Tiene mala fama y ha sido sinónimo de desorden, caos y mal gobierno. Las monarquías y las dictaduras que han dominado España durante el último siglo y medio ofrecieron una visión sesgada e injusta de la Primera República, que apenas duró dos años en un periodo convulso (1873-1874). Sus divisiones internas, la necesidad de afrontar dos guerras (la cubana y la carlista) y la reacción de los sectores conservadores hicieron fracasar una república que, pese a todo, reconoció por primera vez amplios derechos y libertades y aprobó el sufragio universal masculino, entre otras medidas muy vanguardistas para la época.
Huyendo de estereotipos y rompiendo con una historiografía que ha prestado poca atención al estudio de aquel régimen, la historiadora Florencia Peyrou ha publicado un exhaustivo y didáctico ensayo titulado La Primera República. Auge y destrucción de una experiencia democrática (Akal). Profesora de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Madrid y especialista en el republicanismo durante el siglo XIX, Florencia Peyrou (Buenos Aires, 1974) subraya que aquella experiencia, integrada en el llamado Sexenio Democrático (1868-1874), ha sufrido un enfoque en general muy negativo.
“Desde la derecha”, señala en una charla con elDiario.es, “las visiones de historiadores como Menéndez Pelayo y más tarde de los franquistas solo resaltaban los conflictos sociales, la falta de líderes preparados o el cantonalismo. Por otra parte, muchos republicanos de finales del XIX y comienzos del XX estuvieron más ocupados en ajustar cuentas pendientes que en analizar lo que había ocurrido. En definitiva, hasta hace un par de décadas no han visto la luz estudios más rigurosos sobre el republicanismo”. El libro de Peyrou muestra especial interés en abordar los antecedentes de la Primera República y, en especial, la llegada de la triunfante revolución gloriosa que en 1868 precipitó la caída de la monarquía y la marcha al exilio de Isabel II. Con generales como Serrano y Prim en el poder, aquella Gloriosa derivó al final en la instauración de una nueva monarquía de los Saboya en la figura de Amadeo I (1871-1873) y después en la también efímera República.
“Al margen de sus indiscutibles errores y de la incapacidad y sectarismo de sus dirigentes”, explica la autora, “nunca se insistirá lo suficiente en los incontables obstáculos y problemas que enfrentó la Gloriosa, desde los de carácter bélico y financiero hasta los relacionados con una agitación social que clamaba por reformas de fondo y pasando por los movimientos de la reacción conservadora que conspiró en todo momento contra un régimen que amenazaba su statu quo”.
El ensayo de Peyrou apunta tanto al lobby colonial de los empresarios que basaban su riqueza en la explotación de los recursos de Cuba y de Puerto Rico como en los terratenientes peninsulares o la jerarquía de la Iglesia. Entre otros ejemplos de medidas progresistas cabe situar la abolición de la esclavitud que barajaron los gobiernos de la República para espanto de los hacendados de Cuba, si bien no fue aprobada hasta siete años después. A modo de termómetro de las turbulencias de aquel periodo conviene recordar que el general Juan Prim, verdadero líder de la Gloriosa y mentor de Amadeo I, fue asesinado junto al Congreso en diciembre de 1870 por un grupo de matones. Siglo y medio después no sabemos quiénes fueron sus autores y sus instigadores, aunque algunas versiones apuntan precisamente al lobby colonial cubano.
Guerras cubanas y carlistas
A propósito de Cuba, la Primera República heredó una guerra en la isla que se prolongaba desde 1868 y que no concluyó hasta 1878 con la paz de Zanjón que puso fin a las hostilidades entre los independentistas cubanos y el Ejército español. Junto al conflicto bélico al otro lado del Atlántico, los gobernantes republicanos tuvieron que afrontar además una guerra carlista en la que los partidarios de Don Carlos, pretendiente al trono, llegaron a ocupar extensas zonas del País Vasco, Navarra, Cataluña y Valencia. (1872-1876). Florencia Peyrou destaca una y otra vez el decisivo peso que tuvieron estas dos guerras en el devenir de la República. “Aquellas dos contiendas”, señala, “consumieron ingentes recursos económicos, al tiempo que desangraban a la juventud de las clases populares movilizada para combatir en los frentes.
