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Los sociópatas reinan en las series de televisión

Un fantasma recorre la televisión estadounidense: el fantasma de la sociopatía como camino de éxito. Se diría que los hijos culturales del individualismo desaforado de Ronald Reagan y Margaret Thatcher se han hecho mayores y copan el mundo de las series. La antigua primera ministra británica afirmó en una ocasión que “no existe la sociedad, sólo individuos y familias”. Personajes como Don Draper (Mad Men) o Gregory House (House) ejemplifican ese individualismo sin límites éticos. También carecen de empatía o la reservan para un número muy reducido de allegados.

Algunos de estos protagonistas se encuentran entre las creaciones más carismáticas de la cultura popular reciente. Para el ensayista Adam Kotsko, los sociópatas “son las figuras dominantes de la televisión”. En su libro Por qué nos encantan los sociópatas (Melusina, 2016), los aficionados pueden buscar las consideraciones del autor sobre los protagonistas de decenas de series. A lo largo de este repaso, Mad Men y The Wire parecen recibir una especial atención.

El autor trata el fenómeno de una manera ambivalente: analiza el magnetismo del sociópata televisivo, pero también se muestra preocupado ante la posibilidad de que genere modelos de conducta. De manera coloquial, resume un mensaje posible: “Si no me preocupara una mierda por nada ni nadie, entonces sería poderoso y libre”. Según Kotsko, “de ahí a pensar que 'solo' triunfa gente de esta calaña no hay más que un paso”. En este aspecto, recuerda que los guionistas televisivos escogen los rasgos más convenientes del trastorno de personalidad antisocial, como la carencia de empatía, y los usan de manera fantasiosa: “Lejos de ser los obstáculos que serían en la vida real, estos rasgos son precisamente los que permiten al sociópata fantástico conocer las mieles del éxito”, afirma.

Al fin y al cabo, algunos de los personajes más brillantes y capaces de la televisión reciente manifiestan una gran indiferencia ante el sufrimiento ajeno. Es una especie de variación triunfalista de ese Homer Simpson que, a pesar de su irresponsabilidad e inconsciencia, podía cumplir todo tipo de sueños (desde convertirse en astronauta a tocar con estrellas del rock).

El doctor House no sólo es un médico brillante, sino que manipula astutamente a todo su entorno, toca el piano e incluso se adapta rápidamente a la vida en presidio. El Patrick Jane de El mentalista resuelve casos de asesinato, engatusa a todo aquel que le rodea y puede ganar el dinero que le plazca con juegos de azar o timos. El punto débil de la mayoría de esos personajes es su dificultad para entablar relaciones afectivas. Y ese es, a veces, el único castigo que reciben: una cierta soledad.

En su ensayo, Kotsko clasifica a los sociópatas televisivos en tres categorías. A pesar de que señala casos intermedios o que integran características de diversos arquetipos, distingue entre maquinadores, arribistas y justicieros. Los triunfos de estos personajes destacan en unas ficciones que, según el autor, suelen transmitir un pesimismo paralizante. “Hasta los mundos de fantasía de las más vulgares series de animación dan por descontado que el mundo se va al garete”, afirma.

Las telecomedias, territorio de maquinadores

Kotsko repasa una colección de sociópatas infantiloides que manipulan, mienten y se comportan de manera temeraria para conseguir objetivos algo ridículos. El referente es Homer Simpson, un niño caprichoso en el cuerpo de un hombre, con el poder de un adulto... y la libertad de un dibujo animado. Su figura ha generado otros protagonistas casi clónicos (el aún más irresponsable Peter Griffin de Padre de familia) y variaciones (Cartman de South Park, un adulto en el cuerpo de un niño).

En el apartado de los maquinadores también aparecen Jack Donaghy (Rockefeller Plaza) o los protagonistas de Colgados en Filadelfia y Seinfeld. Jerry Seinfeld o George Costanza sufrirían un cierto síndrome de Peter Pan: invierten esfuerzos en objetivos pueriles mientras abandonan fácilmente los caminos que podrían conducirles a una vida más madura. Según el autor, son caricaturas que proporcionan un placer culpable, pero que difícilmente resultan modelos a seguir.

Escalar a cualquier precio

Los sociópatas arribistas son mucho más metódicos y buscan recompensas (como el dinero, el ascenso socio-laboral o el poder) que tienen que ver con la vida real. Por ello, según Kotsko, hay que tomarles muy en serio. La audiencia puede identificarse con ellos, pero sus malas acciones son más difíciles de disculpar. No son maquinadores inconscientes de sus actos. Y tampoco apelan a un bien superior, como hacen los justicieros.

El Don Draper de Mad Men es un ejemplo paradigmático del tiburón que parte de la nada. Su progreso y el de otros arribistas de ficción pueden enviar un mensaje preocupante: solo los más despiadados tienen éxito.

A lo largo del libro, Kotsko está atento a las contradicciones de creadores y personajes, y también a las paradojas que pueden surgir en su análisis. El arribismo también puede traer consigo consecuencias positivas, aunque sean involuntarias. Sería el caso del Stringer Bell de The Wire: desea un narcotráfico sin asesinatos para no atraer la atención policial, pero así también preserva vidas humanas. Su ambición también pacifica temporalmente el crimen organizado. Y su fracaso encaja dentro del fatalismo que caracteriza a The Wire.

El poco discreto encanto de los justicieros

Jack Bauer, el agente antiterrorista que protagonizó 24, supone un fuerte embrutecimiento del héroe clásico y un ejemplo de justicierismo extremo. Le mueven motivaciones como el deseo de proteger a sus conciudadanos, pero tortura y mata repetidamente para conseguirlo. Lo hace, además, sin remordimientos.

Bauer, como el detective McNulty de The Wire, encarna un modus operandi atractivo para una sociedad que se siente vulnerable. En opinión de Kotsko, representan “la fantasía de dejar a un lado las normas morales para hacer 'lo que haga falta'”.

El personaje que da nombre a Dexter es una variante de este arquetipo: un asesino en serie que mata a criminales para encauzar su pulsión homicida. Su deseo homicida, sociopático e individualista, acaba estando al servicio de una sociedad que, a su vez, tiene tics antisociales. Cuando la ciudadanía de ficción de Dexter aplaude esos asesinatos, pone un espejo incómodo ante ese público real que desea que el protagonista de la serie se salga con la suya.