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La neura de la filosofía

Todo lo que tiene que ver con el funcionamiento del cerebro nos fascina. Tenemos asumido que en el cerebro se esconde el misterio de nuestra vida anímica, así que nos parece de lo más evidente que su estudio nos apasione tanto. Si antiguamente se consideraba que el centro neurálgico de nuestro ser se encontraba en el corazón, donde incluso se alojaban los “recuerdos” (del latín, cor-cordis), ahora asumimos que todo sucede en la cabeza. Alguien podrá decir que algo debe quedar de aquella comprensión ancestral cuando decimos que para las cosas importantes hay que seguir lo que nos susurra el corazón, pero en el fondo sabemos que son las conexiones cerebrales las que dictan sentencia.

Fruto de esta fascinación por la vida cerebral podemos decir que vivimos en tiempos de neurolatría, una doctrina que obliga a explicar y avalar cualquier cosa por medio de la neurociencia para revestirla de autoridad. Es incluso habitual encontrar en la prensa del día noticias que informan de algún nuevo avance neurocientífico relacionado con fenómenos centrales de nuestra vida. Son informaciones que rápidamente captan nuestra mirada porque a través de ellas aspiramos a esclarecer algunos de los misterios de la vida que tanto nos traen de cabeza (el circuito del amor, el de la empatía, el de la violencia o el de la bondad, por ejemplo). Noticias, pues, a través de las cuales aspiramos a descubrir la sinapsis filosofal de la vida.

Hace poco más de un año algunos medios de comunicación se hicieron eco de un evento que está llamado a cambiar sustancialmente nuestra aproximación al tema. Se trata de un atlas que recoge y detalla los conocimientos sobre el cerebro evidenciados por un macro-proyecto iniciado hace ya unos años que se presume que tendrá mucha incidencia en las múltiples derivadas relacionadas con este órgano tan complejo y enigmático. La magnitud del hito puede llegar a ser de proporciones y consecuencias nunca vistas ahora porque la única certeza que de verdad tenemos acerca del cerebro es que por ahora no sabemos mucho sobre él.

El tercer jueves de cada mes de noviembre se celebra el Día Mundial de la Filosofía (este año fue el pasado jueves), y creo que la efeméride es una buena ocasión para reclamarnos a todos los que nos dedicamos a la filosofía (y por extensión a todas las disciplinas humanísticas) prestar más atención a los descubrimientos que se van realizando en el campo de las ciencias, particularmente en el de las neurociencias. A veces parece que la gente de filosofía tengamos un no sé qué receloso hacia estos conocimientos, como si hubiera algo en ellos que nos hiciera sentir inseguros o heridos en el orgullo, cuando en realidad no hay por qué. Si algo hacen las neurociencias es ensanchar el debate sobre temas tan centrales para la filosofía como pueden ser la ética, la teoría del conocimiento o la espiritualidad. El peligro (si es que se lo puede llamar así) de que las neurociencias acaparen el discurso y que la gente de filosofía y de letras nos quedemos sin voz es más un miedo (si es que se le puede también llamar así) que una realidad. Entre otras cosas porque la importancia de la ciencia y de su valor para la sociedad no nace de un dato meramente científico.

En efecto, el valor de la ciencia para una determinada sociedad se afianza en datos pero se corrobora por medio del reconocimiento cultural de esos datos. A la ciencia se la representa en nuestra escala de valores también por la validación cultural y social que obtiene. Así lo advirtió el psiquiatra y filósofo existencialista Karl Jaspers hace unos cuantos años y así lo comprobamos cada día. De hecho, una de las cuestiones que continuamente aparece en relación al cerebro es el misterio de su plasticidad, una dinamicidad que implica muchos interrogantes filosóficos y sociales que superan de largo el “mero” dato científico. Saber por qué esperamos tanto de la neurociencia, de sus conocimientos y de qué forma esos conocimientos pueden y deben revertir en la vida social y personal son asuntos que no sólo pueden responderse solo desde el microscopio.

El ser humano es una forma de vida siempre por descubrir. ¿Qué somos los seres humanos? La radicalidad y profundidad de esta cuestión hizo que el filósofo Immanuel Kant (de quien este año celebramos el tricentenario de su nacimiento) afirmara que en ella se engloban el resto de grandes preguntas que a su juicio nos rondan por la cabeza: ¿qué puedo saber? ¿qué debo hacer? ¿qué puedo esperar? El Día Mundial de la Filosofía es también una buena fecha para recordar que aunque no lo hagamos de forma consciente, constantemente nos estamos cuestionando a nosotros mismos. Y justamente por estar viviendo en tiempos de neurolatría, transhumanismos y artificios inteligentes se hace más urgente tematizar qué somos los homo sapiens sapiens y qué papel jugamos en la trama de la vida.

La filosofía y las humanidades no pueden darle la espalda a las ciencias experimentales porque se estarían boicoteando a ellas mismas, pero al mismo tiempo las ciencias experimentales deben dar la cara por las muchas implicaciones existenciales que sus investigaciones comportan, puesto que las ciencias también están sujetas a la vulnerabilidad y contradicción de la experiencia humana.

Es probable que nunca lleguemos a responder satisfactoriamente la pregunta de las preguntas kantiana: de la misma forma que el cerebro va modulándose a sí mismo a medida que respira la humanidad se va haciendo a sí misma a medida que camina. Todo hace indicar que cualquier eventual solución al enigma de saber quiénes somos tendrá más que ver con la acción performativa que con la reflexión teórica. Pero ni en esas tenemos excusa para dejar de estar atentos a todo lo que ocurre en la diversidad de los campos del conocimiento. Tanto en los científicos como en los humanísticos. A fin de cuentas nuestro cerebro es tanto de ciencias como de letras, se dediquen los cuerpos que lo acogen al trabajo del microscopio en el laboratorio o de los libros en las bibliotecas. Para qué fatigarlo con batallitas de gremio que, además, lo distraen inútilmente.

** Miquel Seguró es autor de ‘La vida también se piensa’ (2018) y ‘Vulnerabilidad’ (2021).