En los dos años republicanos la economía iniciaba una recuperación después de crisis anteriores. Pero hacer frente a dos guerras dejaba exhaustas a las haciendas locales que debían parar obras públicas o inversiones de tal manera que aumentaban el desempleo, la pobreza y la indignación social. En buena medida, algunos de los estallidos de violencia revolucionaria tuvieran mucha relación con la impaciencia de las masas ante la lentitud en las reformas. Pese a todo, las autoridades republicanas pusieron en marcha mejoras como aumentos salariales, la reducción de la jornada laboral o intentos de reforma agraria“. A propósito de líderes, es muy significativo que los cuatro presidentes que tuvo la Primera República procedían de las élites intelectuales: Estanislao Figueras, Francesc Pi i Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar. De su honestidad ética, por otra parte, ofrece una idea el gesto de Salmerón, que dimitió porque se negó a firmar unas penas de muerte al estar en contra de ese castigo.
Desde que publicara su tesis doctoral, Tribunos del pueblo. Demócratas y republicanos en el periodo isabelino, Florencia Peyrou ha desplegado su interés por la evolución del federalismo. De hecho, esta dedicación al tema le ha servido para analizar la cuestión federal con sus derivaciones hacia el cantonalismo en tiempos de la Primera República. Desde esa perspectiva, la historiadora matiza que el federalismo de aquellas décadas centrales del siglo XIX no apelaba tanto a una organización territorial del Estado como a una forma de democracia más directa y popular.
“En definitiva”, afirma Peyrou, “se trataba de la recuperación del poder por parte de pueblo, por un lado, y de un reforzamiento del individualismo con base en la tradición liberal. Por tanto, es cierta la visión de que los republicanos no tuvieron una política económica común, una faceta que dejaron en manos de los gobernantes de los cantones federales que se extendieron por amplias regiones. Así, en la práctica unos cantones podían ser proteccionistas y otros librecambistas, según sus intereses. Resulta evidente que esa falta de coordinación provocó una evidente situación de desgobierno”. Al hilo de esas dificultades para asentar la República, el libro de Peyrou también resalta los problemas que planteó la transición de partidos de notables a tentativas de organizar partidos de masas tras el impulso a los derechos de reunión y de asociación.
La profesora deja en el aire sus respuestas a cuestiones de historia-ficción como la posibilidad de que la República hubiera pervivido sin los golpes de Estado de los generales Pavía y Martínez Campos (1874) que acabaron con aquel régimen para abrir paso a los Borbones de nuevo. No obstante, Peyrou se atreve a aventurar que la República podría haberse consolidado como ocurrió en la vecina Francia, aunque hubiera tenido unos perfiles más conservadores. Cabe preguntarse también que hubiera pasado si Juan Prim, el verdadero líder de la Gloriosa, no hubiera sido asesinado.
Sea como fuere, a varias generaciones de republicanos les quedó un regusto amargo por el fracaso de aquella República, ya que tardarían medio siglo en asistir a un segundo intento en 1931. Aquel mal sabor de boca lo expresó, entre otros, el escritor Benito Pérez Galdós, testigo de la Primera República con 30 años y más tarde diputado liberal, en su madurez, y republicano-socialista en su vejez. “Los cuadros políticos de 1873”, escribió el autor de Los episodios nacionales, “no estuvieron a la altura de su misión. Carecieron de energía y realismo, de conciencia de su más imperiosa obligación ciudadana; anduvieron sobrados de ingenuidad e idealismo para defender y consolidar el nuevo régimen”. No obstante, el recuerdo de aquella joven que simbolizó la Primera República, con alas, la ley en una mano y la balanza de la justicia en la otra perduró en muchas gentes que contagiaron aquella ilusión, aquel anhelo, a sus descendientes. Como Manuel Campoamor, el padre de Clara, que siempre contó a sus hijos que los regalos del día de reyes no procedían de ningún monarca, sino de la señora dibujada en el cartel que presidía su modesta casa: el icono de la República.