Entrevista

Neige Sinno, la autora que sufrió abusos sexuales de su padrastro: “Ni perdono ni olvido, no tengo esa necesidad”

Isabel Navarro

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Le pasa en cada una de las presentaciones. Alguien se acerca a la cola de las firmas, hacia el final, generalmente una mujer que trata de hablar pero rompe en llanto y no dice nada, porque no puede y se ahoga. Finalmente, tras unos minutos, la mujer en cuestión se sobrepone y le dice lo que le quiere decir –con pudor, con alivio, con rabia, con agradecimiento, con miedo…–: “A mí también me pasó”.

En la presentación en Madrid en el Instituto Francés fueron tres mujeres. Pero una vez quien se le acercó fue un hombre de 80 años. Para ellos es un alivio pequeño, pero es un alivio. Sobre todo teniendo en cuenta que la de los abusos sexuales en la infancia es una herida del cuerpo, pero también de la palabra. Los niños quedan enmudecidos, aterrorizados por sus torturadores, pero la memoria del trauma es persistente y da igual que tengan 80 años: el niño ha seguido gritando.

Neige Sinno (Vars, Francia, 1977) sufrió abusos sexuales de su padrastro desde los siete a los 14 años. La suya era una familia de hippies de clase baja en los Alpes, jóvenes “white trash”, como ella misma los define. “En 1983, cuando conoce a mi madre, tiene 24 años. Él es alto, deportista, simpático. Es carismático y tiene muchos amigos”. Ella tiene dos hijas de un matrimonio anterior y pronto tendrá con él dos más. Él (el monstruo) siempre ha soñado con una familia numerosa y persiste en sus deseos. Años después, cuando su hijastra le denuncie y salga de la cárcel tras cinco años de condena, hará el camino de Santiago y conocerá a otra mujer de 24 años con la que acabará teniendo otros cuatro hijos.

En Triste tigre (Anagrama) Neige Sinno dedica muchas páginas a su torturador, pero no solo. El suyo es un libro reflexivo y ensayístico que te arrastra con sus preguntas y dialoga con otros libros cuestionándose una y otra vez sobre el lugar de víctima y victimario y sobre la propia naturaleza del relato. Pero también es un libro biográfico que te somete a visiones cuya violencia es insoportable (zanahorias en el ano como entrenamiento cuando la regla se vaya acercando para evitar embarazos, felaciones en el coche, cuartos oscuros e irrespirables, orgasmos obligatorios) como una forma de no estilizar ni intelectualizar la violencia sexual, una vislumbre del horror, del acto en sí, con sus mecánicas perversas y su logística cotidiana, cuya naturaleza oscura también ha de sentirse para que no se nos olvide que el monstruo lo es porque comete atrocidades.

Su libro empieza como un diálogo con otros libros como El adversario de Carrére, pero en especial con Lolita. ¿Por qué cree que durante décadas fue una novela leída como una historia de amor cuando Nabokov le da claramente la palabra a un monstruo consciente de su monstruosidad y de su poca fiabilidad como narrador?

La lectura e interpretación de un libro dice más dice más de quien lo lee que del libro mismo. Por lo que la interpretación de Lolita como una historia de amor nos habla de lo confusa que estaba la sociedad en ese momento en relación a la sexualización de la niñez. ¿Cómo va a ser una víctima de 12 años cómplice de su propia violación? Si tiene 12 años, haga lo que haga es una víctima. ¿Cómo va a ser su relación con un hombre de más de 50 una historia de amor?

¿Recuerda cuando leyó por primera vez Lolita?

Fue durante la carrera de Literatura Inglesa y sí recuerdo la sensación de incomodidad y desazón, pero paradójicamente no lo relacioné con mi propia experiencia. Ahora tengo mucha más claridad acerca de ciertas cosas que viví, pero entonces tenía unos 20 años y todavía era difícil para mí ponerle palabras al abuso de mi infancia.

A los 21 se lo contó a su madre y denunció a su padrastro. ¿Ha resonado en su cabeza la carta de la hija de Alice Munro en la que cuenta que sufrió abusos de su padrastro, pero su madre decidió continuar con él?

Sí, claro que me ha resonado, aunque me falta información. Lo que no voy a hacer, por supuesto, es dejar de leer a Alice Munro, que es una autora que me encanta, pero es evidente que ahora que tengo esa información lo haré de una manera diferente. Me ocurre lo mismo con Céline, que era un autor al que yo admiraba y del que sigo admirando ciertas cosas, pero es importante para mí tener conciencia de que esa rabia en contra del sistema que yo percibía en Viaje al fin de la noche se transformó finalmente en un odio al ser humano en el resto de sus textos, incluidos sus panfletos antisemitas. Eso no desacredita su obra, pero me da otra perspectiva.

