La nueva década, la de 2000, estaba destinada a ser la de los go-go years, según la etiqueta inventada en Estados Unidos en referencia a años que se esperaban dinámicos y donde todo iría muy deprisa y siempre hacia arriba. O eso entendí de uno de los primeros artículos que leí en mi vida del New Yorker.
Leí aquel ejemplar del semanario en una residencia de estudiantes en Hell’s Kitchen, en Manhattan, muy cerca del río Hudson, pero a cuya orilla entonces era difícil y algo peligroso llegar. El paisaje que se veía desde la ventana era la torre gris de Bell Atlantic, la compañía de teléfonos de la época, rodeada de manzanas con unos cuantos delis y poca animación hasta que uno no se adentraba unas cuantas avenidas hacia el Este. Pero desde aquel rincón del mundo, internet ya parecía algo que no había visto en España. Mi ordenador se conectaba mediante la clavija de un teléfono de plástico verde de diez dólares a través de CompuServe, que era un sistema más rápido y eficaz que los accesos que regalaban los bancos y los periódicos en España.
En Nueva York, la mayoría de las personas a mi alrededor ya tenían e-mail y utilizaban la red para labores cotidianas. La limpiadora de la residencia, una latina cuarentona, me enseñaba a navegar por la página de Gap y me preguntaba dudas que yo no sabía responder. Por ejemplo, cómo borrar el historial de navegación, cuando yo no sabía ni a qué se refería.
En aquellos primeros meses de 2000, en Nueva York se notaba el acelerón. Avanzaban las obras de los nuevos rascacielos de Time Warner, lo que después se llamaría Columbus Circle, mientras en los túneles se desplegaban miles de metros de cables de fibra óptica para construir la red que nos permitiría estar conectados todo el tiempo. La ciudad ya estaba dando el salto hacia algo más poderoso que internet. Quienes más sabían soñaban con Evernet.
“El sistema actual de internet se convertirá en Evernet, a nuestra disposición en cualquier momento, en cualquier lugar (a través de conexiones sin hilos) y capaz de ofrecernos transmisión instantánea de información de un punto del mundo a otro... Un solo hilo es tan delgado que te puede costar verlo”, escribía David Denby en el New Yorker.
Pero la revolución también traía preguntas cuyas respuestas marcarían pronto nuestras vidas, como bien decía Denby: “¿Estamos de verdad a punto de tener mayor libertad y control personal? ¿O estamos inconscientemente poniéndonos al servicio de un sistema que va a cegarnos con opciones a la vez que nos va a separar, e incluso a consumirnos?”.
Había tenido el New Yorker por primera vez entre mis manos en febrero de 2000. Es un recuerdo físico, de la portada resbaladiza con la pestaña con los temas destacados que se quedaba tiesa, el papel suave de los artículos con las letras borrosas de tanto tocarlas, el canto grueso de la revista porque era un número especial. Aquel ejemplar que compré en el quiosco del andén del metro de la calle 116, el de la Universidad de Columbia, para leer un relato de Woody Allen, tenía en la portada al dandi, Eustace Tilley, el personaje que el New Yorker saca cada febrero en su aniversario con una versión diferente y adaptada a la actualidad o a la cultura del momento. En esta caracterización, el dandi tenía cara de perro de caza, un braco de Weimar: era un toque irónico de un semanario que se reía también de su historia.
“La revista ha tenido cinco directores, cuatro sedes, un tío con un monóculo, y tantas viñetas de gatos que se sabe de lectores sensibles que se han quejado de las bolas de pelo”, escribió Anthony Lane en la presentación del número.
Era el ejemplar del 75 aniversario de la revista, y tenía firmas extraordinarias que hoy sé apreciar mejor. En ese número había artículos de Joan Didion, Susan Orlean, Janet Malcolm y John Updike, relatos de Alice Munro, James Baldwin y E.B. White, dibujos de Saul Steinberg y fotos de Richard Avedon. También, viñetas sobre el Palm Pilot, una agenda electrónica que había nacido en 1997, y sobre el sexo online y el síndrome del túnel carpiano por utilizar demasiado el teclado del ordenador (“Not tonight, dear. I have carpal tunnel syndrome”, se lee en una pantalla cuadrada y grandota que observa un hombre con gafas).
