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El Último Vecino: “A veces pienso que soy una mierda y no entiendo cómo la gente me dice que soy la hostia”

Le pasa a Gerard Alegre (Barcelona, 1988) lo que al protagonista de la lánguida y desengañada Disneylandia (1983) de Los Burros. La lastimera voz de Manolo García arrastra en ella un “siempre quise largarme, no estar aquí” que es lo primero que farfulla el alma máter de El Último Vecino en respuesta a una pregunta formal, de preámbulo, sobre su ubicación. “En Barcelona, de momento. Bueno, hace años que me quiero mudar, pero hace años que me quedo”, contesta al otro lado de la pantalla para, al instante, puntualizar: “Uno piensa que no está bien por dónde está, pero no es eso. Es porque uno no está bien. Supongo que nos ha pasado a todos pero a mí me pasa a menudo”.

La idea de largarse le rondaba ya en 2013. Entonces diseminó 20 casetes de su maqueta homónima –una precoz reivindicación casera de tecno-pop y new wave– por una decena de tiendas de Londres, fantaseando con que algún sello las descubriera y recabar así en la capital británica. Nunca pasó. Entre tanto, las 100 copias de El Último Vecino (2013) se agotaron y hubo que reeditarlo, esta vez sí, en otros soportes.

Han pasado 11 años y Alegre presenta ahora su cuarto álbum, Riqui (Helsinki Pro, 2024), un continuista tratado de pop electrónico y melancolía aderezado de estribillos colosales y sutilezas aflamencadas. Si en Juro y prometo (2022) el conjunto se decantaba ligeramente por ese amaneramiento propio de sus admirados El Último de la Fila, ahora ladea hacia sus principios fundacionales, es decir, La Mode, OMD, New Order o Décima Víctima. Él, sin embargo, no atisba grandes transformaciones en su década de trayectoria. “Desde dentro yo no veo ningún cambio”, dice, para reconocer después que la ilusión sí ha fluctuado. “Bajó durante unos años, pero desde hace unos meses está volviendo. Al principio confiaba mucho en mí, pero esa confianza empezó a bajar y hace dos o tres años tocó fondo”, revela.

Crisis y fobias

Entre voces (2016) y Juro y prometo (2022) pasaron seis años. Un tiempo en que Alegre enfrentó una sucesión de baches psicológicos que devino en bloqueo creativo. “Aunque me da un poco de vergüenza creo que son cosas que deben contarse. Durante esos años me comparé con muchos artistas buscando a qué carro subirme. También sentí envidias. Algo horrible, fatal, porque me gustaría ser más David Lynch en plan: ‘Me alegro mucho de tu éxito, que te vaya muy bien’. En cualquier caso, espero haber aprendido”, relata. Lo que a simple vista guarda semejanza con el síndrome del impostor es, en realidad, un vaivén en sus niveles de autoestima: “A veces pienso que soy una mierda y no entiendo cómo la gente me dice que soy la hostia. Y hay veces en que pienso que soy la hostia y entonces no entiendo por qué el mundo no es capaz de verlo. Aunque, en realidad, mi única enfermedad mental diagnosticada es la agorafobia”.

A veces pienso que soy una mierda y no entiendo cómo la gente me dice que soy la hostia. Y hay veces en que pienso que soy la hostia y entonces no entiendo por qué el mundo no es capaz de verlo

Esta aversión a los espacios abiertos –que comparte con Brian Wilson de The Beach Boys– parece incompatible con los escenarios, pero Alegre, forzado a convivir con ella, ha conseguido mitigar su impacto. Todo empezó con un ataque de pánico 15 años atrás: “Fue horrible porque no entendía qué me pasaba. Al encontrarme físicamente sano llegué a pensar que me había poseído el demonio. Al principio tuve que decir ‘no’ a algunos conciertos porque no me sentía capaz de volar e irme lejos de casa. Poco a poco me he ido acostumbrando a esa sensación y el hecho de conocerla me da poder sobre ella. Eso y años de terapia. Cuando me vi capaz de salir, ya fuera a Colombia o Toledo, investigaba los hospitales cercanos porque si no, no iba”, explica Alegre, quien confiesa que algunas veces sigue necesitando medicación e incluso recurre a la meditación: “Me pasa sobre todo cuando estoy en sitios no acogedores. Es por eso que el concepto de la confortabilidad es uno de los que más valoro. Por suerte, los aeropuertos me tranquilizan porque son espacios cerrados pero amplios, como los museos o las catedrales”.

Derroche de nostalgia

La nostalgia es la materia sentimental con la que trabaja El Último Vecino. Tiñe sus letras, embruja su imagen y aflora en sus portadas. Todo es perdidamente anacrónico. “Intento que cada vez sea menos porque yo mismo me lo aconsejo y mi psicóloga también. De hecho, me recomendó que leyera El poder del ahora (Eckhart Tolle) y aún ni lo he comprado. Sí, siempre pienso en el pasado. Aunque pienso mucho más en el futuro. Evidentemente, en un futuro catastrófico. Y es posible que, al ser incapaz de centrarme en el presente y darme tanto miedo el futuro, me quede en la seguridad del pasado”.