Lo que no voy a hacer, por supuesto, es dejar de leer a Alice Munro, que es una autora que me encanta, pero es evidente que ahora que tengo esa información lo haré de una manera diferente

Su propia madre sí dejó a su padrastro cuando usted le contó lo que había vivido. ¿Habría entendido que se quedara con él?

No, no lo hubiera entendido, me habría parecido intolerable. Pero al mismo tiempo tengo que entenderlo porque es algo que ocurre a cada rato: muchísimas madres se quedan con los agresores. Es algo muy común. Lo raro, lo poco común es lo que me pasó a mí: que te protejan y te defiendan, que logren encontrar una coherencia en sus acciones en relación a la información que les has dado. Si se hubiese quedado con él habría sido horrible, pero a muchas personas les pasa. Escucho testimonios constantemente de gente que se acerca a decirme: “Qué suerte tuviste. A mí me rechazaron todos. Estoy sola”.

Lo dice muy claramente en su libro: la vida adulta está llena de grises, pero la de los niños es blanco o negro.

Es una ocurrencia que tuve en relación con el tema del consentimiento. Y es duro para mí porque no quiero opinar, no quiero afirmar ni caer en generalidades cuando hablo del abuso. Pero frente a la duda o la pregunta de si es posible que un niño o una niña consientan, ahí sí necesito marcar un límite muy sólido y decirlo tajantemente: los niños no pueden consentir. Hay gente que reflexiona acerca de esta idea y lo ve desde otra perspectiva, pero para mí esa línea no es una cuestión de moral o de sexualidades disidentes sino de supervivencia. Como víctima necesito esa claridad: considerar que lo que me hicieron es grave y está mal sin matices.

¿Cree que Francia ha sido un país especialmente permisivo con la pederastia?

No estoy segura. Una persona de cada 10 es víctima de violencia sexual en Francia, en Italia y en China. Aquí en España la cifra es superior. Dicen que una persona de cada cinco.

Se lo digo porque a través del libro testimonial de Vanessa Springora, El consentimiento (Lumen), que luego se ha llevado al cine, hemos conocido el prestigio que tenía en Francia el escritor Gabriel Matzneff: reconocía en sus libros que violaba a niños en Filipinas y que sus “novias” tenían 14 o 15 años, pero era el autor favorito de Mitterrand y encontraba complicidad en los críticos y en sus entrevistas televisivas.

Tal vez en la alta sociedad intelectual francesa sí haya habido una mayor permisividad que en otros países, pero ese no es mi caso. Mi historia está muy muy lejos de esa clase social y de las ideas de esta gente. En México también hay muchísimo abuso sexual sin necesidad de haber leído a Matzneff ni a Michel Foucault. Y qué decir de los abusos en la iglesia. Los abusadores se justifican frente a sí mismos y nos arrastran hacia su sistema de justificación y de mistificación. Las razones son distintas cada vez, pero lo que no cambia es que el niño o la niña es el ser frágil de esa ecuación y de esta estructura social, el sacrificado. Todos nos contamos historias que nos permiten sobrevivir. A veces los abusadores incluso se consideran víctimas. No asumen su responsabilidad y yo creo que no lo hacen porque si se contaran la verdad, que violaron a sus hijas y que son monstruos, no podrían sobrevivir.

Muchas voces en el feminismo están criticando que se llame monstruos a los violadores de Gisèle Pellicot, pero lo que usted dice es que en el momento en que cometes actos monstruosos, eres un monstruo.

Entiendo el razonamiento que dice si los llamamos monstruos consideramos que nuestro amigo, nuestro primo o los que nos rodean son gente normal nunca podrían hacer algo así. Pero sabemos que no, que son las personas normales las que hacen cosas monstruosas en general. Que no hay un vampiro raro que sale de un bosque y que viene a violar niñas, sino que suele estar dentro del círculo de la familia. Entiendo el razonamiento, pero quiero regresar también a ese lugar porque si dejamos de llamarlos monstruos, hay un peligro de no percibir lo monstruoso de lo que hacen. Soy consciente de que no hay respuestas buenas a todas estas preguntas, que es lo que intento hacer visible en el libro. Pienso en un lado y en otro de cada una de las cuestiones. Creo que he llegado a una conclusión pero el tema regresa. También desde la reflexión y el pensamiento. Es un viaje interior muy tortuoso.

¿Cómo fue el proceso de escritura del libro? ¿Cuándo lo dio por terminado?

Paradójicamente el de Triste tigre fue un proceso de escritura muy bello. Desde el momento en que tomé la decisión de que iba a ir hasta el final tuve un entusiasmo constante por la escritura, que es algo que me ha pasado muy pocas veces. Me levantaba cada día a las cinco de la mañana, retomaba lo del día anterior y escribía sin parar hasta que se levantaba mi hija y hacía el desayuno.