La fibra óptica se desplegaba por aquellos túneles del metro, oscuro y siempre inquietante, la conexión de CompuServe iba cada vez más rápida y la información del mundo estaba a nuestro alcance, pero yo me estaba enamorando de un semanal en papel creado en 1925. Avanzaba por sus páginas con dificultad debido a mi inglés, que entonces no estaba preparado para ese nivel de escritura, pero subrayaba las frases que me parecían esenciales, buscaba en el diccionario las palabras clave de párrafos cuyo significado quería desentrañar y, según aprendía más, volvía a coger ese primer ejemplar para entender mejor aquellos artículos. En dos décadas de fiel suscriptora he disfrutado de muchas de las maravillas del New Yorker, pero aquellos primeros artículos siguen siendo los que tengo más grabados en la memoria.
La fibra óptica se desplegaba por aquellos túneles del metro, oscuro y siempre inquietante, la conexión iba cada vez más rápida y la información del mundo estaba a nuestro alcance, pero yo me estaba enamorando de un semanal en papel creado en 1925
Casi nadie miraba al New Yorker en España para entender la revolución del momento, pero sí al Times, al Chicago Tribune y al San Jose Mercury News, que a menudo citan los primeros periodistas interesados en internet como ejemplos que se comentaban entre los más enterados en las redacciones. Mientras, los gerentes empezaban a prestar atención a los números de un sector cuya exuberancia no terminaban de entender.
En España, la salida a Bolsa de Terra el 17 noviembre de 1999 marcó aquella época en la que el dinero parecía estar en lo que un par de años antes parecía un experimento no muy distinto del teletexto.
Las acciones de Terra salieron a un precio de 11,81 euros y cerraron a 37 el primer día. En apenas unas horas, era la octava empresa española por capitalización bursátil, por delante del Banco Popular, Unión Fenosa, Pryca o Tabacalera. Era la mayor compañía de internet en la Bolsa en Europa, por encima del que había sido hasta entonces el líder, el proveedor británico Freeserve. Terra ofrecía acceso a la red, servía como buscador y web de noticias y te daba un e-mail, pretendía ser la entrada del público general a internet, que entonces parecía algo difícil de navegar sin ayuda o conocimientos previos.
“Una combinación de la explotación potencial de internet en España, y especialmente la promesa pujante de Latinoamérica, ha hecho de Terra la oferta pública de acciones más sexy este año en España”, escribía la CNN ese día.
Una empresa de internet que valía más que los grandes bancos era algo que los periodistas de economía seguían sin entender. Pero empezaban a verlo en sus propios periódicos, donde aquello que había arrancado como unos pocos miles de noticias en un CD-ROM de repente daba dinero.
El Mundo en internet pasó de tener ingresos de setenta millones de pesetas en 1998 a rozar los quinientos cincuenta millones en 2000, según contaba Álvaro Gil-Nagel en Periodismo en la red, de Jaime Estévez. Este fue el primer libro sobre aquellos años y recoge las estimaciones de una consultora que decía que elmundo.es, con sus quince periodistas, valía más que El Mundo al completo, que contaba con trescientos. Ese cálculo sin duda fue acogido entonces con escepticismo. Pero mientras crecían las empresas de internet y el comercio electrónico, también subía la sensación de euforia.
El equipo de internet en El Mundo ya estaba en una posición central en la redacción, en la primera planta, entre la sección de Internacional y los ventanales que daban al patio, no muy lejos de la máquina de café y la pecera de las secretarias, el núcleo por excelencia. En las elecciones generales de marzo de 2000, la edición digital envió a sus propios periodistas para tener información distinta de la que producía la sección de Nacional.
Entre ellos, estaba Guiomar del Ser, que llevaba unos meses en el equipo después de haber pasado cinco años en El Mundo de Baleares, donde, recién salida de la carrera, había montado lo que ella llama “una paginilla web”. Seis años antes, cuando Guiomar era becaria en la sección de Nacional en Madrid, Mario le había enseñado lo que ella recuerda como la primera página web que vio en su vida, la de la Casa Blanca, que entonces apenas era un buzón de sugerencias. También le había regalado un libro sobre la historia de Arpanet con el que se enganchó al invento. En 2000, ya era una de las veteranas de internet y tenía veinticuatro años.
