Hace mucho calor en este pleno abril en Madrid. Espero a Roberta Marrero resguardada en la librería Mary Read, cerca de Atocha. La artista canaria llega puntual, acompañada de una amiga que acaba contándonos que se va a casar. Nos saludamos y charlamos un rato antes de empezar la entrevista, hablamos en ese preámbulo de Lorca, de Ana Belén, de la boda y de Bob Pop.
Estar con Roberta es siempre habitar un mundo heterodoxo, rico, stendhaliano, golfo, extraño y referencial. Sus collages y su literatura son el testimonio perfecto de esa pasión en ebullición, de ese amor por lo que permanece y lo que arde. La Marrero es la hija que hubieran tenido Lampedusa y Amanda Lepore si la hubiera criado Jean Genet, cultura desbordante, fetichismo por la belleza y un anecdotario interminable.
Su último poemario Derecho a cita (Continta me tienes, 2024) salió hace un mes y vamos a hablar de ello y de su perspectiva única como artista. Ella nunca lo reconocerá, pero es una artista de culto, por muy manoseado que esté ese concepto y casi ya no signifique nada, yo lo sé y ella también.
¿Cómo estás, Roberta?
Bien, estoy bien.
Derecho a cita está plagado de referentes y sobre todo de una estética de la confesión que no sé si es real o meramente literaria. Creo que hay un tipo de conversación, de comunicación, que solamente se puede tener con los referentes personales, con el santoral particular, no con otra persona de a pie y quizá tampoco con una misma. ¿Es el caso de tu poemario, de tu poesía?
Es una confesión real, con elementos de ficción, recursos literarios, pero son poemas bastante confesionales, esa poética de Anne Sexton, Sylvia Plath. Lo que pasa es que siempre que se escribe, se dibuja, se pinta o se cuenta, la confesión acaba siendo un artificio, una creación estética. Dice Nan Goldin, a quien va dedicado el poemario, que lo real es lo que pasa mientras pasa, todo es una evocación. Es cierta esa conversación con los referentes, pero este poemario es sobre todo una conversación conmigo misma. Llegué a la conclusión hace tiempo que escribir poemas es hablar sola y en voz alta. Por eso no me gusta pulir demasiado los poemas, pierden algo de esa conversación, de esa intimidad. Cuando una habla a veces ha bebido y tiene la lengua un poco pastosa, a veces está lucida, hablas más, hablas menos, todo eso me gusta conservarlo.
Lo ritualístico, la iconografía religiosa, están muy presentes en el poemario. ¿Tú cómo creadora eres una mujer de rituales? ¿Necesitas asociar la creación a un ritual concreto? ¿Eres cerebral? ¿El proceso de creación es mundano? ¿Creas desde el arrebato o desde cierto reposo?
¡Desde el arrebato! [reímos juntas]. Estoy en casa, donde sea, se me ocurre una idea y la mayoría de las veces escribo en el móvil, pocas veces en el portátil porque no lo llevo encima y escribo mucho fuera, en un Burger King, incluso hay uno que está escrito aquí [se refiere a la librería Mary Read]. Soy mucho del arrebato, por eso lo de no pulir los poemas, por eso en los collages si me equivoco lo tacho y sigo, no lo descarto. Soy hija del punk, de hacer las cosas aunque no sepas muy bien cómo hacerlas, no soy ni mucho menos una virtuosa en ninguna de las cosas que hago. Soy Joey Ramone, te ponen un micrófono y te pones a cantar. Soy exactamente igual, ser artista para mí, aparte de la vocación es el único modo de ganarme la vida, no sé hacer otra cosa.
En toda esa acumulación de fetiches que puebla Derecho a cita, los pop, los literarios, los sexuales, los religiosos, las travestis del pasado, los amantes, puede leerse una necesidad de tener presente el pasado. ¿Crees que escribes para recordar que has vivido?