¿Por qué cree se dio así?

Porque hasta ese momento mis estudios formales me habían llevado a escribir de una manera muy compartimentada: o literatura experimental o critica académica, pero por primera vez en este libro logré fusionar estas dos voces. El libro puede parecer caótico, pero no lo es. Desde un principio tenía una idea clarísima de lo que quería hacer, así que sólo tuve que sentarme y hacerlo.

¿Y cuál era esa idea?

Una especie de hibridación entre lo íntimo y lo ensayístico con un eje rítmico. La idea era ir alternando una línea más ligera, que es la que a mí me causa más alegría y placer: la de la experimentación formal en la que voy comentando textos ajenos e incluso fotos. Y la otra línea, la oscura, que me va acercando al horror de mi propia vivencia, al infierno, que es algo muy difícil de narrar.

Es muy difícil que un niño o una niña hable, que rompa este silencio, porque tiene mucho que perder, o cree que tiene mucho que perder. Y lo vives, lo vives…, con una parte de negación

¿En el proceso de escritura surgieron nuevos recuerdos o de algún modo su versión de los hechos quedó solidificada en el relato judicial de los interrogatorios y la denuncia?

No, no aparecieron nuevos recuerdos, pero es que la memoria traumática es muy rara. Yo sé a nivel racional que es algo que ocurrió en mi pasado y lo ubico en el tiempo, pero también es algo que está ocurriendo ahora mismo y nunca me ha dejado de ocurrir. Incluso su presencia: no le he visto desde el juicio. Han pasado treinta años y sigue aquí porque es un espectro al que no dejas de tenerle miedo.

Mientras leía el libro había una pregunta que no dejaba de hacerme. ¿Cómo era posible que tuviera una vida funcional con lo que estaba sufriendo? Cuando era niña, cómo podía tener una vida “normal”, con amigos, con éxito académico, con juegos. ¿Cómo se vive así?

Es muy raro, ¿verdad? Me hubiera gustado tanto poder decir como Virginie Despentes después de su violación: “No voy a dejar que me destruya”. Pero para poder decir algo así tienes que tener una versión previa de ti misma a la cual regresar. Y en caso de una violación repetida en una niña, no hay una versión previa. Antes de aquello no existías.

¿No se recuerda a sí misma antes del abuso?

Muy poco. Tenía siete años entonces. Así que a la pregunta cómo se vive solo puedo contestar: se vive una doble vida. Como muchos niños y niñas gastaba una energía tremenda, enorme, en que nadie se diera cuenta. Te dices que uno de los dos mundos en los que vives tiene que ser irreal, pero no sabes cuál de los dos es. ¿Será irreal ir a la escuela, celebrar la Navidad, jugar? ¿O es la otra vida la irreal, la de que cuando llegas a casa y te torturan? Una de las dos experiencias hace que la otra sea imposible. Así que es una cosa muy extraña. Es muy difícil que un niño o una niña hable, que rompa este silencio, porque tiene mucho que perder, o cree que tiene mucho que perder. Y lo vives… con una parte de negación. Además está prohibido hablar de ello, así que no hay palabras. Todo el mundo se comporta como si no existiera, el primero, el agresor. Te lo hacen en el cuerpo. Y así funciona.

Después de tantos años, ¿nunca ha estado tentada a volver a hablar con su agresor?

No, en parte porque le sigo teniendo miedo. Es un miedo fundamental, el miedo a alguien que te ha torturado, es un miedo que no es racional. Es alguien que tenía mi vida entre sus manos, que me hubiera podido matar y por eso me hizo lo que me hizo. Después de vivir algo así, cómo voy a tener una conversación directa con él. Además, ¿para qué?

No lo sé, esperando escucharle pedir perdón, por ejemplo.

Pero si no lo hizo ni en el juicio… Además, si mi visión principal es que lo que me hizo es imperdonable, ¿cómo puedo perdonar lo imperdonable? Perdonar, en mi forma racional de ver las cosas, sería quitarle un poco de lo imperdonable y eso no es lo que quiero. Hay un libro de Vladimir Jankélevitch que se llama Lo imprescriptible que tiene ese mismo razonamiento en relación a la Shoá. ¿Cómo vamos a perdonar? Primo Levi lo llamaba el abismo. No puedes pasar página porque el abismo no se cierra nunca. Tal vez alguien religioso, por ejemplo, tenga otra visión del perdón. Pero yo estoy muy apegada a los conceptos racionales y tal vez por eso no lo busqué. Mucha gente necesita eso del perdón porque es una etapa en su proceso personal de sanación. Pero en mi caso nunca tuve esa necesidad. Ni perdón, ni olvido. Ni siquiera he hecho terapia.