“A mí me tocó ir a Génova. Era loquísimo que un medio mandara a alguien para cubrir solamente para internet la noche electoral —cuenta Guiomar—. Eso en El País por descontado no estaba ni siquiera en estudio. El equipo web se dedicaba a hacer el volcado, es decir, fundamentalmente a poner en la web el contenido del papel. El Mundo, que era líder, había entrado en la dinámica de crear contenido para la web”.
Aun así, los jóvenes de la web, dentro de una redacción ya de por sí más joven que la media, seguían siendo un grupo que se percibía distinto del resto de sus compañeros. “Nos preguntaban cosas técnicas: 'Oye, es que no me funciona la impresora'. Les parecíamos los modernos”, dice Guiomar.
El País iba más despacio en su web, pero PRISA invertía millones en lanzar su propio portal, Inicia, que arrancó en marzo de 2000 y que aspiraba de nuevo a intentar la primera versión digital de mediados de la década anterior: un servicio que integrara distintos servicios como leer noticias, consultar el correo y comprar online. Ya entonces, Telefónica había empezado a ofrecer acceso gratuito a internet, pero el proyecto de Inicia siguió adelante como la manera preferida de guiarse por la red. Seguía pareciendo el camino correcto por el éxito de Terra y nuevos proyectos como Ya.com, el portal de Jazztel que fundó un grupo de periodistas e ingenieros que se habían ido de Terra.
Jaime Estévez explica que en el cambio de milenio hubo “un acelerón de expectativas empresariales generadas por la burbuja puntocom”, que en realidad resultaba incomprensible para la mayor parte de los grandes grupos editoriales españoles. “El colapso vino por estas inversiones desmedidas y su estrategia digital. Ya no querían ser diarios digitales, querían ser redes de portales, querían hacerle la competencia directamente a Yahoo, a Terra”, me cuenta cuando hablamos en 2020.
A la vez, los medios empezaban a inquietarse por no conseguir más ingresos en ese mundo que parecía para otros una lluvia de millones, y optaron por las consultoras. En el ABC, McKinsey aconsejó crear una empresa aparte solo para los servicios de internet y lanzar “portales verticales”, es decir, webs especializadas de sectores como ocio, salud y formación para supuestamente conseguir más publicidad y con una plantilla de hasta trescientas personas.
“El grupo editorial que no contrataba una gran consultora y no le pagaba menos de un millón de euros para que eligiese el mejor plan de desarrollo digital era visto como el tontorrón que se quedaba atrás”, recuerda Estévez.
Mientras los consultores se embolsaban cantidades como esas, antes de que los resultados fueran tangibles, la burbuja estalló. Y no fue de manera tan sorprendente. “A principios de 2000, el presidente empezó a darse cuenta de que las previsiones de las consultoras no se estaban cumpliendo como describía el plan de negocio”, decía en el libro de Estévez José María Martín Guirado, encargado de la transformación digital del grupo de ABC. Entonces, Martín Guirado era el responsable de la reestructuración de equipos humanos y técnicos hasta “acondicionarlos” a las “posibilidades de negocio”, es decir, nada que se pareciera a contratar a más personas, como él decía en una entrevista para el libro: “Mi historia en internet acaba, oficialmente, el 31 de diciembre de 2001. Lamentablemente, mi sensación es más la de haber sido un destructor que un creador de negocios de internet”.
Ya había millonarios de un invento que los medios admiraban, pero con la ansiedad de que algo se les estaba escapando.
Esa década sería muy diferente de lo que parecía al principio y estaría marcada por la caída de algunas de aquellas empresas tecnológicas que tanto habían subido, por los atentados del 11-S y por las guerras en Irak y Afganistán, y finalmente por la crisis financiera y económica. No serían los go-go years, al menos no como los imaginábamos.
Terra se hundió en la Bolsa en septiembre de 2001 y no llegó a recuperarse cuando Telefónica compró su filial por poco más de cinco euros la acción. En 2015 desapareció.
En la primavera de 2000, la incipiente inquietud sobre cuál sería el destino aún se mezclaba con la euforia de los fichajes y los nuevos proyectos. Internet también era un escenario más de la competencia entre medios, en particular entre El Mundo y El País, enzarzados en una rivalidad muy personal.