No lo sé. Pongo bastante distancia con las cosas que hago, en cuanto pasa un tiempo y vuelvo a ver un collage o leer algo, lo aprecio, me alegra haberlo hecho, pero nada más. Llego a verlo como si no lo hubiera hecho yo. Al estar movida por el arrebato, por el impulso, por el “no futuro” del punk, no creo que haya esa intención que me dices, obviamente tengo la necesidad de ser leída, si no, no publicaría, pero tengo una posición ambigua, no me gusta mucho la gente, así que no lo sé muy bien. Me muevo entre los dos mundos, en los extremos, en el encuentro de ambas posibilidades, aunque no tengo ningún afán de trascendencia.
Lo que sí pienso, ahora que voy cumpliendo años, es en qué hacer con mis derechos de autor, que ahora no valen nada, pero quién sabe, basta que sea que me muera, para empezar a ser lo más, la gran poeta maldita y de repente estás traducida a 75 idiomas. Así que tengo que pensar a quién se los dejo. También tengo que decidir si quiero que se publique algo después de mi muerte o no. Pienso en Marjorie Cameron, que destruía sus pinturas, en su caso por una cuestión esotérica, e igual eso tendría que hacer yo. Destruirlo todo. Como Marga Gil Roësset, que destruyó su obra justo antes de suicidarse, con 20 años. Sí, exacto. Esa preocupación por perdurar no la tengo, no creo que vaya a suceder.
Hay un anhelo de inocencia en algunos versos que es muy conmovedor. Casi una plegaria. ¿La inocencia perdida es algo que tienes presente? ¿Y el anhelo de recuperarla?
Sí, está muy presente. Cuando eres muy pequeña y te ves sometida a violencias del exterior de las que obviamente no puedes desvincularte, porque no puedes irte a vivir con otra familia, o no puedes dejar de ir al colegio, pierdes la inocencia pero siendo inocente. De repente ves el mundo desde un sitio diferente, todo a tu alrededor se solidifica. Lo digo sin victimismo, nunca hablo desde ahí. Pero esa pérdida de la inocencia sin poder dejar de ser inocente, que de algún modo sigo siéndolo, está muy presente. Hay un capítulo en El bebé verde (Lunwerg, 2016) en el que cuento que fui a ver la nieve con mi familia, estábamos todos. Y pensé, muy claramente, siendo muy pequeña: “Un día nos vamos a morir todos y no estaremos juntos”. Por supuesto me callé, pero lo pensé con la misma claridad que te lo digo ahora. Desde siempre tuve esa sensación de pérdida de la inocencia desde la inocencia misma.
El poema número XXXI es una suerte de balada épica y sentimental en la que travestis, marineros y maricas genetianas conviven con Rimbaud, mitología bíblica, Diane Arbus o Rocío Jurado. Es una destilación bastante buena de lo que es Derecho a cita. Se dan la mano lo kitsch y lo sublime, que es casi una definición perfecta de lo camp. Es difícil encontrar a Anton LaVey y Emily Dickinson en una convivencia tan perfecta.
Afortunadamente, con 14 años, en la escuela de artes aplicadas, empecé a salir con unos chicos mayores, maricas, que eran muy desprejuiciadas culturalmente, tenían los discos de Divine pero controlaban perfectamente a Genet, Fassbinder y de repente a Lola Flores. Creo que la verdadera riqueza es la mental, aunque el dinero está muy bien, pero si eres pobre de mente, hija, ahí no hay nada que hacer. No tienes salvación. Puedes tener cincuenta millones en el banco pero eres una desgraciada. Estos días estoy en la pelea contra las etiquetas, una pelea que he tenido siempre y que cuando releo entrevistas de hace muchos años, ahí estoy, rebelándome, por ejemplo, cuando me asignaban lo de artista pop, ¡yo no soy una artista pop!, ¡a saber qué entiendes tú o cualquiera por “el pop”!
Rehuyo las etiquetas, ciertas estrecheces, por la riqueza mental que sí tengo y que se plasma en lo que hago. Soy bastante inclasificable. Ese poema en concreto al que te refieres, que empieza con lo que se contaba entonces, historias de maricas yendo al puerto a follarse a los marineros, yo lo narro desde lo cursi, ellas siendo joyerías por dentro y ellos unos asesinos, sí que es muy camp, muy genetiano. Cuento aquel puterío maravilloso con esas herramientas.
