“Soy swiftie, lo siento”, se excusaba un resignado joven frente a las cámaras de televisión a su salida, hace pocos días, de las pruebas de acceso a la universidad. Su rendimiento, confesaba, se había visto afectado por su asistencia al concierto de Taylor Swift. Fatal coincidencia. La norteamericana no actuaba en España desde 2012, lo que convertía sus dos fechas en Madrid en cita obligada para quien se considera fan.
“Ser fan es amar algo sin vergüenza”, dice Holly Swinyard, escritora británica especializada en cultura fan que cree que “fandom es también querer compartirlo, lo que nos aproxima a otra gente”. Sin este fenómeno, huelga decirlo, la cultura popular no habría existido. Son hechos consustanciales. Y en estos términos se expresa el periodista Nando Cruz, atendiendo al caso concreto de la música: “Ha sido el detector de los principales fenómenos musicales del último siglo, la avanzadilla que ha obligado a la crítica a prestar atención a artistas que escapaban de su radar: de Elvis Presley a Michael Jackson, pasando por los Beatles o las Spice Girls”.
A través de la historia
Estas formas de devoción fascinan a la sociología desde la eclosión de la cultura de masas a mediados del siglo XX. No obstante, su raíz conceptual se remonta a estadios cronológicos anteriores dada la naturaleza misma del ser humano. “El fenómeno ha existido en todas las épocas históricas y en muchas de las culturas, lo que cambia es la forma de manifestarse”, explica el sociólogo, escritor y profesor de la Universitat Ramon Llull, Jordi Busquets, quien recuerda que en la cultura clásica ya existía la figura del héroe, referente mítico-humano que encarnaba la quintaesencia de los valores sociales entonces dominantes.
“Sabemos que en 1769 hubo un Jubileo de Shakespeare que no era muy distinto a una convención actual de cómic: había mercadillo, charlas, desfiles e incluso disfraces. Hay ejemplos de fanfiction escritos por gente como las [hermanas] Brontë, y Lord Byron peregrinaba para ver las casas y lugares de interés de sus escritores y artistas favoritos”, apunta Swinyard, quien acaba de publicar A History of Fans and Fandom (White Owl, 2024), una perspectiva histórica y antropológica del fenómeno.
Se trataba, sin embargo, de hechos aislados y, en su mayoría, de carácter individual hasta la adopción de programas estatales de alfabetización, el surgimiento de los medios de comunicación de masas y, posteriormente, el desarrollo de tecnologías como internet y sus plataformas en línea. “Ahora se puede hablar con alguien al otro lado del mundo sin sudar ni una gota” –apunta Swinyard–, “y se puede hacer en tiempo real. Ya no hay que esperar a recibir una carta, ni siquiera un correo electrónico o un mensaje en un foro, ahora puedes chatear instantáneamente, desde tu móvil, a cualquier hora del día o de la noche sobre K-Pop o Batman”.
Decía el sociólogo Edgar Morin en Las estrellas de cine (1957) que éstas “son algo más que objetos de admiración, son también objetos de culto”, señalando su paralelismo con las peculiaridades del hecho religioso, del que adopta muchos de sus términos. “Quizá la palabra más apropiada sea ‘carisma’. La utilizó Max Weber para hablar del mundo de la política pero proviene del ámbito de lo sagrado, y podríamos hacerla extensible al de la creación artística porque, en cierto modo, el artista es como un sacerdote. Ese carisma es un misterio. ¿Por qué hay personas que lo tienen y otras no?”, se pregunta Busquets para, a continuación, mencionar la existencia de otra palabra equivalente, la utilizada por Lorca, ‘duende’.
¿Admiración o fanatismo?
Atraídos por ese intangible, habrá quien desarrolle altas cotas de admiración hacia determinados personajes. Una sana empresa no a salvo de desencadenar, en ocasiones, comportamientos erráticos. Éstos son los causantes, en parte, de ese filtro a través del cual se observa el fenómeno con cierta desconfianza.
Por alguna razón, ser fan del deporte está más aceptado socialmente que ser fan de 'Star Wars', y ser fan de Bob Dylan es mejor que ser fan de Taylor Swift
Arrebatos. Delirios. Descontrol. En el apogeo de la beatlemanía, el músico Bob Geldof recordaba cómo las chicas se meaban de la emoción durante los conciertos, algo que le hizo asociar permanentemente el olor a orina con la banda de Liverpool. Un suceso inocuo en comparación con casos tan dramáticos como el asesinato de John Lennon, el ataque a Monica Seles o la detención, por intento de secuestro, de un admirador de Lana del Rey. Pero conviene no exagerar: estos últimos son casos extremos e inusuales que evidencian la tendencia humana a magnificar lo anecdótico.
Estereotipos, prejuicios y estigmatización
Errónea es también la representación arquetípica del fan conforme a las siguientes señas: mujer, adolescente e histérica. En realidad, este estereotipo es producto de una sociedad que normaliza unas simpatías y estigmatiza otras y que, en el caso específico de las mujeres, serviría para someterlas. Es difícil no reparar, por ejemplo, en la intencionalidad del término groupie que, empleado de forma peyorativa, aludía al fandom femenino en los albores del rock vinculándolo a un interés puramente sexual a diferencia del de ellos, más culto, centrado en lo musical.
“En una sociedad de tradición patriarcal lo que hacen los hombres se considera normal y está bien visto y cualquier costumbre femenina está bajo sospecha, como si fuera una manifestación inferior. Es algo que también ha sucedido en el mundo de la moda. Pero los estudios más actuales han conseguido superar este prejuicio. Porque un fanático del fútbol, por ejemplo, también es un fan y no creo que haya una gran diferencia”, señala Busquets quien asegura que hay estudios científicos que demuestran que el fenómeno fan “no tiene edad, ni tiene género, ni tiene una condición social concreta, ni un nivel cultural asociado”.
