John Kennedy Toole (1937-1969) estaba destinado para el éxito. O al menos, eso es lo que él pensó siempre. Desde su primer libro, la juvenil La biblia de neón, hasta el archifamoso La conjura de los necios, que le valió el premio Pulitzer en 1981. Eso sí, doce años después de haberse suicidado asfixiándose en su coche tras tapar el tubo de escape en Biloxi, entre la bruma del Missisipi y tras no conseguir publicarlo nunca en vida.
Porque Toole arrastraba una condena. Que era suya, de su propia mente, de su carácter, pero que había sido alimentada por su madre Thelma, una mujer que siempre deseó que su hijo triunfara. Y eso es lo que él más deseó en el mundo y lo que nunca consiguió en vida. La suya, por tanto, podría ser la historia del gran fracasado. Y, sin embargo, logró uno de los premios literarios más importantes del planeta. La gran paradoja surrealista. Pura literatura que daría para otra novela.
Eso es lo que ha escrito ahora Cory MacLauchlin, escritor y profesor de literatura en Una mariposa en la máquina de escribir (Anagrama), la que se ha considerado la más completa biografía de Toole en los últimos tiempos y para la que rastreó su archivo en Nueva Orleans -que se salvó de milagro del huracán Katrina- y consultó con amigos y ex parejas del creador de Ignatius Reilly, ese personaje sarcástico, antihéroe, que veía más allá que cualquier otro –quizá un trasunto de sí mismo como genio- y que está en la cima de los caracteres literarios con voz propia de todos los tiempos.
Malditismo literario
La historia de Toole no es desconocida. Es uno de esos malditismos que fascinan desde hace años a cualquier lector que se haya adentrado en La conjura de los necios. MacLauchlin lo que ha intentado es arrojar luz sobre por qué tenía ese sentimiento de fracaso cuando fue una persona muy amada por sus colegas profesores, por sus alumnos y amigos. Un tipo que sabía jugar con el humor, “que quería que todo el mundo se riera, él no se reía de los demás, no buscaba que te sintieras ofendido, sino más bien honrado por ello”, afirma Cory. Después, con el rechazo de la novela, aquello se acabó. “Entró en una especie de depresión, tenía dolores de cabeza constantes y seguramente una especie de esquizofrenia no diagnosticada”, refrenda este profesor de Literatura.
El jueves precisamente se celebró en Madrid el día de Ignatius Reilly en La Casa del Lector con la proyección del documental dirigido por Joe Sanford, John Kennedy Toole. The Omega Point, y después con una conferencia del propio MacLauchlin. En la cinta audiovisual, en la que aparecen varios de sus amigos y también declaraciones de la madre, que fue quien lucharía para que el manuscrito fuera finalmente publicado, no se deja lugar a dudas: su progenitora le creó y también le destruyó. Fue por ella por quien envió el manuscrito de La Conjura a Robert Gottlieb, editor de Simon & Schuster, una de las editoriales más importantes, y también fue ella quien le conminó a creer que era una verdadero genio. Y aquella historia, una obra maestra. También había una cuestión económica detrás: la familia pasaba por apuros y aquel libro podría salvarles a todos de la miseria. Toole, como poco, tenía que intentarlo.
Un hombre derrotado
MacLauchin se decidió a escribir la biografía porque, aparte de que La Conjura le obsesionaba, quería un libro que abarcara toda la vida de Toole y que no cayera en el sensacionalismo –por ejemplo, en ocasiones se ha dicho que estaba traumatizado por su homosexualidad no reconocida-. Para ello se entrevistó con muchos de sus amigos de la infancia quienes ya le contaron algunas rarezas del escritor. “Por ejemplo, le fascinaban los anuncios de los años cincuenta sobre cremas de afeitar en los que el eslogan era 'bebe, conduce y quema una vida'. Él era de Nueva Orleans y desde adolescente quiso escribir una novela sobre el sur de EEUU en el que se conjugara la religión, la banca rota y asesinatos, aunque de esto nunca se supo nada”, cuenta MacLauchlin. Para el profesor, ya había una mecha a lo que sería su vida después con lo que ocurrió con La biblia de neón: “Envió la novela a un concurso pero no lo ganó. Entonces guardó el manuscrito en un cajón y no lo volvió a sacar nunca más”.
A día de hoy no se sabe bien cuándo escribió La conjura de los necios. Si fue durante su etapa como profesor en Puerto Rico, donde conocería a Bobby Byrne, quien físicamente es un calco de Ignatius Reilly –según la foto que le enseñó a MacLauchlin Patricia K. Rickels, amiga de Toole, y una de las elucubraciones que se ha hecho a menudo- o más tarde. Es más, ni siquiera se sabe dónde está el manuscrito original y si el texto que ha llegado a todos los lectores del mundo es realmente lo que escribió o hay añadiduras de editores. “Esa es la gran pregunta que aún subsiste”, sostiene MacLauchlin, quien creyó haber encontrado el texto original en manos de la hermana de Toole, Lynda Martin, pero luego se dio cuenta de que eran fotocopias del mecanografiado que el escritor había hecho con su Olivetti.
Para la biografía, el profesor también habló con el editor Gottlieb. Según confiesa, fue una charla extraña: “Gottlieb era uno de los mejores editores de la época, pero nunca vio la importancia de La Conjura de los necios. Lo consideró un buen ejercicio, pero no un clásico. Fue raro porque cuando nos despedimos me preguntó ¿es una buena novela?”. La madre de Toole, sin embargo, nunca se cansó de repetir que este editor fue el que realmente había arruinado la vida de su hijo.
Después del fuerte rechazo, Toole se recluyó. Como indicaron los amigos al biógrafo, era un hombre perdido que buscaba su lugar en el mundo, “y volver a dar clases le había supuesto una derrota”, afirma MacLauchlin. Un mazazo del que nunca se recuperaría y que incentivó que en marzo de 1969 cogiera su coche y se marchara a recorrer EEUU. “Cuando uno huye es porque busca algo”, se señala constantemente en el documental. Se dice que iba en busca de los mitos americanos del éxito, de Marilyn Monroe, del Capitán América. También parece que fue a la casa donde había vivido su amiga Flannery O'Connor, fallecida en 1964, pero no está confirmado, y además, la casa museo de la escritora aún no existía en 1969.
Al final, la única salida fue el suicidio. No había sido considerado un genio por todos los necios que pueblan el planeta. Doce años más tarde ganaría el Pulitzer y su libro sería traducido a más de 37 idiomas. Ese, quizá, fue el verdadero fracaso: no vivir uno de los mayores éxitos literarios de toda la historia. Con todo, Thelma, la madre, tenía razón.