Años después se seguiría contando la historia de la mañana del 5 de junio de 2000 en que Mario Tascón y gran parte del equipo de periodistas y técnicos que hacían elmundo.es se marcharon a El País.
Años después se seguiría contando la historia de la mañana del 5 de junio de 2000 en que Mario Tascón y gran parte del equipo de periodistas y técnicos que hacían elmundo.es se marcharon a El País
El relato que yo escuché después consistía en que una mañana no apareció nadie del equipo, sin una llamada ni un aviso, que se habían llevado materiales por la noche y, sobre todo, que se habían llevado el fuego, el conocimiento técnico que permitía que elmundo.es funcionara. Esteban González Pons, político del PP interesado desde los noventa en las políticas públicas relacionadas con internet, se quedó con la historia de que se fueron “dejando un pósit”.
Mario cuenta que era la segunda oferta que recibía de El País. Dice que estaba harto de que solo le subieran el sueldo a él y de que no mejoraran las condiciones del equipo. Y que se fue sin avisar porque no quería más negociaciones ni intentos de convencerle para que se quedara.
Unos meses antes, el director del periódico había conseguido que Mario se quedara en El Mundo y no se marchara a El País con un discurso envolvente de los suyos, elaborado y argumentado como para dejar a Mario sin opción. “Nunca serás de los suyos —le advirtió proféticamente en una sala donde tenía reunidos a los jefes, que callaban a su lado, incluido Antonio Fernández-Galiano, entonces gerente del periódico y que hacía de apuntador— . ¿Tu equipo no está en plantilla? No puede ser, que les hagan contratos como al resto. Apunta, Antonio... ¿Que son becarios? Hay que cambiar eso. Apunta, Antonio... Para ti, un sueldo como el del director. Apunta, Antonio”.
Salvo su sueldo, Mario asegura que poco cambió en su sección.
Según el relato de miembros de aquel equipo, los periodistas tenían el grado de auxiliares de redacción, pero su sueldo y sus condiciones laborales eran buenas, sobre todo porque cobraban un extra de veinte mil pesetas por cada festivo trabajado.
Mario cuenta que se sintió especialmente incómodo un día en que fue a un notario para la adquisición de unas acciones que la empresa regalaba. Se trataba de una nueva compañía de viajes alemana que iba a salir a Bolsa, Travel24, que buscaba aliadas europeas con buena marca para conseguir publicidad y que había llegado a El Mundo a través de Rizzoli. Como parte del acuerdo, los directivos del periódico recibirían un porcentaje de acciones. “Una cosa inquietante”, según Mario.
Otros colegas a los que les había compartido su incomodidad por recibir acciones para apoyar la operación de otra empresa le habían quitado importancia. “'No te preocupes', me dijo Fernando Baeta, que entonces era uno de los jefes de sección. Yo flipaba que nadie le viera pega a eso... Luego entendí por qué. Fui al notario. Cuando llegué estaban todos allí”. Mario cuenta que otros colegas tampoco veían problema en aceptar acciones de otra empresa naciente. El que más recibió recuerda que eran “dos mil o tres mil pesetas” y que aquellas acciones nunca reportaron ganancias.
Aquella misma mañana, Mario había desayunado con Jesús Ceberio, entonces el director de El País. Le había ofrecido dirigir la nueva web de todo el grupo PRISA. Mario dice que aquel le pareció un encuentro profesional y que contrastaba con la sensación que había sentido en aquella notaría rodeado de sus compañeros de El Mundo.
En el relato de Mario sobre su marcha, cuenta que él dejó organizados los turnos de los siguientes dos meses, no se llevó a todo el equipo consigo, quedó a tomar una cerveza con el número dos de Galiano para avisarle de su fichaje por El País y llamó a su número dos de elmundo.es, Fernando Mas, para darle instrucciones. Al día siguiente, dice que llamó a Gumersindo Lafuente, Sindo, el nuevo director de elmundo.es, para ofrecerle su ayuda en lo que necesitara.
Sindo no recuerda esa llamada, pero sí que había mucha tensión con las personas del equipo que se habían quedado por si hacían de espías para su antiguo jefe. El mal rollo, que duraría años, permanecería en la memoria, igual que el agobio generalizado porque los técnicos se habían marchado sin documentar cómo funcionaba el sistema. “De qué me servían los turnos si no sabíamos cómo funcionaban las máquinas”, me dice Sindo cuando hablamos, años después, sobre aquellos días ajetreados de 2000.
