Cathy Claret, de cantante tímida a defensora a ultranza del arte gitano
La vida de Cathy Claret daría para una película. El único impedimento es que ella no tiene ningún interés en revivir los capítulos más oscuros de su infancia. Son pasajes traumáticos que ha logrado olvidar tras muchos años. “Lo he pasado muy mal, muy mal, muy mal… Y me pesa. Durante mi infancia no hubo un día que no durmiese con una bola de dolor aquí”, asegura señalando el estómago con la mano entreabierta, con un leve gesto de incomodidad, como si la dolencia no hubiese remitido del todo. “Pero me considero una superviviente”, asevera para constatar que aquello quedó atrás.
Sin embargo, es imposible comprender el papel que juega esta rubia paya como defensora de la cultura gitana sin conocer su pasado. Cathy Claret nació en Nimes, en el seno de una familia que daba tumbos de aquí para allá, de modo que pasó por una veintena de escuelas distintas. Las estrecheces económicas fueron extremas. “Todo eso hacía que mi hermana y yo fuéramos muy diferentes del resto de alumnos: un día llegábamos sin libros, otro con los zapatos rotos… Las únicas niñas que nos hablaban eran las gitanas porque estaban en la misma situación. Mi mejor amiga se llamaba Virginia. Era una gitana rubia”, recuerda. Su primera lección de antigitanismo la recibió allí. “Un día la maestra me cogió aparte y me dijo: ‘No tienes que hablar con Virginia porque tiene piojos’. Yo contesté: ‘¡Qué bien! ¡Yo también tengo!’. Nos hicimos superamigas, pero un día ya no la vi más. Se fue de la escuela y yo me fui después”.
El nomadismo y las adversidades impidieron a Cathy Claret echar raíces, pero pronto intuyó que encontraría cobijo entre los gitanos. “Por la vida que he tenido, me sentía marginada e incómoda con el resto de la gente. Alguien que no ha pasado esa fatiga es difícil que te entienda, pero cuando estoy con mis amigas gitanas siento que soy yo. Los gitanos están acostumbrados a luchar, a sobrevivir... Entonces, cuando ven a alguien que lo está pasando igual de mal que ellos, le hablan y le dan algo si pueden”, explica. Cathy perdió a su madre de joven y tuvo que buscarse la vida. Un año, trabajando en la vendimia cerca de Montpellier, conoció a unas gitanas de Barcelona. Eran primas de Raimundo Amador. Gracias a ellas escuchó las primeras maquetas de Pata Negra. “La música de Francia no me gustaba. Me parecía muy atrasada. Yo escuchaba a Lole y Manuel y Camarón y pensaba: esto no tiene equivalente en Europa”, recuerda. A través de aquellas gitanas conoció a la que sería su familia de Can Tunis, la barriada marginal de Barcelona en la que crecería esta rubia paya.
Hoteles de lujo y barracas
Cathy Claret también tenía inquietudes artísticas. “Ya de niña, con aquel nudo en la barriga, sentía que tenía que hacer algo porque si no me iba a volver loca. Necesitaba sacar todo lo malo y convertirlo en algo bonito”, intuía. Y un día, en Barcelona, grabó la canción ¿Porqué, porqué? con un cuatro pistas. “Entonces no entendía por qué todos los grupos que salían en revistas francesas como Les Inrockuptibles tenían que ser de Inglaterra. No entendía por qué nunca sacaban a Camarón, cosas de salsa, rumba o flamenco. Por eso quise marcar territorio y grabar una canción en español con una voz muy francesa, muy Françoise Hardy, pero con un ritmo medio tumbao y ramalazos de guitarra flamenca”, explica. La cinta era solo una muestra de sus intenciones como compositora. “Yo solo quería componer canciones y venderlas a otros artistas. La mandé a las oficinas de Virgin en París y el presidente, Emmanuel de Buretel [el directivo argelino responsable de los fichajes de Mano Negra, Cheb Khaled, Les Negresses Vertes y Youssou N’Dour, entre otros], se quedó prendado de mi voz”.
De la noche a la mañana, Cathy se convirtió en objetivo prioritario de la multinacional: hoteles de lujo en los Champs Elysées, chófer en la puerta y éxito tremendo en Japón. “Yo no quería ser una pop star. Yo era muy tímida. Solo quería escribir canciones en mi rincón”, insiste. Pero de repente estaba actuando en la plaza de toros de su Nimes natal junto a Vanessa Paradis y otras estrellas del momento. “Mi abuelo flipaba. No vino a verme porque no avisé a nadie. Salía en los periódicos, pero me daba vergüenza y los escondía”, explica. Al final de los 80, la francesa tenía dos vidas. Una en las barracas de Can Tunis y otra como rumbera tímida de fama internacional. Ah, y una tercera en una buhardilla del barrio de Gràcia como miembro de la Bel Canto Orquestra de Pascal Comelade tocando pianos, bajos, flautas y lo que hiciera falta.
