La persona hipocondríaca anticipa un cáncer en un retortijón de estómago, un ictus inminente frente al olvido del número pin de la tarjeta de crédito, una escoliosis agazapada tras una contractura lumbar. Hay un componente narcisista en ese insistente protagonismo que se da a sí mismo el hipocondríaco gracias a la anticipación de sus enfermedades. La psicología advierte de que la verdadera patología está en no poder distinguir la realidad de la percepción propia. Los autores del libro Hipocondría moral (Anagrama, 2022) trasladan, siguiendo a Erich Fromm, esa preocupación del campo fisiológico al del pensamiento, y afirman que hay muchas personas que se sienten moralmente enfermísimas y no paran de pedir perdón por actos de los que no son responsables.
Por tanto, el hipocondríaco moral piensa que él o ella es más importante de lo que realmente es –un narcisista de manual– y no atina a diferenciar el sentir que ha actuado mal del hecho de haber actuado mal. Se indigna por una injusticia sin constatar que de verdad se esté produciendo, se siente culpable por una mala acción, incluso un crimen o un delito, que no cometió.
“¿Qué carajo le pasa a la clase media occidental con la hipocondría moral?”, se preguntan Pau Luque (Premio Anagrama de Ensayo 2020 con Las cosas como son y otras fantasías) y Natalia Carrillo en este breve ensayo. La pequeña burguesía es, al parecer, la más afectada por este mal. La clase media occidental lidia con los problemas “hiperreflexionando” y aplicando a su pensamiento altas dosis de sentimentalismo. Hiperreflexionamos porque queremos explicanos a nosotros mismos por qué nos sentimos culpables. Culpables por tirar de la cadena dos veces cuando hay territorios en el mundo devastados por la sequía. Culpables por enviar un audio de varios minutos. Culpables por comprar un vestido innecesario. Culpables por descender de conquistadores, por ser nietos de nazis, por no haber defendido a una persona humillada por ser quien es. Carrillo y Luque reivindican la ética frente a la hipocondría moral.
“Lo perturbador es pensar que solo cuando uno se presenta como culpable por calamidades de las que no ha participado activamente se está legitimado para hablar, porque eso no es asunción de responsabilidad política, menos aún genuina preocupación por los desheredados de la historia o las minorías desaventajadas, sino narcisismo a cara descubierta”, aclaran los autores a este periódico.
Carrillo y Luque utilizan varios ejemplos en su ensayo. Tanto personajes literarios como personas reales aquejados del sentimiento de culpa. Una culpa universal e inevitable, arbitraria e inabordable, imposible de aniquilar. Una versión laica, parece, del pecado cristiano. Es la culpa, que está en todas partes pero, en la clase media, se vuelve patológica con frecuencia y muta convertida en hipocondría moral. “Hacer sentir culpable a alguien por sus privilegios heredados es políticamente inútil y éticamente superficial: en el mejor de los casos, esa persona irá a terapia y saldrá de ella habiendo aprendido a lidiar con la culpa, y será hasta la consulta del terapeuta hasta donde llegarán sus ganas de cambiar las cosas, o sea, no llegarán políticamente a ningún lado; en el peor de los casos, los movimientos políticos emancipatorios habrán ganado un enemigo que antes no tenían”, explican acerca de la expansión de este tipo de respuesta a la vida.
Como propuesta para combatirla podría servir “el método Didion”. Cuando el sobrino de la periodista y escritora Joan Didion le preguntó, en el documental El centro cederá cómo se sintió cuando, trabajando en reportajes sobre la California hippy de finales de los 60, conoció a una niña de cinco años puesta de ácido, ella respondió: “Fue oro”. No se sintió hondamente conmovida ni terriblemente apenada ni pegajosamente responsable por cómo la sociedad, o al menos ese grupo social concreto, ese ambiente contracultural del que ella podía sentirse mas o menos cerca, le había robado la infancia a la niña. Joan Didion vio el reportaje, encontró la historia.
El periodismo, o al menos cierta manera de ejercer el periodismo, sería una herramienta. Didion utiliza los ojos del periodismo para ver el mundo y, así, genera una distancia que le impide caer en la hipocondría moral. “Didion no dejará que ninguna mota de culpa o de pena enturbie su mirada periodística. Lo que importa es contar la historia. Lo que cuenta es describir a esa niña de cinco años, de nombre Susan, puesta de ácido en alguna habitación de alguna casa de hippies en la California de los años sesenta”, escriben los autores en el libro.
“Es difícil movilizar a la ciudadanía sin alguna dosis de indignación ética. Así que el periodismo comprometido, por llamarlo de alguna manera, no hace mal en apelar a nuestras convicciones éticas”, afirman Carrillo y Luque en la entrevista. “El problema es que el periodismo últimamente tiende a pasarse de freno, en el sentido de que algunos titulares periodísticos borran la línea entre indignación ética e hipocondría moral. Y lo jodido del asunto es que cuando ya se ha pasado esa línea, el periodismo no tiene el poder de orillar de regreso la conversación hacia el lado de la indignación ética. La hipocondría moral, una vez ya está en marcha, tiene vida propia”.
Es posible que este fenómeno sea más visible en la ideología de izquierdas que en la de derechas, afirman los autores, sin que eso sea determinante. “El problema, más que ser de izquierdas o de derechas, es que muchos creen que lo contrario de la hipocondría moral es el cinismo. De este modo, la conversación pública está saturada de cínicos que intentan ridiculizar a hipocondríacos morales y de hipocondríacos morales que intentan hacer sentir culpables a los cínicos, una empresa destinada al fracaso, claro. Pero lo contrario de la hipocondría moral es la ética y la responsabilidad política”, afirman.
Este pequeño ensayo ya ha lanzado la alerta. A manera de chivato, de advertencia ante “la expansión de la hipocondría moral”, aporta alguna herramienta para detectarla y combatirla. “Uno puede preguntarse, cuando siente culpa, si ha jugado un papel activo respecto de lo que le sea que le ha disparado la culpa. Si no lo ha jugado, no tiene mucho sentido sentirse culpable, lo cual no quiere decir que uno no pueda, o incluso deba, asumir algún tipo de responsabilidad política o ética”, afirman los autores, porque no quiere decir que el hipocondríaco moral no sea realmente culpable de la corrupción política, el discurso de odio en las redes sociales, la agresividad de machismo, del racismo o de la lgtbifobia. Puede ser que el hipocondriaco también sea culpable, pero su problema es que solo se ve como responsable cuando siente la culpa, independientemente de ser o no culpable.