El primer golpe oficial fue un burofax que Guiomar y Vanesa mandaron desde la sede de Correos en Cibeles para informar de la salida de ocho personas. “Fue una maniobra que podríamos haber hecho igual sin habernos ido así. El País quería recorrer el camino que había hecho El Mundo porque ese era el camino. Optaron por hacer una opa a parte del equipo... Éramos jóvenes. Probablemente nos lo podríamos haber ahorrado y habría funcionado mejor. Hay cosas que haces que podrías haber hecho mejor”, recuerda Guiomar. Vanesa, más contundente en la descripción, dice: “Nosotros salimos de allí llevándonos las cosas un domingo por la noche a escondidas. Eso no se hace. No hay que hacerlo nunca. Habíamos sido buenos trabajadores. Y a nosotros nos habían tratado muy bien”.
Dos décadas después, las dos insisten en que cambiarían la manera en que se marcharon si pudieran volver atrás. Entonces, seguir al grupo parecía algo natural.
“Nos terminamos convirtiendo en una especie de familia. Esa parte de mi vida profesional la siento mucho. No culpo a nadie. Tomas decisiones que tienen que ver con la fidelidad. No te planteas ciertas cosas, no cuestionas. Éramos parte de un pack. Fui muy naíf”, dice Vanesa, que siguió a Mario a El País y luego a lainformacion.com, donde fue directora hasta 2010. Cuando charlamos en 2020, Vanesa y Mario llevan años sin hablarse.
El lunes 5 de junio de 2000, después de la marcha de gran parte del equipo de elmundo.es, el director anunció en la reunión habitual de la mañana la noticia con solemnidad, como si fuera una tragedia, cuando en realidad en ese momento ni había una audiencia sustancial ni apenas dinero en juego. Él se había enterado unas horas antes, con una llamada el domingo por la noche de Juan Carlos Laviana, uno de los fundadores del periódico, avisando de que Mario y su equipo ya no irían a trabajar ese lunes. Así lo anunció el director por la mañana.
Después de la marcha de gran parte del equipo de elmundo.es, el director anunció en la reunión habitual de la mañana la noticia como si fuera una tragedia, cuando en realidad en ese momento ni había una audiencia sustancial ni apenas dinero en juego
“Se hizo el silencio en la sala, como si se hubiera hundido la tierra bajo nuestros pies”, recuerda Sindo Lafuente, que entonces era subdirector de la edición de Madrid y andaba inquieto buscando una nueva ocupación. Un par de horas después, el director le llamó para ofrecerle el puesto al frente de elmundo.es. Su elección tenía sentido.
Sindo era una de las pocas personas obsesionadas con que internet iba a cambiar nuestras vidas, la democracia y el periodismo y llevaba meses organizando las primeras charlas al respecto. Tenía cuarenta y dos años, y se define a sí mismo en aquellos tiempos como “un iluminado”, convencido de que internet iba a transformar el mundo desde que se lo descubrió a mediados de los noventa un diseñador español que vivía en Nueva York.
Sindo había llegado a El Mundo de El País, algo inusual entonces, y más en 1995. Aquellos habían sido los años de la guerra entre los dos periódicos por la publicación de las exclusivas de El Mundo sobre el terrorismo de Estado de los GAL y los casos de corrupción como el de Luis Roldán, jefe de la Guardia Civil, mientras El País defendía al Gobierno de Felipe González y acusaba de sensacionalista a su rival. Que alguien cambiara de “bando” era inédito y, si sucedía, una “traición” que sería recordada durante mucho tiempo.
Mi padre dice que Sindo era “el mejor periodista disponible” para dirigir elmundo.es. “Lo importante era que los periodistas fueran buenos porque empezaba a existir un know-how de cómo hacer las cosas en internet. Me parecía que la tecnología, los formatos y el uso de lo que podríamos llamar la carpintería no eran lo importante. Lo esencial era contar con buenos periodistas... Sindo me pareció un gran periodista, y me lo sigue pareciendo”.
Sindo aceptó a condición de ser un director de elmundo.es con autonomía y plena potestad sobre lo que allí sucediera.