La historia del artista de extracción humilde que abraza el lujo y se desentiende de sus orígenes está contada mil veces. La de Cathy Claret es otra historia. Durante años ha combinado ambas realidades. “El lujo es un mundo prestado. Ese ambiente esnob de París no me atraía nada. En París tenía un pie metido en el lujo, pero estaba sola. Vanessa Paradis, con 14 años, llegaba con su madre, con un abogado… Yo no tenía ni sitio para dormir. Me pagaban los tres días de hotel, pero tenía que volver en tren a Barcelona o Sevilla. No tenía ni mánager. Vivía en Can Tunis y no sabía el éxito que estaba teniendo en Japón. Cuando fui allí, la gente se giraba por la calle al verme. Mis discos estaban junto a los de Michael Jackson en los grandes almacenes”. Años después surgiría el shibuya-key, género nipón que mezcla influencias de pop orquestal, bossa nova y ye-yé y entre cuyos referentes se encuentra Cathy Claret.
Una década en silencio
A principios de los 90, y tras dos discos en el prestigioso sello belga Les Disques du Crepuscle —hogar de John Cale, Wim Mertens e Isabelle Antenna—, Claret se quedó sin discográfica y pasó casi una década en blanco. “No tenía un duro y no tenía derecho a ayudas sociales. Vivía casi como los que viven de la manta, al día”, recuerda. El éxito de su canción Bolloré, en versión de Raimundo Amador —y posteriormente junto a B.B. King—, no se tradujo en ingresos por derechos de autor hasta varios años después. Hasta 2001 no volvería a grabar discos, ya en sellos españoles como Zanfonia y Subterfuge, que apenas tuvieron repercusión. Barcelona vivía el bum de las músicas mestizas, pero ella estaba fuera de juego. “En Gypsy flower (2006) hice una canción que decía: ‘Ni con dinero será tuyo el aire nuestro. ¿Tú quién eres? Vente con nosotros a vender rosas’. Nadie quería programar a los grupos gitanos, pero sí querían a los grupos mestizos: gente de familia pudiente que iba de hippie. Era una canción sobre la apropiación cultural. No quiero decir nombres porque los grupos no me caen mal. El problema era la reacción de los medios y los programadores”, denuncia.
En Can Tunis hace 30 años las gitanas iban con plataformas, chándal, oro… Todo lo que ahora veo en Bershka. Esa es la moda gitana. Es terrible que cuando las jóvenes gitanas salen ahora vestidas así digan que están copiando la estética de…
En esa misma época, la barriada de Can Tunis fue derribada. “De allí son los mejores recuerdos de mi vida. Las informaciones hablaban del supermercado de la droga, pero yo viví todo lo contrario. Nunca me robaron allí y dejaba el bolso delante de las barracas. ‘¿Vas a pillar droga?’, me preguntaban. ‘Yo no bebo ni fumo. Voy porque hay arte y gente muy noble’, les respondía”. En Can Tunis, Claret volvió a vivir de cerca el rechazo hacia lo gitano. “Cogías el autobús en Can Tunis para ir a Barcelona y era como entrar en otro país. Un día íbamos nueve mujeres en el bus para ir a ver la bendición de la palma. Entraron los revisores y faltaban dos billetes de dos niños de 4 y 5 años. Dijimos que los pagábamos, pero cerraron las puertas del bus y llamaron a la policía, que llegó con porras. Dime tú si hubieran hecho lo mismo de haber sido dos niños payos de cuatro años los que no habían pagado. El antigitanismo. Y como esta he visto muchas. Es una actitud histórica”, denuncia.
Sin ser gitana, y desde su congénita timidez, Cathy Claret se ha convertido en una de las voces más firmes contra en antigitanismo. Tiene ejemplos para escribir dos libros. Empezando por la gran redada de 1749 y siguiendo por la paralización sine die de los murales de Camarón y Carmen Amaya previstos en el barrio de La Mina o el escaso eco mediático que tuvieron las muertes de artistas como Parrita y La Susi. “En Can Tunis hace 30 años las gitanas iban con plataformas, chándal, oro… Todo lo que ahora veo en Bershka. Esa es la moda gitana. Es terrible que cuando las jóvenes gitanas salen ahora vestidas así digan que están copiando la estética de…”. Tampoco aquí quiere dar nombres, pero le irrita ver “artistas ultrafamosas cantando canciones populares gitanas sin decir que lo son. Dentro de un siglo, nadie sabrá que esas canciones eran gitanas. Más que apropiación cultural, es expropiación cultural”, matiza.
Y un matiz le lleva a otro. “El problema no es que un payo cante letras de origen gitano. A Miguel Poveda nunca nadie le ha dicho nada. Ni a Las Migas o a Carmen Linares”. Pero Claret percibe que la aportación cultural gitana está perdiendo relevancia en todos los ámbitos. “No estoy en contra de la formación académica, pero sí de que todos los trabajos, los premios y los contratos en festivales vayan a la gente que ha tenido formación académica. Hay una guerra contra lo marginal, contra lo que no es académico. Y, de algún modo, esto también es antigitanismo porque saben que el gitano, por sus circunstancias, tiene más dificultades para entrar en la escuela”, teoriza. Y acto seguido hace una apología del flamenco mamado en el entorno familiar, del aprendizaje intuitivo y callejero, del músico autodidacta. Virtudes y hábitos propios de una cultura que cada vez está más sometida a la enseñanza reglada.
