“Trabajar para qué”: el empleo doméstico, invisible también en la literatura

Carmen López

16 de febrero de 2024 22:29 h

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Un matrimonio no da crédito cuando su empleada del hogar, que trabaja como interna, anuncia que se va en busca de la libertad total. No ansía nada más para su vida que sentarse en un banco de la calle a escuchar el canto de los pájaros. Le da igual no tener ingresos o un sitio en el que dormir, de hecho, quiere librarse de cualquier cosa que le impida decidir qué y cuándo hacer lo que le apetezca. Ni maletas quiere: mete sus pertenencias en unas cajas que ata con un cordel y, después de despedirse de sus ya antiguos jefes, que la tratan de loca e insensata, se lanza a las calles de París con la intención de encontrar un rincón en el que ser feliz. Es el comienzo de la historia de la protagonista de Renata sin más, la novela escrita a modo de monólogo interno por Catherine Guérard en 1967. La editorial Tránsito la acaba de publicar en castellano traducida por Regina López Muñoz.

La idea de libertad de cada parte no puede estar más enfrentada. Si para el señor no se puede ser libre si no se gana dinero y eso se consigue con el trabajo, la monologuista opina precisamente lo contrario: “Trabajar para qué, con el dinero metido en una caja y siempre encerrada entre cuatro paredes que aborrezco”, le dice. Si bien el marido y la esposa intentan convencerla para que se quede –sin demasiado ímpetu–, la protagonista está decidida. Pero cuando ya ha dicho adiós a todo el mundo y comienza, por fin, su existencia libre, se encuentra con trabas a cada paso. No puede dormir en cualquier sitio aunque no moleste, ni entrar al andén del metro sin pagar aunque no vaya a viajar ni sentarse en un banco bajo la lluvia aunque no le importe mojarse. Las personas que la rodean se inmiscuirán de una forma u otra para ponerle freno a su existencia.

Pero ninguna de las trabas que se encuentra en el camino son peores que la vida como interna. Uno de sus recuerdos más satisfactorios es el de las ocasiones en las que conseguía vengarse de su patrona, como cuando no atendía a sus peticiones haciéndose la despistada. “Qué lejos quedaba todo eso, la casa de la señora, y la campanilla, y la señora Florence que entraba en la cocina dos minutos después y decía 'Me parece que no ha oído usted la campanilla', y yo decía 'No, no la he oído', y la risa me desbordaba el corazón porque en ese momento la patrona era yo, no la señora”, rumia la protagonista de la novela. Está llena de una rabia acumulada durante años de servidumbre a unos burgueses que no pueden ni imaginarse qué alternativa mejor a su casa puede tener una criada.

“Que decía que un embajador de Francia la había amado con locura, dijo la señora, pues mira, siempre tendrá la opción de entrar de asistenta en el Ministerio de Exteriores, dijo el señor”. Esa conversación sucede mientras ella empaca sus bultos, entre los que se encuentra un fajo de cartas de amor firmadas por Paul. No se dan más detalles sobre esa persona, podría estar muerto o paseando por los Campos Elíseos, pero resulta que es fácil encontrar una conexión con él en la vida real pese a la falta de detalles.

Hay muy pocos datos sobre la biografía de la escritora de Renata sin más, aunque uno de ellos es que fue amante del periodista y escritor Paul Guimard, que le escribió unas cartas que aún se conservan. Como las que la heroína de Guérard guarda en una de sus cajas atadas con cordel. La autora, que nació en 1929, solo publicó dos libros: Ces princes (1955) y el que ahora ha traducido Tránsito, que está escrito sin puntos, estuvo a punto de ganar el Premio Goncourt y está dedicado a François Mitterrand. Y, después, nada más que la fecha de su muerte: el 14 de julio de 2010. Como la protagonista de Renata sin más, cogió sus cosas y se fue de la vida pública.