Lo que es innegable es que, sin resultar exclusivo de una edad concreta, este fenómeno sí se produce e intensifica durante la adolescencia. “El adolescente busca referentes, está en fase de construcción de su propia identidad y necesita ídolos”, explica Busquets. Por su parte, Cruz defiende esta etapa vital frente a quienes la critican: “Nos preocupan mucho los efectos del fenómeno fan porque nos cuesta reconocer o incluso recordar que nosotros, los adultos, nos hayamos podido comportar de esa manera. No solo lo hicimos, sino que eso no afectó nuestro desarrollo cognitivo ni nuestras aptitudes profesionales. Es una etapa de tránsito. Está muy bien dejarse cegar por un artista”.
Dentro del vasto fenómeno, no todos los fandoms son equiparables en cuanto a respetabilidad. “Por alguna razón, ser fan del deporte está más aceptado socialmente que ser fan de Star Wars, y ser fan de Bob Dylan es mejor que ser fan de Taylor Swift”, apunta lúcidamente Swinyard. Y es que son muchos los condicionantes que intervienen en la estigmatización del fenómeno. Además de los ya señalados respecto de género y edad, los hay que responden a su inequívoca relación con la cultura de masas.
Por una parte, siguiendo la postura crítica de la Escuela de Frankfurt, este modelo cultural genera suspicacias por su capacidad para crear individuos homogéneos resultando en una masa dúctil. Por otra, se la considera una manifestación vulgar e irracional en contraposición con la alta cultura, tal y como recogió Umberto Eco en Apocalípticos e integrados (1964). “Dentro de la tradición de la cultura culta existe una tendencia a menospreciar cualquier manifestación de cultura popular o cultura de masas. Es por este motivo que existe una actitud recurrente de menosprecio ante el fenómeno fan”, afirma Busquets.
También tiende a interpretarse el fenómeno en términos de negocio lucrativo algo que, equiparado a la sociedad de consumo, convertiría a los fans en meros consumidores. “El fan establece vínculos emocionales muy intensos con el artista admirado y eso le lleva a consumir todo lo que se le ponga por delante porque así se siente más cerca de su ídolo,” –señala Cruz– “obviamente, eso es una fuente de ingresos descomunal y la industria fomenta ese tipo de idolatría para generar más y más gasto. De hecho, la industria musical se dedica a transformar esa admiración en consumo, sí. Pero igual funciona la industria del deporte. Si hablamos de marketing y capitalismo, se venden tantas o más camisetas de equipos de fútbol como de grupos musicales”. Es, como ya advirtió el académico estadounidense Henry Jenkins en Cultura Convergente (2007), la confirmación del Principio de Pareto aplicable a la mayoría de productos de consumo. Es decir, el 80% de las compras las realiza el 20% de su base de consumidores, en este caso, los fans.
El papel de las comunidades de fans
Busquets se muestra reticente a participar de esta visión reduccionista y prefiere asirse a un papel algo más activo de estas comunidades: “La palabra consumidor en el ámbito cultural no me gusta, no me parece apropiada. No es como un helado, que si no te lo comes se deshace. La idea de que la audiencia es pasiva, que tiene un papel meramente testimonial, no se corresponde con la realidad”. Y, en este sentido, cabe destacar que a ellas debemos, por ejemplo, aportaciones culturales en el ámbito de la creatividad tan trascendentales como los primeros fanzines, elaborados por seguidores de la ciencia ficción alrededor de 1930.
En una sociedad patriarcal lo que hacen los hombres se considera normal y está bien visto y cualquier costumbre femenina está bajo sospecha, como si fuera inferior
Descréditos y prejuicios tienden, pues, a eclipsar las muchas virtudes del fenómeno, comenzando por su contribución en materia comunitaria. “El ser humano es un ser gregario que necesita de la comunidad y estas manifestaciones colectivas cumplen un papel social importante”, dice Busquets. Como tampoco puede subestimarse su función en la transmisión y asimilación de valores en cuanto a derechos civiles, liberación sexual, feminismo o derechos LGBTIQ, ni desdeñar su relevante aportación en materia de innovación tecnológica.
“Las comunidades fans fueron pioneras en el uso intensivo de tecnologías y herramientas y han ayudado a configurar determinadas formas de uso de las mismas. En este sentido no solo han sido pioneras sino que lo continúan siendo”, dice Busquets refiriéndose a cómo estos clubes fueron los primeros en constituir listas de correo y tablones de anuncios digitales –por parte de los Deadheads (fans de Grateful Dead) en los 70–, en la creación de repositorios en Usenet, en el empleo de foros, blogs, Myspace... E, incluso, en ingeniárselas para grabar música clandestina y sortear la censura mediante la bone music hecha con radiografías en la antigua URSS o las polish sound-postcards en Polonia.
Por tanto, asociar el grueso de este movimiento con cualesquiera sean sus aspectos nocivos o etiquetarlo como una manifestación cultural menor, es dar pábulo a una visión sesgada e incompleta del mismo. “El fenómeno fan solo es negativo en la medida en que un fan es incapaz de llevar una vida normal: ir a clase, ir a trabajar, mantener un compromiso con sus amigos, con su pareja...”, refiere Busquets en un plano individual para trazar también, desde el comunitario, otros límites: “Si habláramos de un simposio de la extrema derecha o, qué sé yo, de psicópatas, sí me parecería negativo, pero si se trata simplemente de amantes de la música, del baile o les gusta el fútbol, no lo veo en absoluto dañino”, concluye.