Diez veces siete. Una chica de barrio nunca se rinde

Escribía, al empezar, que este es un libro por el que avanzo con cierto temor, porque sé muy bien que, en parte, consistirá en el relato de las carencias, los eclipses, las bajas. La existencia aventurera que llevé va remansándose para dar paso a lo de hoy, una batalla cotidiana conmigo misma para no dejarme caer, para no ceder a la fácil postración que la edad exige desde lo más reaccionario de nuestro interior. Anda, tú a lo tuyo, ¿qué más te da cuanto sucede? No va contigo, tú ya has luchado, que se apañen los jóvenes. Enciérrate, rechaza, no sufras. La quietud es un veneno lento que invade la mente con la misma tozudez con que la decrepitud se va haciendo con zonas de tu cuerpo. No te das ni cuenta. Claro que no te la das. Si ocurriera de golpe, ¿seríamos capaces de resistir ese asalto inevitable, contundente, vampírico? Los más lúcidos nos suicidaríamos en manada.

La tentación resulta más inquietante cuando lanza sus redes a alguien como yo, que concibo los días como una aventura viajera, como un hacer y deshacer maletas, como un ir acumulando cuerpos que son yo misma, parte de mí, como un ir construyendo y atesorando vidas paralelas, a veces hasta solapadas, tanto en lo sentimental como en lo geográfico. ¿Cuántas mujeres fui en Beirut, una detrás de otra, o todas a la vez, según cambiara de calle, de barrio y de vecinos, a veces durante una misma jornada? ¿Cuántas veces pasé, con el chal en la cabeza, tapándome, encogida en el asiento trasero de un taxi, por los escenarios de vidas anteriores, ocultándome, salvando de la curiosidad ajena la última aventura?

Eso se va perdiendo. Ese viaje vital, que gozosamenteme expandía y me multiplicaba, se convierte en trocha interior que pelea con la maleza de las horas, y cuya estrechez solo me permite desdoblarme de mente adentro. A sabiendas de que el final está mucho más cercano que el principio.

Novelas que construí a mi alrededor para ser su personaje principal de carne y hueso, romances que inventé y pasiones que estregué como pedernales para que brotaran esas chispas de ilusión que me mantenían alerta. No digo que no pueda montarme de nuevo en improvisadas nubes. Pero no como ayer. Ya no. Antes me subía a rocas. Me agarraba con los dientes, haciendo de las caídas un exquisito melodrama, turbulencias de alto voltaje que me dejaban exhausta pero afilada, vibrante.

Se acabó. La parte buena es que, mientras no te enteras de que eres territorio en trance de sumisión, tus defensas se siguen alzando, hacen aspavientos, intentan asustar a ese achaque o esa pereza que sientes, y que te empeñas en creer pasajera. Vivir como si fuera el último día y hacer planes como si faltaran mil años para el The End. Es una receta que funciona, aunque no durante todas las horas del día ni a lo largo de todos los días de la semana. A ráfagas se impone la oscuridad, cargada de preguntas. A días, recordando a los muertos, ni ganas tengo de salir de la cama. Cada vez necesito menos dedos para contar a los amigos que todavía están. Los antiguos y los medianamente nuevos. No siempre los más jóvenes se quedan. No existe ninguna garantía de no perder, cuando amas. Sea a una persona o a una redacción.

Me pregunto, en esos momentos desalentados, si seré capaz de resistir las pérdidas. Lo soy. Lo somos todos. Muere un amigo, se desmorona un paisaje, desaparece un país. Haber sido enviada especial tiene eso: los países, cuando se vuelven infierno, ya no son aquellos a los que, por un breve e intenso período, pertenecí. Y el infinito dolor de esa baja es otro mordisco en el corazón, otro muñón al aire que duele puntualmente, otro crimen para el que no hay consuelo.

De eso, ahora, no quiero hablar. Más adelante. Las redacciones fueron mis hogares de acogida, decía. Tal magnánima aportación de la fortuna a la existencia de la nena del Raval, entonces Chino, no podía por entonces yo preverla. Habría sufrido menos de haber sabido que en el lugar de aquel extranjero estupendo, que, sorpresivamente, confesaría ser mi verdadero padre y me arrancaría de un mísero destino, ocupando los botines y la levita de ese dickensiano sujeto que nunca se materializó, se presentaría un personaje repleto de posibilidades casi mitológicas. El periodismo. Que al final acabaría resultando otra fuente de dolor y resurrección.

En alguna de las abundantes y generosas entrevistas que suele conceder David Simon, antiguo reportero de sucesos de The Baltimore Sun, reciclado en escritor y guionista de series como The Wire y Treme, cuenta que este largo periodo de crisis de la profesión lo vivió, a principios de este siglo, con la misma sensación con que experimentó, en los años 80, la muerte de sus amigos gays a causa del sida. Como una cruel epidemia.

Simon hizo esta declaración hace años. Desde entonces han fallecido más diarios y ha salido del oficio más gente, que engrosa las listas del paro o se ha reciclado como ha podido. No os abrumaré con datos, que se encuentran al alcance de todos —bendito Internet—, pero, en España, es una de las profesiones que más empleos han perdido. Cierto, un periodista merece el mismo trato que un obrero. Pero si el periodista, por la crisis o por el ventajismo de quienes la manejan, se ve relegado al silencio, ¿quién contará lo que le pasa, lo que le hacen al obrero? Su desaparición, o su sumisión debida a la precariedad, constituyen un mal añadido, una grieta social por la que se escurren las imprescindibles verdades.

Cuando escribí mi anterior libro de memorias, Mujer en guerra, publicado en 1998, en la primera fase —todavía no confesada ni a mí misma, o casi—de mi alejamiento sentimental de El País, enuncié los males que, en mi opinión, aquejaban mayoritariamente al periodismo en aquel momento. Se debilitaba el reporterismo, suplantado por el espectáculo. Los diarios imitaban a la televisión, a lo peor de la televisión, el amarillismo. El lector se convertía en público, y luego en cliente. Se establecían el seguidismo y la rutina entre la tropa, demasiado acobardada por el poder de las empresas y, en muchos casos, domada antes de tiempo por la fábrica de empleados agradecidos que son los máster. Y eso ocurría a finales de los 90.

Me quedé corta, naturalmente. No tenía idea de lo que vendría. Ninguno la teníamos. Tampoco supe prever la potencia —aún desorientada, pero imparable— con que el periodismo digital irrumpiría, para salvarnos, aunque sus mimbres económicos todavía resulten demasiado frágiles, pero con ese formidable invento de la participación del lector —sí, otra vez, el lector—como socio y comentarista de los trabajos publicados.

Sí sabía que mis días como reportera de acción en escenarios internacionales estaban contados. Cuando escribí Mujer en guerra ya lo hice teniendo a mis pies a mi amigo perruno predilecto, el gran Tonino, que falleció hace un año. Y sabía que escribir libros iba a ser, como suele ocurrir, una forma de sustituir la acción. No solo por motivos de agilidad física. También por la deriva que tomaban el reporterismo y el diario para el que trabajaba.

En 2004, sorprendentemente, José María Izquierdo, director adjunto, me encargó una serie de siete capítulos sobre Marruecos para publicar en agosto. Fue un último lingotazo de periodismo. En aquel momento también ignoraba que la próxima aventura me la iba a costear yo, que pronto volvería a Líbano para quedarme durante casi cinco años y proporcionarme historias que, aunque ya no podría contarlas en el periódico, sí me permitirían experimentar a tope nuevas emociones. Aventuras que me alimentarían para los próximos años, para ilusionar los epílogos con la llamarada del recuerdo.