Un 14 de octubre de 1974, todavía con Franco vivo aunque ya en sus últimas, Leonard Cohen se dejó caer por Madrid, teatro Monumental. Era la primera venida a España de un artista que, sin embargo, debía tenerle cariño a una tierra reflejada en García Lorca, uno de sus grandes amores poéticos.
Fue un concierto raro e impresionante, más allá de lo que suele llamarse un concierto. Cohen era por entonces un absoluto preferido de los chicos y chicas progresistas y anglófonos, lo cual y en aquellos años significaba pertenecer a una clase acomodada con veleidades intelectuales. Una minoría muy activa. Ha de entenderse el contexto. La escucha de discos y muy especialmente los algo exigentes en música y letra era todavía bastante comunal. Ni siquiera las niñas o los niños con pelas disponían de tantas. Uno podía tener discos muy escuchados y muy favoritos que nunca compraría por la sencilla razón de que ya lo tenía algún amigo/a.
En realidad Songs of Leonard Cohen (1967) no se editó en España hasta 1971, cuando la misma CBS se estableció en nuestro país. Pero el álbum era ya bastante célebre vía importaciones personales de aquellos jóvenes que comenzaban a recorrer algo de mundo y volvían con este tipo de cosas. Suzanne era archiconocida y se escuchaba en bucle pero también iban entrando otras como So Long, Marianne, Joan of Arc o The Partisan.
El nuevo disco, New Skin For The Old Ceremony, de portada misteriosa, traía una bomba que definía muy bien lo que significaba Cohen en aquellos momentos: Lover Lover Lover. Una canción de apoyo a los soldados israelís para quienes había cantado durante la guerra del Yom Kippur de 1973 disfrazada (o no) de canción de amor. Pero que también era un canto pacifista. Muchos niveles que apenas unos pocos distinguían.
A la hora de comprar había que decidir. Las diferencias entre Cohen y Dylan, entre quienes compraron Cohen y quienes compararon Dylan resultaban tan obvias como conciliables. Dylan, en sus músicas, en sus letras y en su misma voz era una navaja afilada. No hay un disco entero suyo que pudiera considerarse romántico hasta Nashville Skyline (1969) y este resultó tan fuera de carácter que muchos lo encontraron directamente blando.
En su música, en sus letras y en su voz, Cohen era un seductor. Con él no se planteaba la cuestión de la dureza, el filo o la autenticidad, sus armas eran otras. Era monótono, casi más un rapsoda que un cantante y mostraba un punto de vulnerabilidad emocional que traspasaba. Sus letras se estudiaban con la misma intensidad que las de Dylan y despertaban un respeto imponente. Los libros, que a veces tenía alguien, estaban muy bien.
Un rapto extático en el Monumental
El concierto del Monumental vino a ser un reflejo de todo esto elevado a magia del arte. La primera parte, con un grupo sencillo pero ya con cuerdas, un coro femenino estupendo y un Cohen hecho un señor no lograba despegar. Amenazaba con tostón, vamos a decirlo. Pero poco a poco el escenario y el público fueron acercándose sin que en apariencia nada hubiera cambiado. Tal vez fuera simplemente que sonó Suzanne y todo el teatro se pusiera a corearla, quizá la chispa fue otra o que dos fuegos querían bailar juntos.
El caso es que aquello fue creciendo en una especie de intensa ceremonia donde el predicador entra en el mismo rapto extático que los demás participantes, prolongando el concierto más de media hora o repitiendo otras dos veces una Suzanne que ya sonaba como un prolongado mantra. Existen esos momentos sanamente mágicos, casi todos hemos vivido alguno. Repasando luego otros conciertos de Cohen, tan alejados como el de la Isla de Wight en 1970 o el de Gante del 2012 de nada menos que tres horas, parece que estas historias le solían ocurrir.
Aquella gira del 74 cerró en la práctica la primera etapa de Cohen. Tardaría tres años en editar un álbum discutido hasta hoy en día, el Death Of A Ladies Man. Producido por un Phil Spector muy borracho para un Cohen que tampoco estaba en su mejor momento, el bombástico sonido del disco suponía una cesura. Sus arreglos hasta el momento estaban entre lo melancólicamente folkie y la música de cámara, siempre con discreción. Ya no regresaría a aquel sonido.
Está claro que a la mayoría de los cantautores, excluyendo seguramente a Neil Young, no les sentaron demasiado bien los años 80, los del post-punk y la electrónica. Sin embargo esos son los años en que Cohen apela a otra generación, hija de aquellos adolescentes de los 70. En un disco que CBS se negó a distribuir por muchas razones de peso, se encontraba Hallelujah, una canción que a través de John Cale en 1991 o de Jeff Buckley en 1994, entre otras 200 versiones a veces muy notables, se convirtió en uno de los himnos de finales del siglo XX.
Como para remachar el clavo de su nueva actualidad, Cohen editaría en 1988 una canción como First We Take Manhattan que parecía conectar, sin hacerlo de forma explícita, con los cambios cataclísmicos que sucedían en el mundo. De hecho, solo un año más tarde caía el muro de Berlín. Cohen se había convertido sin mayor esfuerzo en un artista MTV, cuando esa cadena aún significaba vídeos musicales.
El sonido de estudio era casi plenamente electrónico y ayudaba que I’m Your Man tuviera otros clásicos instantáneos como Everybody Knows o Take This Waltz. En todo caso, ya resultaba raro que un señor de 54 años sin la menor concesión al colorismo de la década pudiera integrarse con tal naturalidad en el sonido y el discurso de un medio considerado el colmo de ese colorismo. Y que también lo dejara atrás.
Leonard Cohen y su peripecia vital, a veces poco edificante, otras casi patética (cómo ser estafado en su ancianidad) parecen ocupar un lugar al margen de la misma historia. Surgió como uno de los pocos capaz de aguantar el tirón de Dylan haciéndolo sin competir, sin emular, en sus propios términos cimentados en una escritura maravillosa. Y luego fue capaz de seguir caminando para encontrarse con una nueva gente que sentía la misma necesidad básica de sus padres o hermanos muy mayores: un lugar donde poder sumergirse con todo, el pensamiento y el sentimiento. Y a veces incluso bailar.