“Una obra plagiarista es como un juego de niños. Antes de empezar el juego, un primer niño pregunta cómo se juega. Durante el juego, un segundo niño invierte las normas. El juego termina cuando un tercer niño empieza a llorar”, reza uno de los puntos esenciales del Manifiesto Plagiarista, documento fundacional de este movimiento literario.
Se trata de un decálogo que enumera todas y cada una de las provocaciones que el lector puede encontrarse si se atreve a leer un libro con bandera plagiarista. Es un aviso y también una forma de curarse en salud. Si lees un libro como el que nos ocupa y te sientes estafado, es tu culpa.
En realidad, cualquier libro que vaya acompañado de un manifiesto corre el peligro de producir dos reacciones bien definidas: o seduce por lo atrevido, o repele por lo pretencioso. Entre ambos extremos camina Los escritores plagiaristas, última obra del Movimiento Plagiarista que acaba de publicar Bandaàparte Editores. En sus páginas uno puede leer a David Foster Wallace, Roberto Bolaño, Ray Loriga y Raymond Carver. Y a la vez no lee a ninguno de ellos. Así que la duda asalta, ¿qué es exactamente el plagiarismo?
El arte del calco: un juego de niños
Todo empezó en 2014, cuando cuatro escritores españoles y treintañeros decidieron publicar un libro en el que copiaban abiertamente el estilo de autores que admiraban al mismo tiempo que lo hacían suyo. La obra se llamaba Doce cuentos del sur de Asia y para definir lo que se podía leer en él hubo que inventar una palabra que no existía: el plagiarismo. Para darse a conocer han tenido que pasar tres años, pero hoy el movimiento ya no tiene marcha atrás.
“De alguna manera, lo que empezó siendo una broma muy seria, se ha convertido en algo que parece tener un ápice de alcance y continuidad”, describe a eldiario.es Daniel Jiménez. Él es uno de los fundadores, periodista y escritor cuya primera novela -Cocaína- fue galardonada con el II Premio Dos Passos y publicada por Galaxia Gutemberg. “Dentro de lo poco relevante que puede ser un movimiento literario en estos momentos, parece que este se está convirtiendo en algo distinto. La gente habla de él porque reconoce cierto afán de rupturismo”, explica el autor.
Los demás plagiaristas son Félix Blanco, filólogo e investigador, Daniel Remón, guionista de películas como 5 Metros Cuadrados, y Minke Wang, autor de teatro y poeta cuya obra mòh. fue publicada por Amargord Ediciones. Aunque parece que pronto serán más pues el movimiento no solo gana en adeptos, sino que aumenta sus filas con nuevos nombres. El último fichaje es el de la escritora y filóloga Silvia Herreros de Tejada.
¿Qué tiene de atractivo el movimiento? Que es original copiando. Que es liberador, pero respetuoso. Que es anárquico, pero ordenado. Que es un cúmulo de contradicciones y que justamente eso es lo que le hace estimulante. El caso es que está vivo y va a más.
“Venimos de otros muchos movimientos que ya lo hicieron antes: querer romper con los esquemas clásicos y obsoletos de una literatura que se cree muy importante a sí misma. Cogerla y partirla en dos. Incitar que se agite. Jugar con ella”, describe Jiménez. Ese es el primer hallazgo de los plagiaristas: reivindicar la literatura como el arte de jugar con tonos, las palabras, letras y voces.
“Siempre imaginamos la escritura como una profesión muy seria y trascendente”, bromea el cofundador del movimiento, “pero la literatura siempre ha tenido ese aspecto festivo. Muchos escritores han conseguido hacer de la literatura un juego: de Cortázar a Perec pasando por los dadaístas. Autores que hemos plagiado para engrandecerlos o para parodiarlos”, explica el autor de Cocaína.
Según él, el objetivo no es ofender, sino divertir. “La literatura se nutre a sí misma y puede que solo sirva para darse continuidad. Nosotros descreemos del poder redentor o salvador de la literatura y aludimos a su carácter de juego”, explica. “Queremos devolver a la literatura la sensación de divertimiento y despojarla de toda esa argamasa de transcendencia que mucha literatura de hoy tiene”.
El precio del secuestro
El precio a pagar por ser plagiarista no es otra cosa que lo que vale uno mismo. Se sacrifica el ego porque si imitas el estilo de los demás no te puedes considerar autor, en sentido estricto, del texto que escribes. Así que el mismo concepto de autoría pierde sentido.
“Seguimos imbuidos por un sistema que valora demasiado la idea del autor”, explica Jiménez. “Sería absurdo no admitir que todos hemos querido ser distintos, tener un nombre y que se respete. Pero es una idea heredada del romanticismo que muta constantemente”, reflexiona. “Nosotros jugamos con esto porque creemos que hoy en día ser realmente original podría ser otra cosa. ¿Y si la originalidad no consiste en no parecerse a nadie sino en parecerse a todos?”.
Cuando copian, ninguno de ellos lo hace con intención de que lo que escribe sea suyo. Imprimen su sello en el estilo de los demás porque los admiran y quieren saberse capaces de armar un texto que se parezca a uno de Borges, a uno de Foster Wallace. Es un juego en el que no hay autor pero sí un secuestro del arte de aquellos. De hecho, hasta el nombre está bien pensado: el término 'plagio' deriva del latín plagium ,que significaba secuestro y que contenía el vocablo plaga que venía a utilizarse para referirse a una trampa. Leer Los escritores plagiaristas es, también, caer en una trampa en la que da gusto estar.
Jiménez afirma que lejos de sentirse presionado por ver que su literatura alude contantemente a la obra de autores consagrados, el plagiarismo es liberador porque permite desprenderse de la condición de autoría. Según él, “si asumes como principio literario que lo que vas a hacer ya está hecho y que la originalidad es casi una quimera te quitas el peso de la transcendencia y de la incesante búsqueda de autenticidad”, cuenta.
“Los niños crecen imitando a quien tienen alrededor, no? Pues nosotros queremos crear sabiendo que somos herederos de nuestros padres y madres literarios y que sin ellos no podríamos haber escrito nada”, señala.
Un poco de rock para la literatura contemporánea
Si se le pide que defina el movimiento que él ha ayudado a crear, Daniel Jiménez tiene problemas con hacerlo de forma concisa y pero confiesa tener en la manga un ejemplo que siempre le viene bien.
“Podríamos ser como una banda de rock de versiones de esas que tanto proliferaron en los noventa”, bromea. “Nosotros tocamos canciones que ha compuesto otro músico y lo hacemos a nuestro estilo. Vamos de bolo en bolo con un repertorio que no es nuestro, pero que al estar interpretándolo nosotros... es como si lo fuera”.
Los escritores plagiaristas es puro rock que rompe con la idea preconcebida del autor. Que resulta fresco por cómo habla de quien copia, desde el respeto que se reserva a los ídolos.
Y a su vez, también es rompecabezas hecho para lectores que se atrevan a descifrarlo, que quieran buscar entre sus páginas pistas que le lleven a pensar que ese relato está dedicado a Perec, que en este otro se calca aquella manía de Cortázar. Es un juego para ser leído. Al fin y al cabo, como dirían ellos, “en literatura no hay nada escrito; es decir, que todo está escrito; es decir, que todo está por escribir”.