pensamos que lo atroz es lógico y habitual en ciertos contextos. Y, por tanto, ya ni nos duele. Si ya esa gente está deshumanizada, el hecho de que después se les eche encima otra serie de adjetivos, imaginaciones varias, mentirijillas o bulos, entra con muchísima facilidad porque no sabemos a quién tenemos al lado.

Aparte de que esto viene también de atrás. Hemos pasado del “nos quitan los puestos de trabajo” al “vienen con machetes, manadas”. Era simplemente cuestión de tiempo. Luego sí que se han colado otras teorías conspiranoicas. Me parece que es la consecuencia, no solo, pero también de un relato que no ha permitido la humanización de ciertas personas que ya estaban aquí. Y de no tomar medidas. El racismo no se acaba con decir: “Yo no soy racista”.

Escribí el libro Las que se atrevieron, sobre mujeres españolas blancas que durante el franquismo estuvieron con hombres negros. Una me decía que pensaba que el racismo no existía hasta que se casó con un hombre negro, tuvo hijos y se dio cuenta de que es como el polvo, está en todos sitios pero no lo ves salvo cuando ya se ha posado y te toca limpiarlo. Pero es una bruma constante, que se expresa de muchas formas. De algunas más pequeñitas que tampoco son especialmente lesivas a otras mucho más bestias que sorprendentemente se ven menos.

Pienso en el acceso a puestos de trabajo y el abandono escolar precoz por parte del alumnado migrante. Hay datos que deberían resultarnos terroríficos. Siempre utilizo el mismo pero que el 69% de los hijos de migrantes y el 60% de las hijas de migrantes no lleguen a bachillerato nos tendría que preocupar.

Parte de este relato viene desde el ámbito cultural, desde el museo al que te llevan cuando eres pequeña al libro que te mandan leer, ¿ha habido ahí también un hueco en blanco?

Es un apagón informativo. No es porque sí. Lo que ves en los museos normalmente es gente blanca. El negro es o Baltasar o una persona esclavizada, que en muchos casos tiene una proporción diferente para marcar esa inferioridad, o está medio fundida con el fondo.

Respecto a los libros de texto, lo que hemos ido aprendiendo son hombres haciendo cosas. Faltan mujeres, por supuestísimo, pero también personas racializadas. Y no solo por una cuestión de justicia o generación de referentes para las infancias racializadas, sino para todo el mundo, porque es muchísimo mejor ver el mundo así. Los referentes pueden hacer más grande a cualquier persona, y no necesariamente tienes que coincidir en términos dérmicos para que alguien te parezca admirable.

El racismo es como el polvo, está en todos sitios pero no lo ves salvo cuando ya se ha posado y te toca limpiarlo. Es una bruma constante, que se expresa de muchas formas, desde las más pequeñitas a las más bestias que sorprendentemente vemos menos

Es curioso porque parece que está costando hacerlo. El ministro de Cultura Ernest Urtasun dijo a principios de año que quería descolonizar los museos. Estamos en octubre y sí, se está trabajando en ello pero, siendo un debate que no solo afecta a España, llama la atención de que da la sensación de que no se sabe bien cómo cambiar esto. ¿Por qué?

Es que es muy complicado cambiar una narrativa que lleva siglos funcionando. Las comunidades con las que se está trabajando no siempre han tenido oportunidades para poder estudiar o, si las han tenido, para poder trabajar. Y, por tanto, poder decir: “Estas son las fórmulas que funcionan”.

Esta desmemoria con respecto a ciertas cosas no es casual, es inoculada, producto de una serie de ocultaciones, de enterrar. No es que se nos haya olvidado la historia, es que se han enterrado episodios que resultan incómodos y que, además, pueden explicar este presente. Desmontarían ciertos relatos. Si yo no sé que llevamos siglos expoliando el sur global y que parte de la bonanza que se da en este continente es precisamente producto de ese expolio de siglos, me parece sorprendente que la gente quiera venir aquí. Y lo veo como una invasión y no como personas que de alguna manera están pidiéndole cuentas a la historia.

Y que son historias que después derivan en violencia. Se ve en el libro por ejemplo con las personas que están trabajando en los invernaderos. Si eres mujer, lo más probable además es que se te viole en cualquier momento. Pero incluso desde los cuerpos de seguridad del estado. ¿Qué papel juega la policía?

Es que si no existes es muy difícil que te puedan proteger. En el libro me parecía importante hablar de la nostalgia, pero también del miedo. Hay gente que vive con miedo cada día de su vida porque si sales a la calle y te piden la documentación te pueden devolver a un sitio, meter en un centro de internamiento de extranjeros, tu vida puede ser aún más difícil de lo que lo es ya. Pueden abusar de ti a muchos niveles y tú no te vas a atrever a denunciar porque laboralmente pueden pagarte o puede que no. Porque pueden explotarte hasta que revientes.

Porque si vas a un médico nunca vas a estar segura de que te vayan a entender. Vivir en situación irregular, y yo no lo sé, porque nací con un pasaporte español debajo del brazo por mi padre y por mi madre, es una situación muy complicada que te lleva a tener un miedo perpetuo y perenne en cada uno de los espacios que habitas. Salir a la calle se puede convertir en una gesta, y equivocarte, también.

¿Es optimista al mirar hacia el futuro en cuanto a que se puedan dar cambios reales?

Debe haber una regularización que lleva mucho tiempo luchándose. Ojalá se haga. Siempre utilizo la misma metáfora. No son fallas, no son ninots, no son cuerpos solo, por supuesto que tienen una voz. Otra cosa es que decidamos no escucharla. Y no solo la tienen, sino que gritan a diario. Ojalá se escuche a toda esa gente, a todos los movimientos de base que están luchando para regularizar como punto de partida para obtener derechos. No estamos pidiendo nada excepcional. Se está pidiendo eso como punto de partida para poder salir a la calle sin miedo.

Estamos en un momento muy complicado en Europa. No estoy diciendo nada nuevo. Precisamente por eso supongo que hay que ser más valiente que nunca porque no sabemos qué va a pasar mañana, ni aquí. Ya sabemos lo que ha pasado en Austria, en Holanda o en Portugal. Como no sabemos qué va a pasar mañana tenemos que blindar derechos. No se está hablando de privilegios, se habla de mínimos.

Ojalá se recuerde, ojalá no dejen la ley contra el racismo como la última opción. Como aquello de lo que podemos prescindir. Ojalá, pero lamentablemente no depende de mí ni de un librito. Ojalá se escuche, más que a mí, a quienes están en ese contexto, porque ya lo he dicho la voz la tienen, las historias las tienen, el poderío lo tienen porque ahí están aguantando en el día a día cosas que yo jamás podría soportar. Que sean esas personas el centro.

Vídeo: Nando Ochando, Javier Cáceres

Puedes ver la entrevista completa en vídeo aquí: