Mario Muchnik sabía cosas de mí que incluso yo ignoraba. Nos conocimos hace poco más de veinte años, aunque yo conocía a Mario desde mucho antes, gracias a uno de esos libros que te cambian la vida.
El libro no era otro que “La rabia de vivir”, las memorias de Mezz Mezzrow, clarinetista de jazz cuya experiencia vital fue un continuo ir y venir por penitenciarias y hospitales donde llegaba temblando en busca de un pinchazo de heroína.
Fue una de esas madrugadas de Madrid, a principios de los años 90, cuando vi “La rabia de vivir” en una librería que ya no existe, pasando el scalextric de Cuatro Caminos, y según se baja por Bravo Murillo. La portada me llamó la atención, con Mezz Mezzrow en escena, soplando el clarinete en una foto antigua, sacada de un programa de mano de los que se hacían en los años cuarenta para anunciar las actuaciones.
Caprichoso y trasnochado, hice tiempo hasta que la librería abrió para mí. Sin dudarlo, podrido de noche y de literatura, pagué el ejemplar que empecé a jalarme en una cafetería cercana, entre oficinistas y currelas que se daban una tregua antes de incorporarse a la jornada laboral. Por estas cosas siempre me sentí un privilegiado, uno de esos tipos que en la carrera por la vida hace la salida con un pie en la meta. Y no precisamente porque tuviera dinero, sino por todo lo contrario. Lo que sucede es que los pobres como yo sabemos que el dinero, por muy poco que se tenga, es una de las contadas cosas en la vida que da placer a medida que va gastándose.
Aquella mañana compré cigarrillos sueltos donde la pipera de la glorieta, y en el café con leche del desayuno mojé mi apetito desnudo para alimentarme de capricho y literatura. El libro de Mezzrow cubrió mis necesidades durante aquella mañana que se prolongó hasta la tarde, en la que los ojos se cargaron de sueño y el sonido de los clubes de jazz vino a arroparme y a darme un beso sonoro, como uno de aquellos balazos de los que Mezzrow hablaba y que eran semejantes a un cumplido.
Cuando conocí a Mario Muchnik le di las gracias por aquel libro. Le brillaron los ojos y me contó la historia. Mario trató a Mezzrow a principios de los años setenta, poco antes de que el clarinetista muriese. Fue en el Hospital Americano de París, donde Jacobo Muchnik, padre de Mario, estaba ingresado por culpa de una maldita úlcera que llevaba veinticinco años dándole guerra. Como vecino de cama tenía al clarinetista de Chicago; toda una leyenda del jazz que entraba periódicamente al hospital para así conseguir su dosis de morfina. Total, que se hicieron amigos de inmediato, y cuando Jacobo salió del hospital quedaron a cenar con Mezz en una taberna de Clichy. Según me contó Mario, fue una cena triste, pues Mezzrow no hacía más que levantarse de la mesa.
“Ya – dije, yo- imagino que Mezz iría al baño cada dos por tres, es lo que pasa con los drogatas”. Y Mario entonces me miró en silencio. Pegó una calada a su pipa, y, de seguido, negó con la cabeza. Soltando el humo me dijo: “No, amigo, Mezz se levantaba para llamar por teléfono a Estados Unidos; su amigo Satchmo (Louis Armstrong) se estaba muriendo”.
Qué quieren que les diga, si tras la muerte de Mario Muchnik me siento como se tuvo que sentir Mezzrow aquella noche en la taberna de Clichy, con la orfandad calándome hondo como una lluvia a campo abierto. Al igual que lo fue Armstrong para Mezzrow, el bueno de Mario será irrepetible para mí, como uno de esos amigos que se llevan para siempre cosas de uno mismo que, incluso, uno mismo no sabía que existían.