La palabra “travesti” aparece todo el tiempo en el poemario para hablar de aquellas mujeres, también para hablar de ti misma. ¿Es una decisión poética, política, literaria, orgánica?
Es todo eso. Es orgánico, político, estético y ético. Lo empecé a hacer en el poemario anterior (Todo era por ser fuego, Continta me tienes, 2022). Todo lo trans, todo lo queer, todo el feminismo, lo que se supone que era la disidencia se ha desplazado, las outsiders, quieren ser insiders. Y para llegar ahí tienes que sacrificar mucho. Yo no creo en la pureza y no me gusta. Cada una puede y debe decir lo que quiera, faltaría más, pero cuando veo a muchas chicas trans en televisión, mediáticas, tan desesperadas por defender que son mujeres, aunque las entiendo perfectamente, querría decirles: si no somos mujeres, ¿¡qué!?
Hablo por mí misma, no quiero sentar ningún precedente, ni representar a nadie, pero reivindico ese término, del mismo modo que los hombres gay se apropiaron del “marica”, o la reapropiación de “queer” que ahora parece que nos viene de la academia pero siempre fue un insulto como una catedral. Me parece interesante usarla. No lo hago todo el tiempo, uso “travesti” y uso “trans”, depende de con quién esté, del estado de ánimo que tenga, del contexto. En el poemario anterior decía que “travesti” es una palabra mucho más pictórica y mucho menos médica, que tiene que ver con el lumpen, con el music hall, por qué ser una sola cosa cuando se pueden ser miles.
Hay una confusión maravillosa en lo que tú haces de lo trans, lo marica, la narrativa del puterío, que resulta muy natural, cálido y poco complaciente con lo que se espera de una artista trans comprometida. Que se salta los mandatos del activismo más estricto y rompe las costuras de los imaginarios más pulcros.
Creo que tiene más que ver con lo que se espera de nosotras que con nosotras. Yo nunca he dicho que quiera complacer a nadie, tampoco quiero escandalizar a nadie, yo solo quiero ser yo y soy lo que tienes delante. Eso sí, la provocación me gusta mucho, veo la cubierta de las memorias de Jayne County y ese título Lo suficientemente hombre para ser una mujer (Colectivo Bruxista 2022) y me parece una patada en la boca a todo. Es el mejor libro sobre una transición que yo he leído nunca. Soy consciente de que uso elementos en los collages, en los poemas, que pueden ser muy molestos para algunas personas. En Dictadores (Ediciones Hidroavión, 2015), un libro que pasó muy desapercibido, usé una imaginería que me haría terminar en un juzgado en cuanto lo descubriese la persona indicada. A pesar de que me atraiga la provocación, no es algo consciente, uso lo que uso porque me parece estéticamente interesante, bonito, no hay una intención política, aunque esa misma intención ya es hacer política, vuelvo de nuevo al punk.
Con la iconografía religiosa me sucede igual, honestamente no tengo nada especialmente en contra de la Iglesia católica, porque la gente se olvida de algo, aunque no crea en Dios, soy católica. Esa imaginería también es mía por razones culturales. No soy tonta, sé que un católico practicante puede rasgarse las vestiduras si ve un niño santito con los labios pintados, pero no es mi intención ofender o provocar, lo hago así porque me gusta, porque lo encuentro hermoso, no encuentro nada provocador en ello.
Hay una cita de Genet en el poemario que habla de pederastia. Pensaba en ella y reflexionaba sobre la capacidad que hemos perdido para ser fieras, para crear sin que nos importe tanto cómo se va a recibir lo que hacemos.
Estoy muy de acuerdo. Es verdad que esa cita en francés usa pédé que significa pedófilo pero era la forma en que llamaban a los maricas hasta hace poco. Pertenece a El niño criminal (Errata Naturae 2009), donde él hace una reivindicación de ese término. En la actualidad, los intentos de acercarse a Genet le harían revolverse en la tumba, el otro día leía que alguien que se refería a Las Carolinas, las travestis que aparecen en Diario del ladrón (Cabaret Voltaire 2023) vestidas de luto y llevando flores a la puerta del urinario en el que hacían la calle o buscaban amantes, que lo iban a cerrar, como las primeras en hacer una marcha LGTB en el mundo. Primero, ¿por qué tiene que haber siempre una primera?, segundo, Las Carolinas probablemente ni siquiera eran leídas como travestis o como trans. Serían vistas como maricones, pedófilos, etc. No metáis a estas mujeres en ese saco porque no.