Él estaba convencido de que ese era el camino. En julio de 2000, en una mesa redonda titulada “La revolución digital” en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, dijo: “A los propietarios de los periódicos les diría que no compren rotativas porque son muy caras y no van a hacer falta”.
Entonces decía que los periódicos iban a “sufrir un cambio radical” en los siguientes diez años y animaba a los periodistas a no pensar en internet “con resignación”, sino a ver una herramienta de difusión más rápida y ágil. La reducción del papel iba a ser inevitable porque habría menos publicidad y también por cuestiones ecológicas, decía.
La noticia con las palabras de Sindo en aquella mesa redonda salió publicada en una columna de El Mundo. Cuando la leyó, Galiano fue al día siguiente a quejarse a su despacho. La empresa acababa de convencer a los propietarios italianos de Rizzoli para que se gastaran el dinero en ampliar la rotativa.
Pero incluso en ese mundo donde la prioridad empresarial y editorial era el papel, la marcha precipitada de Mario ayudó a que las peticiones del nuevo equipo fueran aceptadas de inmediato. Esa ruptura marcó el periodismo en España hasta límites que solo podemos entender con la perspectiva del tiempo. Lo marcó para bien y para mal.
"Esa competencia que se generó, en la que estábamos literalmente con el cuchillo entre los dientes, la hiperactividad con la que trabajaba yo con todo el equipo, me permitió tener un margen de maniobra enorme", recuerda Gumersindo Lafuente
“Esa competencia que se generó, en la que estábamos literalmente con el cuchillo entre los dientes, la hiperactividad con la que trabajaba yo con todo el equipo y con la que supongo trabajaba Mario con el suyo, y también —fundamental— el pique que tenía el director por lo que pasó, me permitió a mí tener un margen de maniobra enorme”, recuerda Sindo.
El principal obstáculo inicial era técnico, y empezaba por lo más básico, es decir, cómo funcionaban aquellas máquinas con lucecitas y muchos cables, los servidores, que estaban en un cuartito a una temperatura constante de diecisiete grados. Allí estaba toda la información de elmundo.es, cómo se producía y se conectaba con el exterior. La empresa editora de El Mundo, entonces llamada Unedisa, recurrió a Ana Patricia Botín, que era consejera delegada de Coverlink, una startup supuestamente puntera en servicios de internet.
Ana Patricia Botín se reunió con el director de El Mundo y con Sindo para ver qué hacer. “Ninguno de los tres teníamos ni idea. Yo un poco más porque me reunía con ingenieros que conocía de madrugada fuera del periódico”, cuenta Sindo.
Por un precio desorbitado para entonces —la cifra que recuerda Sindo es de cien mil pesetas diarias—, los técnicos de Coverlink estuvieron examinando las máquinas, pero en dos semanas apenas se atrevieron a tocar un cable. Fue entonces cuando se le encendió la bombilla y Sindo recordó una frase que le había oído de pasada tiempo atrás a un periodista de tecnología del suplemento Ariadna de El Mundo: “Los que saben de esto son los de UNIOVI”.
UNIOVI era la Universidad de Oviedo, pero Sindo no tenía ni un nombre cuando llamó por primera vez a la centralita. No tenía más pistas porque no se había atrevido a preguntar más datos a quien lo había mencionado ni a nadie en la redacción que supiera de tecnología por temor a que la información llegara a El País porque algunos de los que se habían quedado estaban “enamorados” de Mario y le pasaban información.
Después de varios días de llamadas, alguien en la Universidad de Oviedo le dijo a Sindo: “Igual a quienes busca usted son a los de las notas”. Los de las notas eran Raúl Rivero y su equipo, que se encargaban de los sistemas informáticos de la universidad y también de calcular cuáles serían las notas de corte para entrar en las carreras.
Raúl recuerda su sorpresa ante aquella llamada, que ni siquiera logra relacionar con Sindo: “Me llamó alguien que me decía que era responsable de elmundo.es. No me decía nada aquello”. Él era entonces lector de El País y no se fijaba en los medios en internet, que le parecían muy atrasados para lo que él empezaba a hacer.