Este embeleso por lo pretérito concurre en la formulación sonora de sus discos. Y no solo en cuanto al revival ochentero en que se sustentan estilísticamente, también en un sentido puramente orgánico: tiene que sonar viejo, deteriorado, crepitante. “Recuerdo estar en el Renault 9 blanco hueso de mi amigo Vidal hace años. Los asientos eran como un sofá. Ponía casetes nuevos que sonaban bien...Y luego tenía uno de Héroes del Silencio que sonaba fatal y yo le decía ‘No, no, Vidal, deja este’. Siempre quise emular eso”.

Recuerdo estar en el Renault 9 blanco hueso de mi amigo Vidal hace años. Los asientos eran como un sofá. Ponía casetes nuevos que sonaban bien...Y luego tenía uno de Héroes del Silencio que sonaba fatal y yo le decía ‘No, no, Vidal, deja este’. Siempre quise emular eso

Diluido en la anterior entrega, el efecto regresa con brío en Riqui, especialmente en el último tema, un ralentizado y fantasmagórico reprise de Era de esperar –primer corte del disco– a modo de conceptual coda. A cargo de la sonoridad está InnerCut (Alizz, VVV [Trippin'you]), que repite como productor, casi dupla, en este trabajo: “Parte de la mezcla y masterización la realizamos con casetes y la grabadora Tascam de Adrià [Domènech] InnerCut. Soy muy físico. Me gusta mucho hacer cosas manuales. Siento la necesidad de que la música salga del ordenador, pase por un sitio físico, a lo mejor tocarlo y que vuelva a entrar. Eso demuestra mi entusiasmo por el momento que estoy viviendo. Si no, lo dejaría tal cual”.

Lindante a esa nostalgia elegíaca que Alegre profesa está el temor a la pérdida de la juventud, combustible textual que propulsa este trabajo: “No lo digo, pero es evidente que ese miedo está en cada sílaba. Es un cosa que me pasa y quiero que deje de pasarme. Supongo que es normal, pero lo meto en el mismo saco que las envidias y las comparaciones”. También se trazan en Riqui cuestiones políticas en tangente a las zozobras interpersonales, verdadero núcleo temático en la obra del catalán. Está, por ejemplo, Lo que tuvo que aguantar, en la que reivindica, desde la tragedia, la realidad de las personas trans. Y abre espacios a la emergencia climática que, aun compareciendo como mera escenografía en Metropolitano, Libreta de los recuerdos y El Último Día, sí se constituye en preocupación fundamental en el ideario personal de Alegre: “Pienso que debería ser la segunda preocupación para todo el mundo. La primera, los animales, ya que ambas van de la mano. Todo el mundo debería ser vegano”, proclama.

Alegre encarna una concepción romántica de lo que es un artista. Estudió Bellas Artes y gusta de controlar todos los aspectos creativos de su proyecto, incluyendo, como no podía ser de otra manera, los puramente visuales. Y aunque reconoce que le gustaría delegar esta tarea, le cuesta desentenderse. Solo para este proyecto realizó entre 15 y 20 portadas: “Algunas estaban muy bien, pero eran como muy post-punk o muy pretenciosas a nivel teórico y no me acababan de convencer. Luego había algunas que eran un dibujo mal hecho, tipo Pedrá [Extremoduro], que me gustaban pero no acababan de encajarme. Y entonces vi un librito aquí en casa con un dimorphodon, pensé que podría ser como el protagonista y encargué a Andrea Diez que me lo dibujara”. Así engendró a su alter ego, Riqui, en una concepción estética que evoca al movimiento Povera. No estrictamente –al tratarse este de un arte matérico–, pero sí en cuanto al principio de humildad que lo rige: no parece comulgar Alegre con pomposidades ni arrogancias.

Lirismo suburbial

Un talante modesto que concuerda con su gusto por lo suburbial, por todo aquello que puebla y sucede en la calle, erigido a sus ojos en bastión de la autenticidad. Es la misma atracción por lo underground que se filtraba a través de la poesía urbana de dos de sus máximos referentes, El Último de la Fila y Extremoduro. De los primeros reconoce su gran influencia: “Al principio yo mismo me decía ‘Gerard, por Dios, que te van a demandar’” y no duda en calificarlos como “la mejor banda de la historia de la música mundial”. A los segundos les rindió pleitesía el pasado año con una versión, a modo de desabrigado rezo, de La vereda de la puerta de atrás. Y, si bien por un instante sitúa en su particular podio a Oasis, rápidamente se desdice: “Me obsesionaron durante la adolescencia, pero nada más [risas]”.

La fragilidad de Gerard traspasa la pantalla. Se expresa con suavidad. Exuda naturalidad en sus gestos. A veces dice, sin reparos, que no sabe qué responder. No teme mostrarse vulnerable y, en poco más de media hora, no oculta flaquezas ni vilezas. Se le nota la terapia, pero también acusa la inteligencia emocional por la que establece una relación sana con sus pensamientos, miedos y limitaciones. A veces vacila, acentuando su ternura: “A lo mejor me he quedado un poco callado con lo de la masculinidad frágil –dice, preocupado, en referencia a una de las cuestiones formuladas durante la entrevista–, pero es que no sé muy bien qué decir. No es que me dé igual el tema. Me da igual lo que piensen de mí. Pero no quiero que haya gente que sufra por culpa de eso. Eso es una puta mierda. Hay tantas putas mierdas...”.