No soy de los que critican por sistema cada nueva edición de la Guía Michelin de España y Portugal; suelo estar, sí, de acuerdo en que se comporta con no poca cicatería y, en cuanto a sus criterios, hace tiempo que dejé de intentar descifrarlos.
Pero con la edición 2015 no puedo negar que me he llevado un disgusto. Zalacaín, el gran Zalacaín, referencia gastronómica de toda una vida, templo culinario de los tiempos de la transición, ha perdido su estrella, la única que conservaba de las tres que llegó a tener.
Me entristece, pero no voy a criticar a la guía por ello. Es lo primero que le pide a uno el cuerpo, pero en esos casos es mejor pararse y reflexionar.
La estrella perdida por Zalacaín pone definitivamente fin a toda una época, y una época muy brillante, de la cocina pública española. Hagamos un poco de historia.
El navarro Jesús María Oyarbide, tras varios años de éxito en Madrid con su Príncipe de Viana, decide abrir un restaurante con vocación de convertirse en la gran referencia madrileña, una casa capaz de disputar ese lugar a los consagrados Horcher y Jockey y superarlos.
Con ese objetivo abre, en 1973, Zalacaín. Con un equipo excepcional en cocina y sala. En dos años, la casa obtiene su primera estrella. Seis después (1981), la segunda. Y en 1987 (otro ciclo de seis años) se convierte en el primer restaurante español que luce las ansiadas tres estrellas.
En el siglo XX sólo llegaron a obtenerlas Arzak (1989), El Racó de Can Fabes (1994) y, tras varias subidas y bajadas, El Bulli (1997).
Zalacaín perdió su tercera estrella cuando sus circunstancias y las del país eran otras (1996). Otra serie de sucesos desembocaron en la pérdida de la segunda (2001) y, trece años después, la de la primera. Treinta y nueve años con estrellas, de ellos nueve con tres, once con dos y diecinueve con una. Un historial envidiable.
Estos días hay quienes ponen el grito en el cielo y a la Michelin en el más profundo círculo del infierno de Dante por “arrebatar” la estrella a Zalacaín. Manía de matar al mensajero, que simplemente nos dice algo que todos vemos: que Zalacaín no es lo que fue. Y es normal, y no pasa nada.
Veamos. Motivos de salud apartaron al fundador, Jesús María Oyarbide, de la vida activa. Súmese a ello la crisis (la primera). Todo desembocó en la venta de la casa a un buen cliente, Luis García Cereceda.
El nuevo propietario tuvo el acierto de no interferir en lo relativo a la buena marcha del restaurante. Allí seguía esa inigualable columna vertebral que formaban, desde su inauguración, Benjamín Urdiain en la cocina, Custodio López Zamarra al frente de la bodega y el servicio del vino y José Jiménez Blas, Blas para todo el mundo, como director del restaurante y alma de la sala.
Pero Cronos siempre se cobra su factura. Se jubiló Benjamín. Se jubiló Blas. Se jubiló Custodio. Murió García Cereceda, y su herencia fue causa de disputas familiares. Por si fuera poco, otra crisis. Y, encima, la cocina ya iba definitivamente por caminos distintos, por los que Zalacaín, quizá con buen criterio, decidió no aventurarse.
Pero una cosa es no embarcarse en aventuras, por muy del gusto de la prensa (y de las guías) que éstas sean, y otra cerrarse sobre sí mismo.
Excelentes profesionales han suplido a Blas, a Benjamín y a Custodio. Excelentes, pero que ni se hicieron en la casa ni hicieron la casa con “don Jesús”, como ocurrió con ellos. Zalacaín sigue poniendo elegancia en la restauración pública.
Pero me temo, y bien que lo siento, que va quedando cada vez menos gente que aprecie esa elegancia. Y los cocineros que triunfan están lejos, en concepto y ejecución, de la cocina de Zalacaín.
El tiempo pasa, pero los tiempos cambian. Zalacaín tiró de un muy legítimo orgullo para hacer frente a todas las adversidades, hasta que no fue suficiente. Necesitaba un golpe de timón, alguien que enderezara el rumbo. Por haches o por bes, esa persona no apareció.
Nadie se hizo cargo del barco con la autoridad de Oyarbide, que era marino, o de Blas, un piloto que manejaba la nave con mano firme. Unos no sabían; otros, no podían. No es lo mismo lo que construye uno mismo que lo que se ha adquirido hecho, ni se mira igual un negocio comprado que uno heredado. Ni es lo mismo llevar toda la vida dentro que venir de fuera.
Yo achaco a la Michelin falta de sensibilidad, si quieren ustedes. Veo en esa edición algunos restaurantes con estrella que no resisten la menor comparación no ya con Zalacaín, sino ni siquiera con una croqueta de Zalacaín.
Pero es el criterio de la guía, que ya digo que renuncio a descifrar. Estoy seguro de que el día que se creen las “estrellas de honor”, Zalacaín tendrá tres.
Y en los recuerdos de mi ya considerable vida gastronómica, Zalacaín figurará siempre como una estrella de primera magnitud. Pero esa estrella perdida marca el definitivo final de una época que muchos creemos que fue la más brillante de la cocina española. Caius Apicius.