La exposición de David Bowie que ocupa el Museu del Disseny de Barcelona desde finales de mayo se inauguró por primera vez en el Victoria & Albert de Londres, en enero de 2013. Al mismo tiempo, David Bowie anunciaba el primer disco después una década de silencio. En aquel momento, su última actuación era un recuerdo lejano y escaso: tres canciones en el Hammerstein Ballroom de Nueva York, en 2006. Después de los singles, Blackstar salió a la calle el día de su 69º cumpleaños, el 8 de enero de 2016. Dos días después, murió.
En el momento de su muerte, la exposición había viajado a Toronto, Sao Paulo, Berlín, París, Melbourne y Groninger, en Holanda. Antes de salir de Londres, ya se había convertido en la más popular de la historia del venerable museo londinense. Antes de llegar a Berlín, era uno de los eventos de la temporada, con los posters cotizando al alza en eBay.
La muerte de su protagonista la transformó por un momento en una especie de mausoleo flotante, un altar a su figura en el que la gente se sentaba a mirar sus vídeos y a llorar. Ahora en Barcelona, después de haber vivido varias vidas, podemos empezar a pensar en su legado, con el acuerdo más o menos planetario de que trasciende al conjunto de sus canciones, sus trajes y su fotogenia sin igual.
El bello hombre que cayó en la Tierra
Los 300 objetos, trajes, dibujos, fotografías, cuadernos, entrevistas, documentales, películas, videoclips, conciertos, instrumentos y portadas que componen esta enciclopedia del extraordinario hombre que vino de Marte que la verdadera aportación de David Bowie no fueron sus canciones ni sus trajes sino la particular hazaña de haber creado un lugar en el mundo seguro para un colectivo desamparado; un lugar donde el chico sensible, inteligente y potencialmente afeminado -el Smalltown Boy de Bronski Beat - podía ir al instituto con los ojos pintados, chaquetas entalladas o pelo oxigenado sin que le pegaran en el recreo.
El glam tenía chulazos como Marc Bolan o Iggy Pop y malditos a lo Gary Glitter, pero Bowie consiguió ser lo opuesto al macho-man sin ser exactamente su némesis, un plano de existencia antitético al machote de la moto sin ser un marica o un snob.
Su sexualidad ambigua no era amenazante, porque no era un bello y perturbador ladyboy sino Ziggy Stardust, un melancólico inmigrante del espacio exterior. Por no ser, ni siquiera era un inmigrante pijo: en una conversación con William S. Burroughs para Rolling Stone en 1973, el propio Bowie explicó que Ziggy Stardust no es Starman, sino su mensajero en la Tierra. Y su marca característica no eran las plataformas ni el pelo recontrateñido sino su pupila izquierda eternamente dilatada; una condición llamada anisocoria que el artista adquirió de un certero puñetazo en una pelea adolescente, supuestamente por una mujer.
Esto es lo que ocurrió cuando el Ziggy Stardust apareció por televisión. Hombres de todas las edades y sexualidad variada, con inquietudes intelectuales o sensibilidad artística, encontraron una manera de canalizar su naturaleza sin tener que salir del armario. Y las chicas encontraron una alternativa al chico de la moto, alguien que no les partiría el corazón por unas pintas y una prima y con quien compartir sus sueños y su purpurina.
“Es un signo de nuestro tiempo que un hombre con la cara pintada y pintalabios cuidadosamente aplicado inspire adoración entre las chicas de 13 a 20 años”, se lamentaba Bernard Falk en la BBC.
Cambia con los tiempos y los tiempos cambian con él
El visitante es también una esponja. El papel de Bowie como medium y antena de su propia época ocupa gran parte del concepto expositivo, que demuestra sala por sala los engranajes de su fantástica maquina de procesar, asimilar y redistribuir arte contemporáneo en forma de cultura popular. Sus diferentes “personas” son inseparables del contexto, como el Major Tom de las primeras fotos a color de la Tierra vista desde el espacio (planet Earth is blue / and there is nothing I can do), el Apolo XI y la portada del mítico Whole Earth Catalogue y las series de Folklore planetario de Vasarely.
Alienígena, marciano, Duque blanco, Camaleón, Bowie cambia con los tiempos y los tiempos cambian con él. En Japón asimila el Kabuki, en Berlín el cabaret. Es el astronauta del espacio exterior de JG Ballard; el rayo en su cara es de Pierre Laroche. Además de contextualizar su obra, la muestra es un festín para el mitómano.
Pocas etapas de su vida han sido más mitificadas que su década en Berlín, ya entonces “la ciudad perfecta para encontrarse o perderse a uno mismo”, con fotos del menú del sucio restaurante de Kreuzberg en el que pasaba las noches o las pesadas llaves de su casa en el 155 de la Haupstrasse.
Otro momento emocionante es la pared con sus vídeos, claramente seleccionados para intensificar el impacto de los más recientes y tenebrosos, donde recupera al Major Tom y se despide, aunque no lo supiéramos. Como Madonna en los 90 y Bjork después de ella, Bowie conecta con los videoartistas porque no hay separación entre él y su personaje. Y porque Ashes to Ashes y otros de sus mejores vídeos coinciden con la explosión de la MTV.
Bowie + Eno: a la creatividad por el automatismo
Hay bonitos encuentros con su amigo y colaborador Brian Eno, con cuya exposición coincide felizmente en el tiempo y en la ciudad. Por ejemplo, la baraja de Estrategias oblicuas que Eno le regaló por su cumpleaños en 1977, o el “Verbasizer”, un mezclador de frases desarrollado con Ty Roberts en 1995 que usaba para escribir canciones. “Un kaleidoscopio de significados y nombres y verbos y cosas que chocan unas con otras”, explica en una entrevista.
Como Eno, Bowie nunca aprendió a escribir música como Dios manda. En una nota al margen, su bajista dice que aprendió la suficiente notación musical para hacer el primer álbum con la Filarmónica de Londres pero que las partituras tenían errores garrafales. El proyecto solo prosperó porque “su visión era tan jodidamente inspiradora” que la orquesta se lo perdonó.
Curiosamente, uno de los aspectos más interesantes de la muestra no tiene que ver con Bowie sino con la puesta en escena: el visitante recibe unos auriculares inalámbricos con los que va recibiendo diferentes señales en los distintos espacios, incluyendo canciones, entrevistas, etc. Esta forma de añadir capas a una exposición no es nueva, pero nunca antes se había resuelto con tanta naturalidad y precisión. Por esta y muchas otras razones, los que no hayan visto la exposición al menos una vez deberán darse prisa: acaba el 5 de septiembre. No se arrepentirán.