Me da pena [lo que ha pasado con] toda esta genealogía de lo indómito, que no se da solamente en los maricas, también las travestis de la calle, en el punk, ¡en Emily Dickinson!, que era una mujer salvaje y si nos vamos bien para atrás, Santa Teresa de Jesús también era una mujer fiera. Está bien querer acomodarse, no tengo nada en contra, no hace falta que todas seamos unas desatadas pero tampoco unas burguesas, al menos en las formas. La gente indomable sigue existiendo, pero no sale en los medios, nosotras salimos porque hablamos bien, porque no somos putas, es así de horrible pero es así, somos las buenas fieras. Capaces de articular discurso, escribir, les gustamos porque creen que no somos lo que ellos creen que son las mujeres trans, pero también lo somos, lo que pasa es que hemos tenido un poco más de suerte. Probablemente nuestras versiones de hace 25 años no les hubieran interesado tanto. Seguro que no [reímos].
La imagen de esa Ofelia múltiple como recurso poético, tú misma, quieta, muerta, adornada o expuesta, como una santa, una mujer a la que se está velando o una diosa, se nos aparece durante todo Derecho a cita como un objeto de contemplación, como una advertencia de eternidad y de quietud. Vírgenes, Venus, santas. En un verso dices “prefiero ser un objeto de deseo”. Háblame sobre esto.
Yo soy más de contemplar. Ese poema empieza hablando de cómo en medio de una depresión dejo de desear, que si vendieran el virus de la depresión en las farmacias me lo inyectaría. Desear es un cuadro, para todo el mundo, yo no sé qué hacer ya con ello, de hecho este poemario es un descenso al deseo. No una inmersión, es una bajada, porque al deseo eso, siendo una mujer trans que se acuesta con hombres heterosexuales solo se puede bajar, es como ser Jesucristo e irte cuarenta días al desierto. E implica un alto nivel de autodestrucción. Durante la escritura de este libro estaba en pleno proceso de autodestrucción que paré las navidades del año pasado. Curiosamente cuando he parado de autodestruirme, he dejado de escribir. Tennesse Williams ha muerto. La pulsión de muerte te azuza. Y parece que está conectada al proceso de crear. La autodestrucción sirve para construirte, paradójicamente.
Yo preferiría ser un objeto de deseo, en ese poema también se habla de los labios de Marilyn, cuando Warhol dice que no están hechos para besar, sino para mirarlos, son un perfecto objeto de deseo que marca distancia con el espectador. Me gustaría ser un objeto de deseo y no lo soy, al menos no al nivel de Marilyn. Bueno, eso nadie. Eso nadie, no. Pero no solo a nivel de belleza, al nivel de Marilyn como objeto, yo soy un objeto al que es bastante fácil acceder. Con los hombres, cuando te conocen, eres realmente la virgen María, profesan un culto mariano, Afrodita, Cibeles, Marilyn, pero en cuanto pones un pie fuera del pedestal y tocas al mortal, has perdido todo el poder, se acabó.
¿Hacer arte con el deseo, la locura, el dolor, la pasión, la autodestrucción, el sexo, desde el arrebato, es, usando uno de los versos del poemario, “un triunfo de la razón”?
Sí, lo es, porque es lo que nos vuelve locas a las humanas, que somos todas unas neuróticas y me gusta recordarlo. La gente que estará leyendo esta entrevista y pensando “claro, están neuróticas porque son trans, las pobres”, se equivocan, no es así, no estamos taradas porque somos trans, lo estamos porque somos humanas. Nacer es tararte. La razón es maravillosa, el ser humano es espectacular, pero la humanidad es las pirámides, un manicomio y todo lo que hay en el medio. La razón es un triunfo y también es un fracaso al que estamos condenadas.