La portada de mañana
Acceder
Feijóo confía en que los jueces tumben a Sánchez tras asumir "los números"
Una visión errónea de la situación económica lleva a un freno del consumo
OPINIÓN | La jeta y chulería de Ábalos la paga la izquierda, por Antonio Maestre

Contra la vergüenza y el silencio: por qué celebrar 'Merichane' de Zahara como un relato colectivo de violencias machistas

Berta Gómez

18 de enero de 2021 22:09 h

0

La palabra 'puta' dibujada con mayúsculas en un espejo. Un grupo de hombres dándose empujones, saltando, abriendo ampliamente sus bocas. Ella atada y expuesta dentro de un marco de oro, convertida en una suerte de icono macabro. Estas son solo algunas de las imágenes que, sobre fondo negro, se nos quedan fijadas en la retina. Forman parte del nuevo videoclip de Zahara, que acompaña a su último tema: Merichane. Ni la violencia de las escenas ni la coreografía de los cuerpos dejan lugar a dudas, pero la dureza de sus palabras certifica que no estamos ante una canción como cualquier otra: “Yo estaba en la otra habitación, escuchaba su respiración, deseaba que no entrase”. 

Con este tema, Zahara aborda las violencias que ha vivido desde pequeña y desvela las consecuencias del machismo sobre su cuerpo y su experiencia. No hay artificio en la exposición del dolor, ni busca encubrir su denuncia bajo un manto de metáforas que suavice su testimonio. “He querido contar lo que viví tal y como fue para mí. Llegar a hacerlo no ha sido fácil”, contaba en su cuenta de Instagram después de presentar la canción. “He tenido que aceptar y asumir que aquellas historias que viví sucedieron de verdad, pero que el mantenerlas escondidas no solo no me hacía sentir mejor sino que protegía a las personas que me habían hecho daño. Por eso ahora, en este momento en el que me he visto con fuerza para hacerlo, he decidido compartirlas.” 

Merichane significa “la boca de diez mil hombres” y fue un nombre que se le atribuyó a Cleopatra, supuestamente en referencia a su arte en el sexo oral. En este caso, Zahara lo recupera a modo de catarsis personal: Merichane es el apodo que le pusieron en el colegio, cuando ella tenía 12 años, y popularmente era usado para señalar a “la puta del pueblo”. Es un tipo de mote con connotaciones sexuales que funciona como una especie de rito de iniciación a una cultura patriarcal donde parece normal que los chicos hagan listas puntuando los cuerpos de ellas o les toquen el culo al pasar por el pasillo, apuntalando así las bases de la división a través del acoso y la humillación.

Zahara se reapropia de ese insulto como punto de inflexión, como catarsis, y desde aquí, aborda otras experiencias relacionadas con el abuso, el acoso sexual y un trastorno alimenticio. “Merichane soy yo y Merichane somos todas mis historias”, explicaba en el mismo post. Cabría añadir que Merichane es, también, la historias de muchas más: la canción deviene en un gesto político en tanto que amplía el sujeto de las violencias a cualquier mujer. De ahí que este tema haya dado impulso al hashtag #YoEstabaAhí con la intención de que muchas más mujeres narren sus experiencias.

La novedad en este caso reside en que Zahara utiliza la música para hacerlo, que es su profesión y pasión. Cuando canta “yo estaba ahí en las oficinas de Universal, tragando sermones sobre mi gran potencial” lo hace contra los abusos de la misma industria que le da de comer, en un gesto que es doblemente valioso: primero porque sirve de ejemplo de que cualquier espacio o herramienta es válida para romper el silencio, y segundo, porque enseña que una puede encontrar la redención en el propio arte. 

Como cuestionamiento político de las causas del propio sufrimiento, Merichane es un ejercicio que recuerda al que narra Lucia Osborne-Crowley en Elijo a Elena (Alpha Decay), un libro sobre la violación que ella misma sufrió a las 15 años cuando estaba a punto de convertirse en gimnasta olímpica. Con palabras crudas y directas, Osborne escribe sobre la vergüenza y las consecuencias psicológicas y físicas que dejó en ella este suceso, pero también sobre cómo algunas escritoras –desde Elena Ferrante hasta Sally Rooney– que hablan sobre la vulnerabilidad, contra la culpa y desde el perdón hacia una misma, la consolaron antes de atreverse a reconocer públicamente un suceso que la atravesó el cuerpo en silencio durante años. 

“Mientras escribo esto, me han vuelto los temblores y estoy aterrada de que se me note. A veces tengo que interrumpirme un rato porque mis dedos no aciertan con las teclas. El dolor sigue debilitándome en ocasiones. Hay días que aun me lavo los dientes con sangre. Como el trauma mismo, el proceso es cíclico e imprevisible, carece de límites y líneas de meta”. Osborne escribe esto en las últimas páginas dejando claro que le hubiera gustado no ser la autora de este libro, que no habla desde la superación de lo que vivió, sino que lo hace, sobre todo, para que sirva a las demás. Porque según cuenta, si después de vivir un suceso traumático se gestiona correctamente, denunciando el delito, permitiéndonos tener miedo y procesando lo ocurrido hablando de ello, es posible evitar la mayoría de problemas crónicos como los que aún arrastra. Ella no pudo hacerlo, pero espera que otras sí lo hagan, como también pretende Zahara con Merichane: ambas encuentran en el arte una forma de consignar ese dolor en un lenguaje que pueda ser compartido.

Hay, además, otra coincidencia terrible en las consecuencias de lo que narran ambas, y que ejemplifica la universalidad del relato de la violencia sobre las mujeres. “Yo estaba ahí dejándome hacer, con tal de que acabase de una vez”, canta Zahara para exponer cómo la comprensión del propio cuerpo y del consentimiento quedan difusos cuando se recibe una educación sexual basada en el miedo y la violencia. El estrés postraumático que vivió Osborne tras la agresión la llevó a ponerse en situación de peligro constantemente en distintas experiencias sexuales con hombres, pero además, la vergüenza y el silencio fue el desencadenante de problemas de salud graves: “Cinco años después de sufrir la violación, desarrollé un trastorno alimenticio que me obligaba a pasar hambre y a vomitar si rompía las reglas de no comer que me había impuesto”. Zahara pone de manifiesto de manera explícita en Merichane haberse metido los dedos “hasta el fondo, queriendo vomitar las penas, la vida, el odio”.

No es la primera vez que ocurre, que se rompe el silencio públicamente para crear un relato colectivo, como nos animaba a hacer Audre Lorde. Pero hacerlo ahora, en primera persona, con una canción que puede sonar en un espacio mainstream a cualquier hora –antes o después de B. B. King cantando “No te fíes nunca de una mujer. Hasta que esté muerta y enterrada” o de Justin Bieber repitiendo “¿Qué quieres decir? Dices que no pero tu cabeza parece decir sí”– sirve para contrarrestar los discursos mayoritarios sobre la cultura de la violación que copan cualquier forma de arte. Resta vergüenza a estas experiencias e intenta abrir, de nuevo, un espacio seguro que sea permanente y no sólo un hecho anecdótico. ¿Es posible y lícito cantar sobre una violación, sobre un suceso traumático? Zahara responde que sí, que escuchemos Merichane