El Museo Sorolla saca a la luz la única pintura que hizo fracasar al pintor

Peio H. Riaño

10 de julio de 2021 22:37 h

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Fue su fracaso más sonado y, desde luego, el que más le afectó. Joaquín Sorolla pintó cuando tenía 24 años El entierro de Cristo y no gustó a nadie. El joven mascaba la tragedia cuando escribió una carta a su cuñado, antes de regresar de Roma a Madrid, en 1887: “He sufrido mucho más de lo que os podéis imaginar”, le dice. También contaba en el escrito que sacrificó las condiciones en las que mejor se desenvolvía, como el color y los efectos de la luz vibrante, para ganar en “sobriedad y misticismo”. “Para mí era fruta nueva, he tenido que dominarme mucho, y ese es el motivo que haya pasado dos años siempre quitando figuras”, remata en su carta, que encabeza con un dibujo a plumilla en el que aparece cabizbajo escuchando los reproches de los muchos personajes que lo rodean mientras observan su cuadro. 

La caricatura había vaticinado lo que vino después. Presentó la obra a la Exposición Nacional de Bellas Artes (el ARCO del siglo XIX) y al jurado no le gustó nada. Los académicos debieron sentirse incómodos ante el cuadro religioso más ateo de todos. Durante su estancia en Roma como becado, entre 1885 y 1887, Sorolla le dio vueltas y más vueltas, dibujó bocetos y apuntes, atendió al estudio pormenorizado de las figuras. Hizo lo que no volvería a hacer nunca más gracias a su portentosa técnica que le permitía construir en el momento y sin freno directamente sobre el lienzo aquellos asuntos burgueses por los que fue reconocido en todo el mundo. Quienes vieron a Sorolla trabajar escribieron sobre la lucha que mantuvo con una escena poco confortable para él y lo que le costó terminarla. 

Terminó por construir una escena sobria en envoltorio, en drama y, sobre todo, en devoción. El pintor valenciano no se comportó ante el mayor drama bíblico ni como un artista piadoso ni como uno temeroso de dios. Ese entierro suyo de Cristo fue una vista más histórica que religiosa y le concedieron un mero diploma que nunca se acercó a recoger. Y si hablamos en pasado al referirnos al cuadro es porque fruto de su disgusto decidió enrollarlo y mandarlo a los sótanos de su casa. Cuentan que lo hizo pedazos con sus propias manos y así ha llegado hasta nuestros días, despedazado en cuatro fragmentos que se conservan en el Museo Sorolla. Falta la mayoría de la composición y años más tarde del tropiezo reconoció a su amigo Pedro Gil haber borrado el rastro del “desgraciado cuadro”.

Ahora Luis Alberto Pérez Velarde, conservador del Museo Sorolla, lo ha recuperado para protagonizar la exposición que se inaugura este lunes, Sorolla. Tormento y devoción, que se presenta como muestra de una faceta desconocida del pintor más popular. Sin embargo, lo que se enseña como temática religiosa nunca llegó a cruzar los umbrales del costumbrismo o la historia en el caso de Sorolla. Cuando entra en una iglesia mira como el antropólogo mira el rito y la ceremonia, no se pone al servicio de la leyenda y neutraliza lo sagrado con sobredosis de escepticismo.

Todo lo que detestaron los críticos del cuadro fue motivo de alabanza en Benito Pérez Galdós, que publicó un artículo ese mismo junio en La prensa de Buenos Aires, contra la oleada de reproches y apreciando lo que el joven pintor había logrado. De hecho, al novelista le parecía que Sorolla podría haber sido todavía un poco más crudo y menos poético: “Tal vez haya cierta afección en el tono lúgubre que el pintor ha dado a su cuadro”, escribió el autor de Episodios nacionales. Le llamó la atención la sencillez con la que están trazadas las figuras y le reprocha haber “sacrificado un poco la verdad a la originalidad”. Sobre la técnica dejó dicho que era elegante y suelta, “abocetada hasta la exageración”. Por todo, los comentarios contrarios a la pintura le parecieron “injustos”, porque para Galdós merecía primera medalla.

Sorolla fue demasiado humano para los católicos y apenas atendió unos pocos años estos asuntos, pues durante su estancia en Roma se trasladó a París con su amigo Pedro Gil y encontró en el interés del mercado francés por la realidad social de los más desfavorecidos un motivo que pondría a pleno rendimiento en la década de los noventa. Luego, con el cambio de siglo volvería a alterar sus atenciones para centrarse definitivamente en retratar las vidas desahogadas de sus clientes.

En El entierro de Cristo el pintor valenciano depuró al máximo el drama en contra del gusto académico. Cristo tiene la cabeza ladeada, envuelto en el sudario y con la boca entreabierta. Los únicos dos personajes que exageran su gesto al llevarse, una, las manos a la cara y, otra, al postrarse de rodillas. Gracias a la fotografía en la que le vemos trabajar en su estudio de Roma, acompañado por Pedro Gil y un modelo, podemos comprobar cómo en la versión definitiva ha borrado la mayoría de los personajes y ha hecho el dolor de la Virgen y san Juan más evidente. A la caída de la tarde, entre la bruma, el suelo embarrado, el silencio y el dolor, en un paisaje a las afueras de la ciudad. Hay más ambiente que ánimos. 

Las exageraciones melodramáticas, los gritos y la jarana fueron motivo del mayor reconocimiento del jurado de la Exposición Nacional de Bellas Artes de aquel año. El saqueo de Roma, de Francisco Javier Amérigo Aparici, es todo lo contrario a la obra de Sorolla: pura opereta y astracán, en la que el autor se alejó de los pasajes triunfantes de la propaganda nacionalista española para retratar cómo las tropas de Carlos V irrumpen borrachas en una iglesia romana. El joven Sorolla mandó en 1887 una orden al Sorolla del futuro y desterró de sus intereses lo bíblico a gran escala. Siempre fue un pintor de la realidad y lo terrenal.