Raúl tenía treinta años. Él y su mujer, Isa, se habían convertido en funcionarios de la universidad, se acababan de comprar una casa y habían tenido una hija. Su trabajo en Oviedo, además, era interesante. Las universidades como la suya eran entonces las que estaban más avanzadas en el uso de internet gracias a la red Iris, y tenían las conexiones más potentes. Raúl tenía más experiencia en los primeros problemas de internet que bancos, medios y otras empresas no tenían porque no disponían de tantos usuarios conectados.
Sindo convenció a Raúl para que aceptara mirar lo que había en El Mundo de Madrid y para que se reuniera con un ingeniero de Recoletos y el director técnico de Coverlink. Después de que los tres bajaran a echar un vistazo a las máquinas, los otros dos reconocieron que Raúl sabía mucho más que ellos sobre qué hacer. Raúl ríe al recordar a los periodistas mirando las máquinas “como las vacas que ven pasar el tren”, aunque reconoce que era un trabajo de minado complicado sin pistas.
El dinero —después de una dura negociación— y el reto de aquel trabajo convencieron a Raúl para mudarse con su familia a Madrid y montar de cero la nueva tecnología de El Mundo. Isa y Raúl trazaron un círculo en un mapa alrededor de la calle Pradillo y allí buscaron casa.
Un periódico era un nuevo mundo y sus ritmos de trabajo eran muy diferentes a los de la universidad. ¿Qué le parecieron entonces los periodistas a Raúl? “Desordenados”, responde rápido. La falta de previsión es lo que tal vez le sigue desesperando al pensar en esos seres incapaces de preocuparse en serio por unos Juegos Olímpicos, que pasaban recurrente y previsiblemente cada cuatro años, hasta un mes antes, o que le preguntaban a pocos días de unas elecciones si había llamado al ministerio para asegurarse de que funcionarían los datos del recuento.
Pero además del desorden, Raúl encontró una redacción abierta, joven, con ganas de crecer y con mucho compañerismo. La tecnología era como de juguete entonces y casi no había audiencia en internet, pero en El Mundo sí había ambición, alimentada por la rivalidad con su más directo competidor.
La competencia con El País fue el principal acicate y lo que entonces parecía una tragedia se acabó convirtiendo en una bendición no solo para El Mundo y los que trabajábamos allí
La competencia con El País fue el principal acicate y lo que entonces parecía una tragedia se acabó convirtiendo en una bendición no solo para El Mundo y los que trabajábamos allí.
“Todo eso que pasó fue fundamental para que las empresas, tanto El Mundo como El País, invirtieran en algo donde probablemente si no hubiese habido ese pique no habrían invertido tanto en ese momento. Y eso hizo que el nivel del periodismo en internet en España se disparase. Llegamos a tener un nivel muy alto”, explica Sindo. De aquellos momentos de tensión también salió una lección fundamental: “Este negocio precisaba de un poder tecnológico importante y teníamos que controlar la tecnología para poder hacer cosas, para ser competitivos, para ser líderes”.
Hablo con Sindo más de dos décadas después de aquello, él sentado en un sillón amarillo brillante en la redacción que compartimos, la de elDiario.es, en el Palacio de la Prensa, a pocos pasos del Kilómetro Cero de Madrid. “Todavía hay muchas empresas que no se han dado cuenta”, me dice.
La tecnología era especialmente valiosa en el fragor de aquella primera batalla por la escasez de conocimiento. Durante años, también hubo un litigio legal entre PRISA y Unedisa, que se resolvió cuando el panorama era ya muy distinto.
El Mundo denunció a PRISA y a Mario Tascón por competencia desleal. El periódico argumentaba que el equipo se había llevado el know-how y los recursos tecnológicos y humanos al rival que podía hacerle más daño.
La Audiencia Provincial de Madrid dictó sentencia en mayo de 2004 en contra de Unedisa. La disputa llegó al Tribunal Supremo. En junio de 2008, el Supremo rechazó el último recurso de casación.
Entonces El Mundo había afianzado su liderazgo sobre El País en internet, poniendo entre ambos mucha más distancia de la que tenía al principio del caso. No se podía apreciar el perjuicio en el que tenía que basarse una demanda de esas características.
La sentencia dice que lo que la empresa editora de El Mundo califica “como secretos son meras herramientas y elementos usuales en internet utilizados por multitud de periodistas y de diferentes medios”.
El fuego era de todos.