No tengo nada contra la gente que recibe premios pero muchas gitanas no están nominadas porque no tienen contactos. Y mira la programación de todos los festivales. ¡Es difícil encontrar artistas gitanos hasta en los festivales de flamenco!
“No tengo nada contra la gente que está recibiendo esos premios, pero muchas gitanas que no están ni siquiera nominadas porque no tienen contactos. Y mira la programación de todos los festivales de Barcelona, de Madrid, de Sevilla… ¡Es difícil encontrar artistas gitanos hasta en los festivales de flamenco! Antes, por lo menos para el flamenco, tenían que contar sí o sí con artistas gitanos o gente afín como Morente o Paco de Lucía, que se criaron con gitanos. Ahora, ni eso. Los no gitanos se han apropiado del flamenco y apenas salen artistas gitanos. Los han desplazado”, denuncia. Y la misma crítica la extiende a otros géneros musicales más innovadores en los que los gitanos han sido y son avanzadilla. “Omar Montes es uno entre diez mil. Pero los gitanos empezaron a mezclar flamenco con el trap y lo urban hace mucho y los más modernos lo despreciaban por cutre. Moncho Chavea fue de los primeros en crear ese sonido”. “Como siempre”, insiste, “quieren lo gitano, pero sin los gitanos”.
Una bibliotecaria de Japón
La vida de Cathy Claret daría para una película, sí, pero aún falta el giro de guion definitivo. Nee era una fan nipona que vio actuar a la rumbera ye-yé en Japón en 1991 y que había seguido su guadianesca singladura desde la isla de Miyako, casi dos mil kilómetros al sur de Tokio, donde trabaja como bibliotecaria. Gracias a Twitter, Nee pudo contactar con la francesa en 2016 y para evitar que pasase otra década en blanco se ofreció a buscarle un sello nipón que lanzase sus discos. En 2018 apareció Primavera, un álbum que ni está referenciado en Discogs, pero para el que realizó una gira promocional en Japón y ofreció una treintena de entrevistas. “Alguna tenía cinco páginas y otras salieron en periódicos con más tirada que El País”, compara orgullosa.
Cuatro años después, Respect Record ha publicado Así soy yo, menos afrancesado y más rumbero. La bibliotecaria Nee firma uno de los textos de presentación del disco. El otro es de Noelia Cortés, escritora y activista gitana. En la contraportada del amplio libreto de 48 páginas con las letras en castellano y japonés, aparece la bandera gitana y un mensaje de “respeto a todo el pueblo romaní”. No es un detalle estético. El disco se grabó en el barrio de La Mina, uno de los que concentra más población gitana de España, y solo han intervenido gitanos: desde el productor y dueño del casero estudio de grabación, hasta los realizadores del videoclip, pasando por instrumentistas y colaboradores: Soleá Morente, Lin Cortés, Raimundo Amador, Piraña…
Su sueño hecho realidad es el museo virtual de cultura pop gitana que inaugura estos días. Se trata de una web en castellano, inglés y romaní que recopila 300 referencias discográficas de artistas gitanos
“Lo grabé en casa de Che, un chaval de La Mina, y ni con el mejor productor de París encontré esta complicidad”, celebra. Lo que empezó como una decisión artística, acabó siendo una decisión política. “Me faltaba bajista y no paré hasta que encontré uno gitano. En este disco hay una reivindicación cultural porque no pasa un día sin que en la tele suelten una perla antigitanista”, lamenta. “La gente cree que me quejo de esto para que me contraten a mí, pero yo soy superfeliz. Sufría mucho cuando no podía publicar mis discos y veía que a otros que hacían lo mismo les hacían más caso, pero desde que tengo mi sello en Japón me he quitado esa espina. Aunque sea totalmente underground, me siento muy reconocida. Siento que he logrado algo muy difícil: que me quieran en todos los barrios marginales. Ese es mi mayor tesoro”.
Su otro tesoro, más bien su sueño hecho realidad, es el museo virtual de cultura pop gitana que inaugura estos días. Se trata de una web en castellano, inglés y romaní que recopila 300 referencias discográficas de artistas gitanos: desde Los Chorbos a Las Grecas pasando por Manzanita, Camarón, Lole y Manuel, Junco, Ray Heredia, Los Chicos, Los Chunguitos, Azúcar Moreno, Parrita, Las Chuches y figuras menos reconocidas como la modernísima cantaora de finales de los 70 Laventa. “Llevaba años pensando en un museo de la cultura gitana y no sabía por dónde empezar ni cómo hacerlo”, suspira. Hoy ya es realidad y puede convertirse en herramienta idónea para luchar contra el olvido de la inestimable aportación gitana a la música popular.
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