Poner en imágenes la obra de otra persona conlleva una responsabilidad absoluta. Si además esa obra pertenece al imaginario de media población mundial, la presión se vuelve insoportable. El ilustrador Jim Kay fue seleccionado por J.K Rowling entre más de trescientos aspirantes para dibujar su saga de Harry Potter. Pero la euforia le duró solo hasta que fue consciente de la envergadura del proyecto. Es decir, dos minutos después.
“No quieres ser recordado como el que se cargó la saga más famosa del planeta”, confesaba Kay una vez fuera de peligro. Los dos años de trabajo invertidos en La piedra filosofal fueron pronto recompensados con un buen puñado de elogios, incluidos los de la propia autora. “Las ilustraciones de Jim me han conmovido. Me encanta su interpretación del mundo de Harry Potter y me siento honrada porque le haya prestado un pedazo de su talento”, dijo Rowling en una carta de admiración pública.
Esas palabras eran a su vez una señal de luz verde para poner en marcha el proyecto de La cámara secreta (editado en España por Salamandra), pero aún faltaba por conocer la opinión del público. Kay sabía que cada uno de sus trazos iba a recibir tantos juicios como personas han devorado la saga mágica. Pero si la aceptación se midiese en ventas, la primera parte del experimento se podría considerar un éxito rotundo. Jim Kay pasó así de captar la atención de la prensa por el morbo del riesgo, a ser laureado por la calidad de sus 100 dibujos.
Pero tampoco fue una sorpresa. J.K Rowling no es famosa precisamente por tomar decisiones temerarias. La elección de Kay venía respaldada por grandes trabajos, incluido un libro muy especial y casi desconocido fuera de las fronteras británicas: Un monstruo viene a verme. Los secretos de esta obra -ahora convertida en taquillazo por Bayona- sirvieron como cebo para interesar a un público mundial por la literatura juvenil.
El fenómeno no hubiese sido lo mismo sin las ilustraciones de Jim Kay, que le daban el tono siniestro que este drama requería. La historia era tan sincera que el artista temblaba cada vez que se ponía frente al papel. En uno de esos ataques de nervios, vertió la tinta sobre la lámina blanca y así dio forma al monstruo que ha inspirado la película. Sus ramas entrelazadas como un ovillo de pesadillas escondían varios traumas del propio Kay, como más tarde admitió en una entrevista.
El artista siempre ha confesado sentirse más cómodo dibujando el complicado mundo interior de los niños que representando una infancia jovial. Y así es como se hizo un hueco en uno de los sectores más competitivos. Ofreciendo ese realismo que también hace falta en medio del edulcorado género infantil.
En el proyecto de Harry Potter, sin embargo, debía respetar la transición hasta llegar a la complejidad de los últimos libros. “Tuve que esforzarme mucho para dosificar la oscuridad. Ya sé exactamente cómo será Las reliquias de la muerte, y tengo la intención de ir acercándome poco a poco a eso. Pero no puedo precipitarme”, le admitió Kay a la periodista Helen Boyle. Este mundo mágico le ha descubierto una paleta de colores que no estaba acostumbrado a utilizar.
Aunque reconoce que también se ha permitido algunas licencias en varios pasajes de La cámara secreta. El partido de Quidditch bajo la lluvia, las clases de pociones o el bosque de las arañas beben de ese estilo adulto y prohibido. Observar durante horas el comportamiento arácnido fue el pequeño homenaje que se dio a sí mismo en esta segunda entrega. “Para trabajar en las ilustraciones, traigo grandes arañas preñadas del jardín y las pongo encima de mi mesa”, explica el artista.
Además de dar rienda suelta a sus fetiches, el ejemplo del capítulo de Aragog es una muestra del mimo que siente Kay por el proceso de creación. Si existe un modelo adecuado en la vida real, no hay detalle que se invente o que tome de una imagen en Internet.
El laboratorio del genio
Entrar en el estudio de Jim Kay es como hacerlo en el laboratorio de un científico loco. Hay esqueletos, ojos de muñecas rodando por el suelo, varias jaulas con animales y grandes maquetas de criaturas fantásticas. Lo sabemos porque ha abierto las puertas de su casa en multitud de ocasiones para demostrarle a los escépticos que su imaginación es genuina.
Muchos pensaron que su adaptación ilustrada de Harry Potter tenía todo el camino recorrido gracias al departamento artístico de Warner Bros. Las películas de la saga fueron las primeras en trasladar el impreciso imaginario del público a una realidad en dos dimensiones. Sin embargo, el ilustrador ha querido reinventar el mundo de Hogwarts a partir de los rigurosos detalles de J.K Rowling en sus libros. El resultado es inevitablemente parecido, pero se entienden las diferencias en cuanto Kay desvela sus secretos.
“Tengo un amigo muy guapo, con una sonrisa encantadora, que era el candidato ideal para interpretar a Lockhart. Da la casualidad de que su pareja era perfecto para interpretar a Snape, encajaba incluso la voz”, cuenta el artista. Así reconoce que cada detalle de los personajes de Harry Potter está basado en sus personas de confianza.
En el difícil caso de los elfos domésticos o los animales fantásticos, Kay los moldea primero con plastelina o los toma de especies reales. “El fénix, por ejemplo, está basado en varios pájaros, y especialmente en el maravilloso hoacín”, confiesa.
En La cámara secreta abundan las referencias a la historia del arte y la historia natural: la página de la mandrágora, que recuerda a los bocetos de Leonardo da Vinci, o las juguetonas referencias a las guías de especies de flora y fauna. Pero admite que el espacio que más ha disfrutado dibujando es el invernadero de la profesora Sprout. Kay ha plasmado en él los conocimientos que aprendió trabajando en el jardín botánico de Kew y en el departamento de archivo de la Tate Gallery.
Pero hay algo que no encaja en su discurso. Mientras que su estantería se llena de premios y sus dibujos le abren las puertas de la prensa internacional, Kay se muestra tan inseguro como el primer día. Escuchándole se adivina al chaval que tuvo que renunciar a su carrera durante diez años porque no le daba de comer. A ese chico que dibujaba en sus libretas mientras repartía paquetes o rellenaba fichas médicas.
Cada lámina lleva incluida esta humildad tan personal de Jim Kay. Un sentimiento que le impide darse cuenta de que ya forma parte del universo más especial del milenio. Y eso no hay crisis ni cuentas bancarias que se lo puedan arrebatar.