Fregar el suelo y limpiar las ventanas

La realidad sobre el trabajo doméstico ha generado diversas obras literarias específicas, tanto de ficción como de ensayo. Un ejemplo de lo segundo es Nunca delante de los criados. Retrato de la vida arriba y abajo, de Frank Victor Dawes, publicado originalmente en 1973 y que la editorial Periférica recuperó en 2022 traducido al castellano por Ángeles de los Santos. En 1972, el autor puso un anuncio en el periódico The Daily Telegraph solicitando testimonios de personas que hubiesen trabajado como empleadas del hogar en Reino Unido para un trabajo de investigación. Dawes se fue de vacaciones con su familia y al regresar se encontró que, en lugar de las 30 o 40 cartas que se esperaba, había recibido más de 250 respuestas y aún quedaban más por llegar.

El libro fue un auténtico best seller y, de hecho, la mítica serie británica Arriba y abajo coge muchos detalles de las experiencias narradas en el título, como también se aprecian en otras ficciones como Downton Abbey. La realidad estaba bastante alejada de esas series –sobre todo en la segunda– donde la vida doméstica de los trabajadores se romantiza. Aunque no todas las cartas cuenta malas experiencias y también hay testimonios masculinos de mayordomos o lacayos, lo cierto es que una gran parte de las criadas tuvieron que aguantar acoso sexual, precariedad, malas condiciones y, en muchas ocasiones, el desprecio absoluto de sus empleadores que ni siquiera se sabían sus nombres.

Cristina Sánchez-Andrade recoge en su ensayo breve Fámulas (Anagrama, 2022) la experiencia de cuatro mujeres extranjeras –de Portugal, Honduras, Cabo Verde y Nicaragua– que han trabajado en España como empleadas del hogar. Los testimonios no están aderezados con ningún edulcorante: abusos sexuales, violencia y menosprecio que hacen ver que la realidad de ese sector no ha cambiado tanto desde los tiempos de Frank Victor Dawes. De hecho, hasta 2022 no se aprobó el decreto que da derecho a estas trabajadoras de cobrar el paro y a tener una cobertura legal más amplia (en el caso de que estén contratadas, claro).

La autora pensó en escribir este libro después de ver la obra de teatro Las criadas, de Jean Genet, basada en el crimen de las hermanas Papin, que conmocionó a toda Francia en los años 30 del siglo pasado. Ambas trabajaban como criadas en la misma casa y, un día, asesinaron a la señora y a su hija de una forma terrorífica –les sacaron los ojos con una cuchara cuando aún estaban vivas, por ejemplo–, limpiaron los utensilios que usaron y se acostaron en la cama de su habitación a esperar a la policía, abrazadas. El crimen suscitó un gran debate en el país, que se dividía entre los que pensaban que eran unas asesinas sin alma y los que las consideraban unas heroínas de la lucha de clases. Aún no existía X.

La editorial Capitán Swing añadió a su catálogo Criada. Trabajo duro, sueldos bajos y la voluntad de supervivencia de una madre, de Stephanie Land en 2021, un best seller en Estados Unidos que llegó a colarse en la lista de lecturas de verano de Barack Obama. Además, Netflix la adaptó también con éxito a la pantalla bajo el título La asistenta, protagonizada por Margaret Qualley y Andie McDowell, con lo que la historia de superación de una joven desclasada con una hija pequeña se hizo conocida en todo el mundo. En su libro, Land recoge su experiencia como empleada del hogar pero también la de las personas que se encontró en el camino y con las que compartió la realidad de los trabajadores ‘no cualificados’ en su país.

En Yeguas exhaustas (Los Aciertos / Pepitas de Calabaza, 2023), Beatriz Navarro recuerda cómo acompañaba a su madre a limpiar apartamentos turísticos en verano. Ella era una niña y a veces podía darse un baño en las piscinas de las urbanizaciones que tenían, aunque los inquilinos no dejasen que sus hijos jugasen con ‘la hija de la limpiadora’. Se acostaban tarde y se levantaban de madrugada, la madre trabajaba durante horas y horas y ella la acompañaba. Un día, aburrida, miró debajo de una cama, vio un preservativo usado y lo cogió. Era pequeña, no sabía lo que era y cuando se lo preguntó a su madre, esta le dio un manotazo para que lo soltara. Ambas lloraron. “No volvimos a decirnos nada hasta que llegamos a casa. Quizá esa noche mi madre empezó a soñar con que fuera cajera del Mercadona para no tener que recoger el semen de nadie”, escribe Navarro.